El pasado 19 de junio los colombianos decidieron entre dos propuestas de gobierno que pregonaban el cambio, una bandera especialmente significativa para una sociedad que parece condenada al continuismo.
Dos siglos de gobiernos derechistas, seis décadas de conflicto armado y más de treinta años de neoliberalismo posicionan a Colombia como el segundo país más desigual de América Latina y uno de los veinte más inequitativos a nivel mundial. La pobreza, que engloba a casi el 40% de la población, tiene marcas de raza y género e impacta especialmente en quienes habitan los territorios afectados por la violencia armada.
A la crisis social descrita se suma un déficit democrático estructural: el régimen político colombiano se ha erigido históricamente en la exclusión de las terceras fuerzas para reservar la participación a las élites partidistas. Ha perseguido y eliminado a disidencias como el gaitanismo y la Unión Patriótica en los años 40 y 80; y hace lo propio con los líderes sociales, ambientalistas y defensores de derechos humanos en la actualidad.
El triunfo de la coalición de centro-izquierda liderada por Gustavo Petro y Francia Márquez es un hecho sin antecedentes en la historia colombiana que auspicia un viraje hacia la justicia social con sostenibilidad ambiental. Igualmente inédita fue la votación obtenida por Rodolfo Hernández, un candidato de apariencia antipolítica que logró capitalizar el desencanto de muchos colombianos con los partidos tradicionales, pero sobre todo su profundo miedo a la izquierda.
Antipolítica: que cambie todo para que no cambie nada
La novedad de los comicios de mayo fue el paso a segunda vuelta de la fórmula outsider compuesta por Rodolfo Hernández y Marelén Castillo de la Liga de Gobernantes Anticorrupción.
Hernández, un empresario de la construcción de 78 años, articuló su campaña en torno a un discurso anticorrupción y antiestablecimiento nutrido por el desprestigio extendido de la clase política colombiana. A la manera de un Donald Trump criollo, se construyó el perfil de un empresario rico y exitoso, un hombre hecho a sí mismo que no debía nada a nadie y que jamás se benefició del Estado, por más que las imputaciones por corrupción en el caso Vitalogic apunten lo contrario.
Sus dichos no temieron la incorrección política e incluso anidaron en ella en un guiño a cierto sentido común conservador: que los políticos eran todos ladrones y corruptos; que no había que conocer el Estado para gobernar si se contaba con la asesoría de los que sí saben; que había que fusionar ministerios, recortar programas sociales y despedir gente. En el mundo de Rodolfo, la política se reducía a la gerencia, y ésta, a la eficiencia económica. Así, temas cruciales como el fracking o la fumigación con glifosato fueron evaluados en su campaña como cuestiones de costos y no de sostenibilidad ambiental.
El hablar desfachatado y sin guiones de Hernández fue coherente con una campaña que esquivó las plazas y los debates televisivos para enfocarse en las redes sociales. El “viejito”, como le dicen sus seguidores, fue tendencia en TikTok y protagonista de graciosos memes. Estas intervenciones contrastaron con otras menos simpáticas en las que traslució su clasismo: “es una delicia un hombrecito 15 años pagándome intereses”; y su machismo: “las mujeres deben quedarse en la casa criando hijos”. Expresiones que ya no se pasan por alto en un país donde han sido justamente los pobres y las mujeres quienes han copado las calles en las protestas sociales de los últimos años.
Hernández reveló sin ambages su método de gobierno: la declaración del estado de conmoción interior. Una rémora del autoritarismo histórico en la democracia “más estable” de América Latina, que otorga súper poderes al presidente para que gobierne por decreto y suspenda el funcionamiento del Congreso. Ya lo había anunciado en sus comienzos: “Con la ley me limpio el culo”.
La votación de Hernández creció del 28,2% al 47,3% en la segunda vuelta gracias al apoyo de quienes decía prescindir: la derecha del Centro Democrático, el Partido Conservador y el Partido Liberal. Las maquinarias partidarias de siempre se enfilaron junto a los medios hegemónicos en una campaña floja para proponer, pero potente para polarizar e inocular el miedo.
