Pablo Méndez Shiff

“¿Viste lo de Mauro?”. El domingo 11 de abril a eso de las diez de la noche la muerte de Mauro Viale se convirtió en una noticia de último minuto, en un tema insoslayable de conversación, de un ritmo similar al de las que compartió el propio Mauro en las últimas tres décadas de la televisión argentina. En Twitter y en chats de Whatsapp, los que trabajamos en medios y los que vemos mucha televisión no podíamos hablar de otra cosa. Un amigo guionista me escribió para decirme que su viejo lo miraba siempre y yo le dije que el mío también. Nuestros padres piensan y votan distinto y sin embargo miraban el mismo programa. Cuando se habla de “cerrar la grieta” y bajar el grado de polarización, se suele hacerlo en términos abstractos y faltan ejemplos concretos. Mauro era uno de esos. Fue cercano a Carlos Menem, no le gustó nada el gobierno de Mauricio Macri y valoraba la estrategia sanitaria del gobierno de Alberto Fernández. Pero eso no era óbice para que figuras de Juntos por el Cambio fueran seguido a su programa, desde exministros hasta la diputada radical Karina Banfi, a la que le dio un impulso en los medios cuando su rostro todavía no era conocido.

La muerte de Mauro Viale conmovió al periodismo argentino y a fragmentos importantes de la sociedad que estaban (estábamos) demasiado acostumbrados a prender la tele y verlo al aire. No importaba a qué hora uno sintonizara, si a la mañana, al mediodía, a la noche en Polémica en el Bar o incluso un domingo, estaba ahí. Y más allá de los cambios de nombre de los programas o de los panelistas que lo acompañaban, había un sello, una marca de estilo, que hacía que uno no se pudiera confundir y supiera que estaba viendo un programa de Mauro Viale. 

Si un argentino le dice a otro “poné lo de Mauro”, sabe perfectamente de lo que está hablando. Sus programas tenían una fórmula sencilla: breaking news e invitados, muchos invitados de todos los signos políticos, con un conductor de estilo informal que tiene la libertad de repreguntar o cortarlos cuando siente que no están respondiendo lo que les fue preguntado. En lo de Mauro podía estar hablando un expresidente cuando de pronto entraba un diputado que acaba de asumir y al mismo tiempo se despedía una abogada o una médica que hablaba de un caso del momento. Mauro brillaba en ese caos aparente, en ese desorden de personas que iban y venían y en el que parecía que nadie se estaba escuchando cuando en realidad él estaba atento a todo: a los discursos, al rating, a los que estaban por llegar y a los que estaba por despedir. A todo. 

Se puede decir que los programas de Mauro se parecen mucho (muchísimo) a los asados argentinos, cuando sobre la misma mesa hay varias conversaciones a la vez y cosas que parece que no llegan a ningún lado cuando son, en sí, fragmentos en los que vamos focalizando nuestra atención bajo la batuta del asador. 

A Mauro no le interesaba hacernos un monólogo, lo desvivía tenernos ahí, del otro lado del televisor, prendidos a la magia que iba generando mientras nos hacía creer que era pura improvisación.

Si bien comenzó su carrera a fines de los 70 en el periodismo deportivo, para la generación de los que hoy rondamos los 30 se volvió conocido como la cara del periodismo-show, de los programas de escándalos que marcaron gran parte de la década de los 90, sobre todo con el caso Coppola. Y pudo dar el que quizás haya sido el volantazo más importante de su carrera en 2002, cuando se puso al frente de Indomables, y forjó un estilo de conducción que hoy se ve replicado en varios programas de archivo y discusión con panelistas: el de un conductor que se toma un poco en broma a sí mismo, que va de la formalidad al humor sabiendo que el centro no está nunca en él sino en los invitados, en las historias. Muchos periodistas y productores que trabajaron a su lado contaron que siempre les insistía en tener eso presente: el foco es el otro, no yo. Era común escucharlo hablar de fondo mientras la cámara enfocaba su primer plano en el invitado de turno.

El domingo a la noche en que se conoció su noticia generó una pausa en la discusión pública de periodistas por Twitter. El ruido, las acusaciones, las chicanas se detuvieron por unas horas. Ni Masterchef, el programa que nos permite escaparnos de una realidad cada vez más dura, fue tan importante. En ese nicho de trabajadores y trabajadoras de la comunicación, la conversación se centró en rodear todos los aspectos posibles de Mauro, de manera desordenada y ágil, como pasaba en sus programas. Así, en ese caos, se supo que le gustaba escribir cuentos y consideraba que después de Julio Cortázar no tenía sentido ponerse a escribir, que era generoso con los periodistas que estaban dando sus primeros pasos (a uno, Andy Flores, le hizo leer una poesía al aire el primer día que lo llevó al piso), que incluso ayudó a Susana Trimarco cuando estaba denunciando la desaparición de su hija, Marita Verón, y no tenía los medios para viajar a Buenos Aires, y que vivía pendiente del último minuto. En los pasillos de América hablaba con sus compañeros de canal de lo que habían mostrado al aire, de lo que iban a mostrar, de los números.

Mauro no escribió ningún libro porque decía que para escribir hacía falta tiempo. Y él no tenía tiempo, no podía concebir la idea de apagar el teléfono un rato y sentarse a hilvanar palabras. Lo suyo era otra cosa, era entrar en nuestras casas y hacernos compañía de tal manera que lo sintiéramos como uno más de nuestra mesa. Poder decir “vamos a lo de Mauro” y poder saber perfectamente con lo que nos íbamos a encontrar.

Pablo Méndez Shiff

Licenciado en Ciencia Política (UBA) y máster en Cine, Televisión y Nuevas Pantallas por Birkbeck College, Universidad de Londres. Periodista. Autor del libro Cris Morena. La mujer que transformó la adolescencia argentina.