De crisis, cumpleaños y quilombos

19 de diciembre de 2001, cumpleaños número seis de mi hermana… ah, y además el país se incendiaba. Cuando se habla del estallido social de aquellos días, se me dispara inmediatamente a la cabeza la siguiente escena: dos padres viniendo a buscar a su hija al salón de fiestas con cacerola en mano. Yo acompañaba a mi mamá en la puerta repartiendo los saludos de ocasión con quienes venían a buscar a niñas y niños, y la pregunta era inevitable: ¿Para qué las cacerolas?”. No recuerdo la respuesta exacta que me dio, pero sí que la pareja cacerolera no estaba particularmente furiosa, era un estado de ánimo general, promedio. Se reencontraron con su hija y con bolsita cumpleañera incluida se fue la familia caminando, hacia alguna plaza o esquina de Villa Pueyrredón, porque el quilombo1 no era ya una cuestión exclusiva del microcentro (desde muy chico, para mí, quilombo y centro porteño funcionan como perfectos sinónimos), sino que afloraba en todos los rincones. Y mi familia y yo… en un cumple. Hoy, con algunos sobrevuelos por la obra de Gramsci y aledaños, me animaría a conceptualizar el fenómeno como una crisis orgánica2, pero el lunfardo clasemediero que me atraviesa lo sintetizaba y (todavía lo hace) bajo el término quilombo.

Ni “caos”, ni “agotamiento”, ni “estallido” lograban capturar la totalidad del fenómeno… QUI-LOM-BO. Porque no se avizoraba ninguna posibilidad de salida.

Porque la caída en cascada de sectores medios y bajos no encontraba fondo (pero sí que EL Fondo se encargaba de ellos con el inoxidable imperativo de austeridad), porque la deuda era el ancla que cada día se hacía más pesada, y encima los ahorros… confiscados, y los de mis papás no fueron la excepción. 

Y ahí aparece otra secuencia de esos tiempos: el trámite en tribunales que los ahorristas tenían que iniciar porque Duhalde les iba a devolver los dólares a aquellos que tenían dóla…” ah no, pará; pero si se devolvieron pesos devaluados un tiempo después. Aquel día de semana fue raro, no fuimos al colegio con mi hermana, no porque lo hubiésemos pedido o en calidad de algún tipo de premio, sino por decisión de los altos mandos familiares. Papá había salido de madrugada para el centro y mamá no fue a trabajar y se quedaba con nosotros en casa; en pijama los tres disfrutando del día inesperadamente libre. Pero no, no era ese el plan. Mi vieja se había convertido ese día en el pivote encargado de unir dos personas que se encontraban dando vueltas por tribunales que claro… por supuesto que era un quilombo. En tiempos donde el celular no era moneda corriente, ella trataba de concretar el encuentro entre Tato (el abogado de la familia CON celular), y mi papá que se encontraba en algún punto de la interminable y confusa fila tribunalicia que se disponía para reclamar por los ahorros capturados. Mi viejo entonces llamaba a casa cuando quedaba cerca algún teléfono público y pasaba sus coordenadas, y mi mamá (nerviosa como pocas veces la recuerdo), luego se las pasaba a Tato: “Hablé con Dani, está en la esquina de …”, y al rato: “Tato te está buscando adentro del edificio, está con un traje azul”. Qué raro, pensaba yo a mis ocho años, nunca había visto un traje color azul, para mí los trajes eran negros, y encima en un abogado; los abogados son personas serias, sobrias. Me imaginaba un azul eléctrico, como el de las lapiceras o el azul de Vélez, el color por excelencia (y herencia) que había teñido mi infancia, no el azul marino que se suele usar en sastrería. Y entonces: “Mamá, ¿Podemos llamar a la abuela para que venga?”, mientras la televisión de fondo ilustraba el quilombo porteño y la ponía más nerviosa de lo que ya estaba, No, Gaby, ahora no”, esta última, la frase más repetida del día. La línea telefónica tenía que estar liberada para unir esos dos puntos que no lograban tocarse en el laberinto que se había tejido alborotadamente alrededor y dentro del Palacio de Justicia. En algún momento mi viejo y Tato se encontraron, abrieron el reclamo correspondiente ante la siempre imparcial “justicia”, y algún día muy posterior devolvieron los ahorros familiares que tan celosamente cuidaba el banco, obvio… en pesos como ya es sabido.

Mi abuela vino a visitarnos esa tarde cuando el estado de nerviosismo ya había mermado un poco, y mi viejo llegó del centro entrada la noche después de un día de locura total. Recuerdos en formas de pinceladas que se me presentan cuando se habla del 2001 (aunque explotó todo cuando el año ya cerraba y la cosa siguió mucho tiempo después, pero hablamos de “EL” 2001, como si fuese un señor al que recordamos con desprecio), donde escaseaban principios ordenadores para una sociedad que conjugaba hastío y bronca, que se traducía en golpes a cacerolas y piquetes diarios contra un sistema político desbordado que cambiaba autoridades como yo figuritas, el cual buscaba encauzar todos los conflictos abiertos por la crisis política, social y econó… mejor dicho, buscando arreglar el quilombo que se había armado.

Notas

1 Curiosamente una de las palabras más utilizadas en el léxico rioplatense para graficar todo lo que se asemeje al desorden o algo que no comprendemos del todo tiene origen africano (“quimbundu o kimbundu”).

2 Para Antonio Gramsci una crisis orgánica o crisis de hegemonía, implica una fase de contradicción entre la estructura económica y el nivel superestructural (político, ideológico, moral) que deviene en ruptura del vínculo entre ambas instancias, y con ella nace la posibilidad de crear un nuevo orden.

Fernando Gabriel Vazquez

Estudiante de Sociología