Elogio de la incertidumbre

Para algunos como yo, la señal fue la presencia entusiasta de uniformados en un escenario político. Esto ocurría en el 2008, cuando Bernie Sanders todavía era el impenitente senador independiente por el Estado de Vermont con aspiraciones testimoniales. En el verano norteamericano de ese año, un grupo de (por entonces) jóvenes nos subimos a un auto en Nueva York y cruzamos de este a oeste el país entero para ver en Denver, Colorado, la consagración de Barack Obama como candidato presidencial del Partido Demócrata. El entusiasmo era desahogo por lo que, creíamos, era el final de una década corta que había empezado en el 2001 con la reacción a los atentados terroristas del 11 de setiembre y terminaba con la mayor recesión económica desde la Gran Depresión de los años 30. 

Más allá de las propuestas de Obama, el episodio mismo de su candidatura en un país atenazado por el auge de su aparato represivo y la crisis de su forma de acumulación era lo más parecido a un carnaval, espacio mínimo de libertad contenida entre dos paredes obvias pero, por un instante, invisibles. El estadio de Denver reflejaba ese momento singular. Las convenciones estaban repletas de millonarios y burócratas, pero la mera sensación de que estos no podían ser el primer plano de la ceremonia ya era un triunfo. Con sus víctimas y sus hartazgos, la liturgia del evento reproducía los ritmos de vitalidad y expectativa que corrían por las calles de una nación toda. Ese era el sentimiento, al menos hasta media hora antes de que hablara Obama, cuando dos decenas de generales y altos mandos militares subieron al escenario en apoyo a su candidatura. Fue un momento literalmente extraordinario de esa noche. Es difícil imaginar en casi cualquier otro lugar del mundo una presencia dominante de las fuerzas armadas en el lanzamiento de una campaña electoral, de un partido que se conciba como progresista, en un momento que se vive como de renacimiento. La foto de ese escenario era más calma pero mil veces más penetrante que Perón en 1974 llamando “estúpidos” e “imberbes” a las organizaciones armadas que él había alimentado o que el “Felices Pascuas” de Alfonsín en 1987 montando un dique sobre la ola de fervor que él mismo encabezaba. Para los pocos que quisieran verlo, el desfile militar en pleno acto de campaña era una demostración ostentosa de los límites estrechísimos dentro de los cuales se iba a desmantelar aquella esperanza. Los ocho años siguientes –la restitución de los lazos con Wall Street, el fortalecimiento de las agencias de seguridad en su persecución a los inmigrantes y el combate sordo contra los gobiernos de centroizquierda de América Latina–, fueron un despliegue ad infinitum de esa escena fundacional.

La candidatura de Sanders llegó ocho años después. Para quienes hemos presenciado una decena de convenciones demócratas y republicanas queda claro que estos eventos no representan fielmente a un país, pero reflejan con bastante precisión cómo funcionan las dos únicas instituciones de representación política que ese país tiene. Sanders llegó a Filadelfia precedido por un entusiasmo diferente al que había despertado Obama (aunque en parte se montara sobre su antecedente). Su organización política estaba decididamente enfrentada a la estructura demócrata, la interpelación a sus bases era la de una propuesta que confrontaba la historia reciente del partido y sugería un programa de gobierno socialdemócrata con énfasis en la desmercantilización de algunas esferas básicas de la vida social, incluyendo sobre todo la salud y la educación. Millones de personas se acercaron a esa candidatura, pero más importante aun, millones de personas lo hicieron desde afuera del partido. La reacción virulenta y encolerizada del partido demócrata fue un espectáculo inolvidable que duró meses. La candidatura de Hillary Clinton en el 2016 fue el producto de esa acción formidable y efectiva del Partido Demócrata para disciplinar una sublevación que, desde afuera hacia adentro, cuestionaba el sentido común básico del partido sobre su rol en el país y sobre la centralidad de la libertad económica individual en la política norteamericana. 

Cuatro años después, el tono militantemente antirreformista con el que el partido contuvo primero y derrotó después al movimiento sanderista surgió con una intensidad no vista desde la desaparición del anticomunismo al final de la Guerra Fría. La acrimonia con la que se vivió la disputa contra Sanders como una pelea por la supervivencia tenía las resonancias de la embestida republicana contra Franklin D. Roosevelt durante la campaña de 1937. La batalla parecía (con razón, uno tiende a creer) ir más allá de una candidatura presidencial para convertirse en una cruzada contra la introducción de una mirada distinta de la sociedad y el poder.

Visto así, el centro del momento americano está mucho más cerca de la definición del futuro demócrata que de las ansiedades que produce Trump a diario.

El Partido Demócrata se ha convertido en la maquinaria más eficiente de la historia para suprimir el disenso interno y el cuestionamiento a las raíces del poder en los Estados Unidos. Esa doble eficacia (para acallar voces hacia adentro y negar nuevos horizontes políticos hacia afuera) no es la causa de la declinación terminal norteamericana, pero sin duda es el elemento distintivo que le da forma específica a esta extinción. 

Por casi un siglo, Estados Unidos ha estado atrapado en aquella escena de Moby Dick en la que los pescadores que acaban de sacar trabajosamente una ballena del mar se encuentran con el enviado del lord Guardián que reclama el pez para su amo. Los marineros se sorprenden por la exigencia de este servidor británico. Tras la perplejidad inicial, uno de ellos se atreve a hablar:

—Por favor, señor, ¿quién es el lord Guardián?

 —El duque. 

