El tamaño de su corazón

Una noche de tantas, promediando los noventa, en el bar del subsuelo del viejo edificio de Marcelo T. de Alvear de la Facultad de Ciencias Sociales, entraron de golpe tres hombres jóvenes, apurados por la ansiedad de hacer lo que vienen a hacer, algo que nadie de los que todavía estaban ahí a esa hora, inusual para una vida académica, digamos, promedio, se esperaba ni remotamente. Él, sobretodo gris hasta los tobillos, recitó impetuoso unos versos de Rimbaud, acaso también algunos propios, quién sabe. Los otros dos distribuyeron raudos entre las pocas mesas ocupadas unos panfletitos bastante caseros: “Verbonautas”, decían los volantes, una experiencia de “guerrilla poética” de la que algún tiempo después sabríamos algunas cosas más. Y, así como entraron, se fueron. “Ese era Palo”, se escuchó apenas la escena se diluía. Y solo la mención de ese apodo construyó al instante una constelación emotiva, un territorio de reconocimiento afectivo mutuo del que, por entonces, Palo Pandolfo era uno de sus principales conjuradores. 

Por estas horas en las que las redes sensibles de la ciudad lo despiden sorprendidas y consternadas, aquel recuerdo aparece como una inesperada metáfora de lo que Roberto “Palo” Pandolfo significó para la cultura subalterna de Buenos Aires: una irrupción, un destello incandescente que, incluso breve como en aquella ocasión, dejaba a su paso una estela dulce y feroz a la vez, tan palpable como estremecedora. 

Circula también por estas horas el video con la mítica presentación de Don Cornelio y la Zona en Badía & Compañía, aquella suerte de playlist a cielo abierto de la primavera alfonsinista que Juan Alberto administraba con destreza. Ahí se lo ve a Palo jovencísimo, al frente de su primera banda, la que forjó su estirpe, apurando unas versiones nerviosas de Ella vendrá y de Tazas de té chino. Tocaron a las dos de tarde, con el programa -que duraba hasta las nueve de la noche de todos los sábados- recién empezado. Fue una especie de sobremesa en estado de shock, como tomar absenta de un saque después de las milanesas con puré. Verlo hoy produce casi la misma sensación de entonces, sobre todo si la biografía personal permite reconstruir, al menos un poco, las coordenadas vitales de ese momento: fue una aparición centelleante, una bisagra. 

Después nos daríamos cuenta de que eso que estaba pasando ahí era la entrada oficial del post punk criollo a la cultura rock vernácula, pero de un modo muy local, muy encarnado en las tradiciones propias, forjadas acá. Después entenderíamos que la enumeración ansiosa de objetos inanimados e inapropiados de Tazas de té chino era una especie de plop twist tardío y medicado de aquel “árbol / hoja / salto / luz / aproximación” spinettiano que los versos de por desgranaban en Artaud, como si una suerte de experimento a la Naranja Mecánica lo hubiera obligado a Luis Alberto a escribir la segunda parte de esa canción pero después de escuchar Joy Division una semana seguida. 

Pero quien escribía y cantaba esos versos era otro flaco, un palito, que parecía mirar en serio todo lo que iba a tocar, y que empezaba a desarrollar un gesto escénico conmovedor, la mandíbula tiesa, una semi sonrisa, como un rictus desafiante, clavada en la cara al cantar, la mirada en diagonal hacia arriba, la guitarra a los golpes y una especie de chirrido, pero grave, salido de entre los dientes, contenido y a la vez amenazante. Y fue verlo y escucharlo y saber que había que seguirle los pasos, que algo iba a tensar el espinazo cada vez que saliera a escena y que lo que tenía para decir teñía de sordidez y a la vez de ternura una experiencia colectiva tempranamente oscurecida por la desazón post Felices Pascuas. 