De su discurso de un poco más de minuto aceptando el triunfo de Petro, es difícil colegir si Hernández está en camino de liderar la oposición, o si volverá a la actividad privada para dejar ese lugar al uribismo; un sector que sin estar en su mejor momento domina el poder legislativo y cuenta con el aval de los Estados Unidos.
Los métodos de la antipolítica son harto conocidos: canalizar y atizar los odios, prometer salidas rápidas y milagrosas; derrumbar democracias y horadar los proyectos colectivos e instalar en el poder a personajes afectos al escándalo y la invectiva, pero poco avezados en el funcionamiento de la cosa pública. Por ahora, los colombianos dejaron en suspenso estos cantos de sirena.
El cambio por la vida
La Coalición del Pacto Histórico triunfó con el 50,4% de los votos que estuvieron mayormente concentrados en Bogotá y en las zonas periféricas y empobrecidas del país: el Pacífico, el Caribe y el suroriente.
Para Gustavo Petro esta fue su cuarta candidatura a la Presidencia y el cenit de una carrera política que se remonta a los años 90, cuando se desmovilizó de la guerrilla del M-19 para desempeñarse primero en la Cámara de Representantes y después como Senador y Alcalde de Bogotá.
Se lo recuerda por sus encendidos debates en el Senado denunciando la corrupción y la connivencia del uribato con el narco-paramilitarismo y también por una gestión de la capital del país que contó con tantos avances en materia social como boicoteos de la oposición.
Francia Márquez, por su parte, representa el compromiso del Pacto Histórico con la agenda ambientalista, feminista y afrodescendiente, y el carácter plural y movimientista de la coalición.
Más allá de las figuras de Petro y Márquez, hay una veintena de agrupaciones de izquierda y centro izquierda, movimientos indígenas, afrodescendientes y organizaciones sociales unidas en una plataforma que apunta a transformar las desigualdades estructurales a través de un nuevo contrato social para el buen vivir.
Esta coralidad concreta su impronta en los grandes temas que componen el Programa de Gobierno 2022-2026: la participación y derechos de las mujeres y los colectivos LGTBIQ; el respeto de la vida y el medio ambiente; el cambio de una economía extractivista a una productiva; la garantía efectiva de los derechos económicos, sociales y culturales consagrados en la Constitución de 1991 y el respeto de los Acuerdos de Paz.
Así visualizado, el Programa del Cambio por la vida parece la base de mínimos para cualquier país que se diga democrático. Pero en Colombia, donde los mínimos para vivir son esquivos para más de la mitad de la población, “vivir sabroso”, como propone Francia Márquez, es un acto revolucionario. Exige el desmonte de privilegios para un establishment expoliador y violento que ha hecho del Estado un trampolín para el lucro privado y de la represión de las demandas sociales un modo de gobierno.
La campaña del miedo persiste tras las elecciones. Ya se habla del impacto en los mercados por el “efecto Petro” y pululan los malos presagios en los grandes medios. Como si gravar los patrimonios improductivos de los 4000 más ricos de Colombia, garantizar el acceso gratuito a la educación universitaria o un ingreso mínimo por encima de la línea de pobreza no fueran medidas urgentes en un país al borde del colapso social. Como si eliminar el servicio militar obligatorio y desmontar la máquina de muerte de los escuadrones antidisturbios no fuera una deuda con los jóvenes que han sufrido los rigores de la guerra y la represión. Como si prohibir el fracking y el glifosato o transitar hacia un modelo energético sostenible no fueran ya imperativos globales.
Petro y Márquez tienen a mano la experiencia y también los límites de los gobiernos progresistas de la región. No esperemos magia. Sí, mucho trabajo.
Gina Paola Rodríguez
Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Docente investigadora UNLPam y UBA.
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