1989: El derrotero de la partera laboriosa

Llama la atención que siendo la inflación una protagonista fundamental de la vida pública y privada de los argentinos durante tanto tiempo, las reflexiones que produce esta Facultad le hayan prestado tan poca atención. La voz escandalizada de los liberales primero y los modelos de los economistas más tarde casi acapararon la explicación del fenómeno mientras los otros especialistas apenas analizaban sus efectos sobre la dinámica política, las privaciones, los salarios, la puja distributiva… Para la ciencia política, las ciencias de la comunicación, el trabajo social, las relaciones de trabajo, la sociología, disciplinas todas que habitan esta casa, la inflación era un telón de fondo que acompañaba otros procesos juzgados mucho más importantes.
Durante la segunda posguerra, esto no suponía ninguna originalidad: la indiferencia frente a la inflación era compartida por la mayoría de las dirigencias del país. No es que los precios no subieran y la moneda no se devaluara. La cuestión es que la mayoría de los países padecían ciertos niveles de inflación y, en especial aquellos en vías de desarrollo, conocían, como la Argentina, tasas promedio de 20 y 30% anual, con años de subas y bajas. Mientras los productores agropecuarios y algunos grandes empresarios se quejaban del alza de los precios, los políticos, militares, sindicalistas, intelectuales, periodistas que participaban de las discusiones en el espacio público no le prestaban mayor atención. El alza moderada de los precios era considerada un costo menor en la construcción estatal del progreso social que se definía, por entonces, como la complejización de la estructura productiva y la democratización del bienestar.
Paralelamente, para quienes nacieron y vivieron entre los años cincuenta y setenta, exceptuando algunos momentos críticos, la inflación era un componente más de la vida cotidiana, una costumbre que no resultaba demasiado disruptiva. En el mediano plazo, los precios se incrementaban, las remuneraciones los seguían, las prácticas de inversión, consumo y ahorro no se veían drástica ni durablemente trastocadas. En contra de la percepción que se generalizó más tarde, la inflación no tuvo inicialmente efectos distributivos regresivos; más bien lo contrario. Los gobiernos latinoamericanos, y entre ellos el argentino, se sirvieron de la inflación para recomponer las relaciones entre los distintos sectores productivos y para terciar en las recompensas al capital y el trabajo. En la medida en que los niveles de empleo eran altos y muchos trabajadores estaban agremiados, los salarios tendían al menos a acompañar el incremento de los precios.
Pero no solo los índices de inflación eran relativamente moderados y controlables, la intervención del Estado en la regulación de distintos mercados aseguraba además que las alzas fueran más o menos acompasadas. De hecho, aunque las políticas de intervención estatal eran favorables a la ciudad y a las mayorías, el balance de los ciclos de estabilidad y aceleración de los precios no produjo cambios significativos en los precios relativos (y por lo tanto, en las recompensas obtenidas por los distintos sectores de la sociedad). Si bien los rentistas, los jubilados y el sector público tendieron a quedar un poco rezagados, la relación entre los principales precios de la economía tendió a permanecer, hasta mediados de los años 1970, relativamente estable.


A pesar de la inflación, la moneda nacional seguió cumpliendo con las funciones básicas que se le atribuyen para permitir la interdependencia entre desconocidos que caracteriza a las sociedades complejas. Aun cuando su valor se desgastara con el tiempo y las devaluaciones fueran recurrentes, el peso seguía permitiendo el cálculo, los pagos y el atesoramiento de riqueza. Exceptuando bienes y sectores vinculados con el comercio exterior, los precios se calculaban en pesos. Del mismo modo, la mayor parte de los pagos se hacían en moneda local. Por último, aunque la continuidad de la inflación conspiró contra el ahorro en pesos y la existencia de un mercado local de capitales, esto no impidió que muchos argentinos se capitalizaran y se expandiera la inversión.
Es notable que la indiferencia de las ciencias sociales por la inflación se perpetuara a la vez que los economistas se obsesionaban con el tema y la sociedad empezaba a atravesar una experiencia social extrema. Preocupadas por una dinámica política cada vez más violenta, las ciencias sociales desatendieron el carácter erosivo pero a la vez productivo de la escalada inflacionaria. Por un lado, se hizo cada vez más difícil restaurar el modelo de acumulación e integración social vigente en el período anterior. Las dificultades de corto plazo se devoraron cualquier intento de definir el progreso colectivo. Por otro lado, tanto autoridades civiles como militares se enfrentaron a un indicador implacable de la capacidad del poder político para conducir a la sociedad. Una y otra vez la palabra política se vio desacreditada por la evolución de las variables económicas y los niveles de conflictividad e inseguridad que generaban. Pero a la vez que se desmantelaban las esperanzas e instituciones de la posguerra, las fronteras económicas se hacían más porosas y las sociedades más individualizadas. Al peso se fue contraponiendo el dólar, a la palabra oficial la de los expertos, inversores y más tarde los funcionarios del Fondo Monetario Internacional. En este proceso, la inflación fue una partera laboriosa pero eficaz en la construcción de un nuevo orden social.


