Entre semáforos y viento

Nací en octubre de 1998: tenía 3 años para el 2001, demás está decir que me acuerdo de muy poco. Lo que recuerdo es que tiempo más tarde, en el invierno del 2002, nos fuimos a vivir al interior del país. Mi padre, profesional, ya consideraba otras opciones donde trabajar, nuestra cotidianeidad era algo compleja: el viaje desde provincia a microcentro seis veces por semana, ida y vuelta, por un sueldo bajo, con una familia y en una profesión con bastante competencia daba a repensar varias cuestiones familiares. La crisis apuró la decisión. Nos fuimos a un pueblo en la Patagonia: al llegar, recuerdo que dormimos los tres en un colchón inflable, en una casa donde hacían -10° C. No conocíamos mucha gente. La vida es muy distinta en esos lugares: de la ruidosa Buenos Aires y su conurbano, pasamos a un pueblo nevado, sin semáforos, sin el caos del tránsito, sin servicios de salud con recursos, sin variedad de instituciones educativas, sin las cuestiones que diferencian al AMBA del resto del país. Allí solo había viento, piedras, frío. Ojos cansados de los lugareños que trabajan en el campo y el petróleo, pieles curtidas por el viento. También me acuerdo de que la gente parecía mucho más grande de lo que en verdad era. El viento, el frío seco, la nieve, el hielo… las dificultades económicas y sociales también hacen lo suyo. Un ejemplo: para atender un tobillo doblado había que ir a la ciudad más cercana a 100 km de distancia o esperar 3 semanas a que el traumatólogo visite el pueblo. 

Durante los años que allí vivimos, no estoy segura si fui a controles médicos muy seguido: el hospital estaba desabastecido, los dentistas no daban mucha confianza y la única clínica que había trabajaba con prepagas y no tenía guardias. Había una “salita periférica” que funcionaba más que nada como un vacunatorio. 

La crisis financiera al pueblo le pegó igual que a la ciudad, con la diferencia de que las posibilidades y los recursos no son los mismos. Aquí la gente vive de otra manera, un día a día constante. Muchxs son artesanos, viven de lo que el campo les da: huevos, leche, miel, lana. Otrxs tienen la posibilidad de tener comercios, típicos de pueblo: un mercado que vende de todo, panaderías varías, algún kiosquito, un bazar y un supermercado tipo cadena (donde conseguir los productos “de Buenos Aires”, más que nada porque trae primeras marcas), tiendas de ropa (prendas para el frío y zapatillas para la nieve), algún taller mecánico, conocidos por poner cadenas en las ruedas en tiempo récord, casi como si fuera en un abrir y cerrar de ojos; y dependencias estatales. Sin embargo, allí no tenía tanta preocupación. O por lo menos, esta niña en su primera infancia no lo percibió. Mi familia en Buenos Aires siempre lo cuenta: “A mí me congelaron los ahorros, y luego me dieron dos mangos con cincuenta”, “Si hubiese visto toda la plata sobre una mesa que me robaron, me moría”, “Ustedes los jóvenes no saben nada de lo que es lo que pasó en el 2001, qué van a saber”. 

Tal vez nos cuesta imaginarnos la situación que se vivía, el clima social, la vorágine y efervescencia, pero hay muchas historias como la mía, donde de un día para otro las vidas cambiaron, y los relatos míticos sobre el 2001 aparecen en cada conversación de domingo, donde se especula que el corralito volverá, sin importar el gobierno de turno. Siempre que hay crisis, el fantasma del 2001 revive. 

En este sentido, parecería que la juventud no sabe nunca nada, pero sabemos más de lo que parece porque lo vivimos a nuestra manera. Tenemos impreso en nuestro ser el temor de nuestros mapadres, tíxs, abuelxs a que nos agarre un corralito, pero también sabemos que muchas veces, el calor de la movilización es un espacio de encuentro, un lugar donde todxs estamos en la misma situación, donde nos expresamos y pujamos para el mismo lado: abrazarnos en el encuentro, en esa sensación de lucha, es algo que no distingue entre el interior y el AMBA, entre ojos cansados y bocinazos, entre guardias inexistentes y fuentes limitadas de trabajo.

La calle nos parió, el relato de las calles llenas nos parió, y hoy día, con cada militancia individual seguimos pariendo ideas, motivos y uniones en la calle, ya sea por el #NiUnaMenos que nos encuentra, por el #NoALaMina en el sur, o por un sinfín de luchas que día a día batallamos.

Reivindicarnos en las calles, combatiendo y resistiendo, como expresiones de pequeños 2001 que, en base al relato de tercerxs, reproducimos por el medio ambiente, por la igualdad de derechos y por lo que cada unx considera pertinente salir a las calles, hacer ruido, hacernos escuchar. Recordemos el 2001 y revivamos nuestras subjetividades impregnadas de lucha, sin importar la edad.

Sofía Borella

Estudiante de Trabajo Social