Esos dos primeros trabajos de Don Cornelio, el que lleva el nombre de la banda y Patria o muerte -pavada de nombre para un disco de 1988-, partieron la década por la mitad. Sobre todo el segundo, una obra tan inapropiada para la época como determinante de mucho de lo que vendría pocos años después en el under porteño, preñado del carácter de ese alarido. “Hace tanto frío para respirar”, se queja Espirales, la canción que abre Patria o muerte. Una queja o una invitación al abandono, quién sabe ya, o una constatación insoportable de que la cosa no había cambiado demasiado. O un diálogo con el “si ya estás en la azotea, salta”, de El Rosario en el muro, del disco anterior, una forma de decir que el tiempo agonizaba incluso antes de empezar a correr. Ese tono lúgubre y rabioso acunó, sin dudas, el sonido inmediato de los años siguientes. El nervio de Peligrosos Gorriones, Masacre, El otro yo e incluso del primer Babasónicos no hubiera sido el mismo sin Don Cornelio sonando en el walkman. 

Después vino un bache, un período de relativo silencio que, en tiempos de desconexión analógica como aquellos, acunó una espera mítica durante unos cuantos años.

Y Palo volvió al fin al frente de Los Visitantes, en 1993, con más rulos y más músculo, del real y del poético.

Y entonces, el peregrinaje: Arlequines, Casa Suiza, La Luna, Cemento, Die Schule -aquel garito off de la calle Alsina del ecosistema Chabán- e incluso una inverosímil presentación de Salud Universal, su disco debut, en la Mutual del Boxeador, en la que los integrantes de la banda aparecieron “atravesando” un telón hecho de papel de diarios que ellos mismos habían tardado horas en colocar antes del show, ante la mirada incrédula de quienes, no sin ansiedad, los vieron oficiar de improvisados escenógrafos autogestivos antes que de músicos.

Salud Universal es otro parteaguas, un disco con el mismo fervor oscuro de Don Cornelio pero arropado por nuevas capas conceptuales, más preparadas para el disimulo, que es una de las formas de la belleza. Sin ir más lejos, la canción más popular de ese trabajo es Playas oscuras, una beach song desconcertante que cuenta el ocaso de una vida hermosamente narrada: “él hundió su nariz en la espuma de las olas / los rebotes del sol coronaron su final”. 

Los años pasados entre el silencio post Patria o muerte y la salida de Salud Universal son los años de la densificación veloz del malestar citadino, del ingreso al galope de la modernidad globalizada que brotó impetuosa por entre los adoquines de la que hasta entonces era todavía una ciudad de la periferia continental. Y la ferocidad pondolfiana retrató esa irrupción como nadie: “una taxista grita ´te viá a dejá la cara chata´ / el del Farlan acelera frente a la iglesia cerrada”, masculla Palo, profético, porque “cuando se abre la grieta / sale chillando la serpiente negra”. 

Después hubo otros discos de Los Visitantes y los muchos de su carrera como solista, en la que transitó el rock más suave, el folk y el latinoamericanismo esperanzado de “estaré a dónde salga el sol / beberé la luz de todos los colores cantando” porque “cada persona se mide por el / tamaño de su corazón” y porque “la tierra nos dice que es de nadie”. Y en la que satisfizo algunos “antojos” como versionar en español Karma Police o Ashes to ashes. Y estuvo también su colaboración comprometida con cantidad de causas nobles, hijos, madres, abuelas. Y su generosidad de colega que cientos de músicos y músicas le recuerdan y le celebran estos días en las redes sociales. 

Lo que queda con su partida es una voz ausente.

Estos años que se han empeñado tan porfiados con la muerte son también los años de la desaparición de las costumbres que nos hicieron felices integrantes de algunas cofradías, inútiles y hermosas.

Cuando la muerte hace algunos meses de Rosario Bléfari, otra costurera de la escena off porteña al igual y al mismo tiempo que Palo, alguien dijo que lo que no iba a estar más era vivir en una ciudad en la que siempre podías ir a escucharla cantar. Esa misma sensación nos recorre hoy y ese es el duelo más dulce, pero también el más rotundo. 

Sebastian Scigliano 

Periodista. Docente de Taller de Expresión III en la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Percusionista e integrante de No Chilla percusión.