La revolución de la argentinidad

En cada aniversario de la Revolución de Mayo de 1810 nos hacen recordar cómo los patriotas afrontaron guerras civiles e internacionales, así como todo tipo de obstáculos para lograr seis años después, nuestra Independencia. El acontecimiento se presenta como un momento congelado en el tiempo: los paraguas, el pueblo frente al Cabildo, la insurrección frente al Virrey, las cintas celestes y blancas repartidas entre la multitud, el coraje de French y Beruti, el conservadurismo de Saavedra, el espíritu revolucionario de Castelli, la cautela de Belgrano, etcétera. 

El modo en que este acontecimiento se vuelve experiencia oscila entre el romanticismo nacionalista (y todas sus variantes) y el positivismo historicista que concibe la historia como algo dado de una vez y para siempre. De modo que existen diversas versiones e interpretaciones acerca del 25 de mayo de 1810, que se enfrentan en un campo de disputas políticas, económicas, sociales, culturales, económicas. En cada aniversario del acontecimiento se activa este enfrentamiento interpretativo, de modo que no fue el mismo 25 de mayo el que se conmemoró en 1910 o 2010. De alguna manera la historia es un dispositivo que nos permite viajar en el tiempo, hacia el pasado, y cambiarlo con una nueva interpretación. Claro, solo tienen acceso a ese dispositivo histórico quienes tienen el poder y no solo el político, sino el de contar la historia.

Lo que sabemos sobre el 25 de mayo de 1810 es lo que los fundadores de las historias canónicas nos han relatado, en particular Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. Claro que también están los revisionistas como José María Rosa o Julio Irazusta, y los profesionales como Juan Carlos Chiaramonte. Todos los que hemos realizado investigaciones sobre nuestra historia lo hemos hecho con ellos y contra ellos, y por eso es que sus trabajos operan como dispositivos.

Veamos críticamente los hechos, porque los hechos no están en cuestión (está claro que existió una Revolución de Mayo), sino sus interpretaciones por parte de los historiadores canónicos.

En este contexto es que hay que entender que el 25 de mayo (o cualquier otro hecho histórico) ha sido inventado y que esa invención se inscribe en una disputa política, cultural y económica. 

Lo primero que tenemos que criticar es la noción de un territorio claramente definido cuyos habitantes querían independizarse de España y que tenían una identidad propia y establecida. Por el contrario, ya en el Virreinato existían identidades y territorios fragmentados, situación que se agravó a partir de la Revolución de Mayo. A tal punto se daba esta fragmentación que la primera medida de la Junta de Gobierno fue organizar un Ejército para “pacificar” y “auxiliar” a las Provincias. Por otra parte, en términos de identidades, observamos que en sus discursos documentos los revolucionarios suelen referirse a sí mismos y a los otros no como criollos, sino como “americanos”. Otras identidades activas eran la “porteña”, “oriental”, “rioplatense”, “altoperuana”, “hispanoamericana”, que a veces se superponían entre sí, otras veces aparecían como opuestas y enfrentadas, etcétera.

Debido a estas fragmentaciones identitarias es que el nombre de la nueva entidad política que reemplaza al Virreinato es equívoco: Provincias Unidas del Río de la Plata, Provincias Unidas de Sudamérica, Provincias Unidas del Sur. Además de que el territorio también cambia, por ejemplo, después de las batallas de Huaqui y Sipe-Sipe (1811) van a quedar fuera del poder de Buenos Aires todas las Provincias del Alto Perú, aunque en 1816 las vamos a ver firmando la Declaración de la Independencia. Por el contrario, la Banda Oriental y las Provincias del Litoral van a construir su propia unidad política y económica sin participar del Congreso de Tucumán.

Una manera crítica de entender la Revolución de Mayo consiste en definirla como la toma del poder por parte de las minorías ilustradas y las clases dominantes porteñas, interesadas en construir una estructura de poder en la que las Provincias quedaran sujetas a su gubernamentalidad.

Los ilustrados, devenidos unitarios y luego liberales, enfrentados con los poderes provinciales, primero federales y después populares, serían las piezas principales de un período de guerras por la independencia, civiles e internacionales que se abre con el acontecimiento del 25 de mayo de 1810.

En ese contexto también se desarrolla una guerra por la apropiación del sentido, por parte de cada bando, de las fechas clave: 25 de mayo y 9 de julio. El 26 de julio de 1826 (diez años después de la Declaración de Independencia) el Presidente Bernardino Rivadavia firma un decreto en el que se establece: “la declaración de la Independencia, en 1816, es y será siempre memorable, pero su solemnidad se celebra el día 25 de mayo, como que en él se abrió la carrera que condujo a aquel grande acto” para luego establecer que el 9 de julio será un feriado y fiesta patria. En tanto, el 11 de junio de 1835 (diecinueve años después de la Declaración de Independencia), un decreto del Gobernador Juan Manuel de Rosas establece que sería día festivo el 9 de julio, en igualdad de condiciones con el 25 de mayo, dejando “sin ningún valor ni efecto” el decreto de Rivadavia.

Avanzando hacia lo contemporáneo, en los festejos de Bicentenario de la Revolución de Mayo se enfrentaron claramente dos modelos diferentes de interpretación, tal como pudo verse al comparar el mapping sobre el Cabildo del Gobierno Nacional, y el otro mapping, el del Teatro Colón, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Las lecturas en ambos casos eran diferentes e incluso fueron planteadas como convocatorias político-partidarias enfrentadas. En el primer caso la proyección consistió en un repaso de toda la historia argentina, planteado como enfrentamiento entre las clases dominantes y el pueblo; en el segundo caso, como una historia del Teatro Colón. En 2016, al cumplirse el Bicentenario de la Independencia, el Presidente desde el acto central en Tucumán le pidió disculpas al rey de España por las acciones de los patriotas y por la Independencia. 

La Revolución de Mayo de 1810 fue fundacional, pero no por el hecho en sí como origen, sino como proceso histórico, inaugurando una etapa de largo alcance que culminará en la República conservadora de 1880, con la Presidencia de Julio Argentino Roca. De cierta manera, esa arrolladora fuerza revolucionaria originaria en algún momento dejó de revolucionar el proceso histórico y lo convirtió en un eterno retorno de lo mismo del que no nos podemos liberar. Hace falta una nueva revolución de la argentinidad. 

Luis García Fanlo

Doctor en Ciencias Sociales y sociólogo (UBA). Investigador del Área de Investigaciones sobre Cine y Audiovisual del Instituto de Artes del Espectáculo (Filosofía y Letras, UBA).