Mesa para cuatro

En casa nunca faltó nada para comer. Lo declaro con gratitud y, a la vez, con vergüenza porque sé que la suerte estuvo sobre nuestra mesa incluso en los peores momentos, cuando la crisis de 2001 hizo temblar cada rincón del país. 

Eran tiempos en los que mi mamá lloraba cuando miraba el noticiero y mi papá llegaba cada vez más temprano del trabajo. Con mi hermana no entendíamos bien qué pasaba, pero nos gustaba cuando estábamos los cuatro juntos. 

En casa, también, siempre hubo lugar para alguien más. No pasaba muy seguido pero “donde comen cuatro, comen cinco”, repetían mis viejos cuando preguntábamos si podíamos invitar a alguna amiga a cenar. 

Además de prepararla, mi mamá siempre servía la comida. No lo hacía por algún mandato maternal que la obligaba a dedicarse a las tareas de la cocina (o al menos no recuerdo que esas normas hayan estado vigentes en mi casa); más bien era un acuerdo tácito de división de tareas entre los cuatro. Con mi hermana nos encargábamos de poner y levantar la mesa; mi papá lavaba y secaba los platos y, de vez en cuando, si mamá lo dejaba, se dedicaba a elaborar el menú del día; mi mamá, como ya dije, cocinaba y servía. Siempre servía. Nadie, excepto ella, podía asumir ese rol. Bastaba que alguno hiciera el gesto de acercarse a la fuente y disponerse a servir que ella pegaba el grito y nos obligaba a dejar el cucharón en su lugar. Decía que era su forma de concluir el ritual de la cocina. El último toque, avisaba, tenía que darlo ella. 

Cuando había milanesas, las más doradas y grandes nos tocaban a mi hermana y a mí. Si había fideos con tuco, inundaba nuestro plato con salsa y nos dejaba una rodaja de pan a cada una para acompañar la salsa. Nos servía las empanadas con más relleno y el repulgue más prolijo y, si alguna había explotado en el horno, el queso que se desparramaba crocante sobre la asadera se repartía, mitad y mitad, en nuestros platos. Cuando había guiso nos premiaban con los pedacitos de panceta: mi papá no podía comerlos porque, decía, “me tengo que cuidar la presión”; mamá los esquivaba porque cada tanto se enganchaba con alguna dieta. 

Así que cada noche, porque la noche era el momento de compartir la mesa entre los cuatro, con mi hermana descubríamos lo que habíamos ganado con nuestras porciones. Con el tiempo entendí que eso que creía que era un premio para nosotras en realidad era una trampa que mi mamá jugaba a nuestro favor. Lo hacía porque, de esa forma, podía elegir la porción que le tocaba a cada uno. Y así, la milanesa más finita, los fideos con menos salsa, la empanada con menos relleno, la porción de guiso con menos ingredientes, todos, terminaban en su plato. 

Con el tiempo descubrí, también, que en casa nunca faltó nada para comer porque, en realidad, no me había dado cuenta. 

Luciana Zopatti 

Estudiante de Ciencias de la Comunicación