—Pero el duque ¿tiene algo que ver con la captura de este pez? 

—Es suyo. 

—Nos ha costado mucho trabajo y peligro, y algún gasto, y ¿todo eso tiene que ir en beneficio del duque, sin que nosotros saquemos de nuestra molestia nada más que las ampollas? 

—Es suyo. 

—¿Es tan pobre el duque como para verse obligado a este modo desesperado de ganarse la vida? 

—Es suyo. 

—Yo pensaba aliviar a mi madre, enferma en cama, con parte de mi porción de la ballena.

—Es suyo. 

—¿Y el duque no se contentará con la cuarta parte o la mitad? 

—Es suyo. 

No se trata solo de la capacidad para hacer realidad esa relación de poder. Ni del argumento en el que disuelven el trabajo y las relaciones de producción que generan la riqueza. Ni de la justicia del mismo. El barco en el que Estados Unidos está arrinconado es el de la invariabilidad, la narración irreductible, rítmica, del derecho de propiedad individual como centro inclaudicable del pensamiento político. Si esto define una visión de la sociedad y de la economía, el fondo monocorde del espacio público norteamericano construye algo mucho más duradero y fundamental: la lógica del pensamiento fanático que, en su esencia, nos exime de la obligación de usar nuestra capacidad de juicio para analizar qué es lo importante en cada caso. La renuncia a poder ejercer esa mínima libertad de establecer las jerarquías y decidir qué intereses o valores están por encima de otros en cada evento particular es la derrota fundamental de la libertad como proyecto colectivo. 

Puede que la proyección del pensamiento religioso o la ideología como recurso moderno hayan venido a la ayuda para compensar aquella ausencia de una herencia jerárquica, que Tocqueville creía haber detectado como el rasgo distintivo de Estados Unidos. Pero si hay algo cierto es que ese dique contra lo inesperado es el punto de encuentro del fanatismo con la modernidad. Dicho de otro modo, puede haber mil formas de interpretar la singularidad de Trump, pero su llegada al poder en 2016 es el derivado decidido de la forma específica de democracia moderna que desde hace setenta años, y con muchas variaciones, encarna con convicción el Partido Demócrata. En el repiqueteo del “es suyo” de Melville uno podría señalar el punto de encuentro de la inamovilidad de la ley allí donde el poder está fuera de discusión con la reiteración monótona de la comunicación infantil en la que se recuesta la oratoria trumpiana.

Lo de Sanders fue el proyecto mínimo de poder susurrar “no es suyo”. El efecto desbordante de esa irrupción en la contienda tiene que ver en parte con sus cualidades. Pero Sanders no era el primero, ni necesariamente el mejor, ni el más radical, ni estaba predestinado a ocupar ese lugar, ni la estrategia de abandonar los bordes para ingresar al partido demócrata era a priori más valiosa que preservar su lugar. Lo que produjo su palabra, el “acontecimiento Sanders” que analiza con precisión Martín Plot, fue la restitución del principio democrático básico de que el poder esté en disputa entre opciones con chances razonables de éxito. La incertidumbre no refiere a la existencia de distintas opciones sino a la posibilidad verosímil de que ellas puedan acceder al poder. 

En Estados Unidos, esa intriga por lo que vendrá desapareció del horizonte político general en 1945 tras los doce años del New Deal. El desafío democrático no es el de conciliar la incertidumbre con un horizonte de independencia. La posibilidad de poner en duda quién ejerce el poder y con qué fin es no solo un proyecto democrático sino una revolución de las estructuras de control consolidadas en el último siglo. En el contexto específico de la sociedad norteamericana, la incertidumbre es la libertad. El legado de esa innovación se mide no solo en un estado de ánimo sino en una renovación política y un andamiaje institucional precario pero extendido. El efecto inmediato de esa herencia se medirá en cada hora de acá hasta la elección presidencial de noviembre. El efecto de más largo alcance definirá el final de una época.

A veces no entendemos que lo que esta generación tuvo ante sus ojos fue el colapso de los Estados Unidos tantas veces profetizado.

En La Cola del Diablo, Pancho Aricó decía, ácido y sagaz: “En los setenta, algunos más, otros menos, fuimos todos montoneros”. En el mundo occidental cabe pensar, con el mismo énfasis retórico: 

En el comienzo del siglo XXI todos fuimos norteamericanos.

No es una cucarda para exhibir con orgullo. Como la analogía de Aricó, tiene menos de adscripción y más de reconocimiento, una forma de dar cuenta de la centralidad que el destino del proceso político en aquel país tiene como clave interpretativa y como interpelación para toda una generación preocupada por ideas de justicia, libertad y democracia. En esa tragedia secular, Sanders fue quien introdujo la incertidumbre sobre una forma de declinar que, de otro modo, podía escribirse de antemano. Como sucede tantas veces, se trata de esas cosas cuya dimensión solo se forma con el tiempo. El espiral declinante hace aun más difícil darse cuenta. La continuidad institucional y simbólica y material sobre la que se monta una nación hace difícil entender, a primera vista, su desaparición, aun si se está produciendo frente a nosotros. Los que están adentro pueden sentir el engaño, pero aún así. Sí, “the ship had given us up, but was still cruising” (el barco nos había abandonado, pero todavía estaba navegando), escribía Melville. En esa travesía de vida desanimada, pero vida al fin, la incertidumbre que introdujo el sanderismo es, quizás, el único horizonte de esperanza.

Ernesto Semán

Lic. en Sociología UBA, MA International Affairs New School University, Ph.D. History NYU