Los efectos inflacionarios de 1975 y las reformas económicas de la dictadura son una antesala ineludible de la híper de 1989. Además de la brusca translación de ingresos, el Rodrigazo inauguró una etapa de alta inflación que no se detendría hasta la adopción de la convertibilidad, dieciséis años más tarde.

Las reformas adoptadas por Martínez de Hoz enlazaron la inestabilidad de los precios argentinos con la nueva dinámica financiera internacional. A partir de ese momento, las funciones del peso se vieron comprometidas y la posición relativa de los distintos bienes y servicios comenzó a dislocarse, en una puja múltiple donde cada remarcación buscaba adelantarse a las demás. Al mismo tiempo, en la medida en la dramática depreciación de la moneda no se correspondió con el ajuste de ahorros y deudas, los mismos se licuaron o entraron luego en un juego de cálculos cada vez más arriesgados.
En este trastocamiento profundo, de horizontes temporales cada vez más cortos, la experiencia inflacionaria se fue apropiando del presente. Con una inflación persistente de más del 100% anual, el encadenamiento de los pagos y cobros comenzó a requerir grandes esfuerzos de sincronización o de ajuste, la relación entre las ventas y la reposición del stock se volvió crucial para productores y comerciantes, las operaciones de mediano o largo plazo comenzaron a resultar particularmente aventuradas. Si bien estas prácticas enlazaron cada vez con mayor firmeza inflación y especulación, no se trató de una “degradación ética” generalizada, ni de la generación espontánea de abusadores. El combate contra la escalada desenfrenada de los precios llevó al encadenamiento de planes de estabilización cada vez más audaces pero igualmente impotentes. En lugar de reprimir los comportamientos especulativos, las autoridades se propusieron coordinarlos. Al no lograr hacerlo, estas iniciativas terminaron amplificando el caos.
Sobre este trasfondo de acostumbramiento y aprendizaje, se recorta la hiperinflación de 1989 que llevó al clímax las prácticas especulativas de los años anteriores. Tras meses de ansiedad y de tentativas infructuosas del gobierno radical por recobrar la confianza en la moneda, la inflación comenzó a medirse por mes ¡y hasta por día! Al desaparecer las referencias claras entre los bienes y servicios, se perdió todo el sistema de equivalencias que permite cotidianamanente calcular el precio de las cosas y fundar los más mínimos intercambios. Con una inflación del orden del 100% o 200% por mes (en mayo y julio, respectivamente), los precios se duplicaban en menos de treinta días y sufrían incrementos varias veces en una misma jornada. Las publicidades de los precios se volvían problemáticas hasta desaparecer. Incapaces de prever el costo de la restitución de los stocks, productores y comerciantes tendían a acaparar la mercadería o a aumentarla siguiendo lógicas diferentes. Para los consumidores, el mandato era desprenderse lo antes posible de la moneda local. Los hábitos y los contratos tenían que redefinirse y negociarse a diario: las rutinas alimentarias, los desplazamientos, las actividades recreativas debían ajustarse a la evolución de los precios. En suma, la reproducción más elemental de la vida se tornaba una preocupación mayor y el factor tiempo un criterio central de todas las transacciones.
Tal vez la renuencia de las otras ciencias sociales por analizar la inflación resida en que este fenómeno parece cristalizar una suerte de revancha de la naturaleza contra la cultura. Los ciudadanos, los trabajadores, los pobres que nos interesan parecen reducidos a hordas de agentes desesperados y descoordinados, en un estado de confusión, violencia e indefensión. Las instituciones políticas, hiperactivas en anuncios y declaraciones ministeriales, se asemejan a un coro apenas audible ante una avalancha incontenible e inexplicable. Contra las metáforas biológicas y médicas podrían citarse tanto otras formas de actuar y resistir como la responsabilidad de ciertas decisiones fundamentales en la recomposición del nuevo orden. Más allá de las múltiples historias que quedan por escribir sobre la inflación en la Argentina, lo cierto es que la partera laboriosa había recorrido un largo camino y sigue siendo hasta hoy, hélas!, un desafío inquietante a la hora de apuntalar con instituciones alguna forma de convivencia próspera y civilizada.

Mariana Heredia
Profesora de Análisis de la Sociedad Argentina en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Profesora y directora de la Maestría en Sociología Económica del IDAES-UNSAM y autora de Cuando los economistas alcanzaron el poder (Siglo XXI, 2015).