¿Quién nos cuida de la policía? Mano dura, medios y política

El asesinato de Lucas González fue noticia. Eso ya es noticia, que fue noticia. Cientos de muertes y hechos de hostigamiento de las policías en nuestro país ocurren todos los años. Pero pocos casos se convierten en noticia, y cuando lo son es habitualmente para mostrar la eficiencia policial en enfrentamientos e intervenciones que supuestamente requerirían acciones violentas. 

Así, buena parte del discurso político y mediático asumió que el asesinato de Lucas fue un caso aislado, como si la manzana podrida hubiese alcanzado a la moderna Policía de la Ciudad. Incluso, algunas posturas sostuvieron que la culpa era de los residuos de prácticas de la Policía Federal transmitidas a la fuerza porteña. El patrullaje preventivo con agentes de civil poco tienen que ver con prácticas históricas de alguna institución particular, sino más bien con definiciones -en este caso- del Gobierno de la Ciudad y de su política criminal. Los medios hegemónicos, en gran medida, resguardaron desde sus intervenciones discursivas, con más vehemencia apenas conocida la muerte, una práctica alejada de una fuerza de seguridad al cuidado de la ciudadanía. Como en otros casos, sus discursos de hechos aislados refuerzan la legitimidad de intervenciones ilegales y violentas.  

Lucas recuerda que los casos de violencia letal producidos por agentes de las fuerzas de seguridad, en todo el país, se sostienen en forma relativamente estable desde el regreso de la democracia hasta la actualidad. ¿Se trata -como explica Derrida parafraseando a Benjamin- de una degeneración del principio democrático corrompido por el principio del poder policial destinado a protegerlo, pero incontrolable por su propia esencia en el proceso de su autonomización técnica?

Muertes como la de Lucas suceden en forma habitual porque las instituciones policiales siguen políticas criminales “de prevención”, es decir, de estigmatización de los sectores populares, de etiquetamiento de jóvenes, de hostigamiento como práctica de eficiencia.

Esa esencia es el espíritu policial presente allí donde haya fuerza de ley: “Está presente -según palabras de Derrida- invisible a veces, pero siempre eficaz, en todas partes donde haya conservación del orden social”. Un espíritu asentado en la formación y el disciplinamiento de una institución verticalista y jerárquica en la que priman encuadres bélicos para afrontar el problema del delito urbano atribuido principalmente a niños y jóvenes (en general varones) de sectores vulnerables.

Ahora bien, esta práctica no opera en un vacío social, lo hace en relación compleja con el campo mediático y el político, desde los cuales se regeneran y reproducen las condiciones de posibilidad para la violencia policial. Las declaraciones de la exministra de seguridad Patricia Bullrich justificando el accionar policial “en cumplimiento del deber, defendiendo a la ciudadanía” no solo desestiman la culpabilidad de los policías que balearon a Lucas, sino que -una vez más- aplauden y dan luz verde a la violencia institucional. 

Apenas una semana antes del asesinato de Lucas, la campaña electoral estuvo teñida del discurso manodurista. La muerte del kiosquero Roberto Sabo en un robo en su comercio de Ramos Mejía habilitó un abanico de propuestas violentas por parte de referentes de diversos espacios políticos. El pedido de José Luis Espert de transformar “en queso gruyere a algunos delincuentes” fue la más extrema, pero no la única.  

Más que condenar discursos que profundizan un espiral de violencia social, el espacio mediático apuntaló algunas de estas intervenciones con condimentos espectacularizantes del asesinato del comerciante de Ramos Mejía. Juan Carlos Blumberg tuvo sus minutos televisivos gracias al caso y no dudó en llamar a la acción política: “Tenemos un gobierno de chorros y delincuentes, así que este domingo hay que saber votar bien”, dijo durante una movilización. 

Pocos días después, Lucas. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera sido un joven que jugaba al fútbol en un conocido club del ascenso? ¿Y si hubiese viajado solo en ese auto y sus amigos no hubiesen testimoniado su asesinato? ¿Y si su familia no hubiese tenido una voz potente que rápidamente se transformara en interpelación social? No quedan más que hipótesis para responder estas preguntas. Lo único cierto es que el caso se hizo visible, como sucede muy pocas veces en muertes y hostigamientos de las policías sobre jóvenes de sectores populares. 

Veinticuatro horas después del homicidio de Lucas, los medios de comunicación condenaron moralmente el acto y comenzaron a dar espacio a la voz de familiares y amigos de las víctimas. “Si la policía nos asesina, ¿quién nos cuida de la policía?”, la reflexión de una amiga de la víctima resonó en todas las empresas periodísticas. En este tipo de hechos, los medios jerarquizan diversas fuentes que intervienen en la noticia en función del grado de visibilidad y circulación que cobran en redes sociales y en el debate público general.

Sin embargo, hasta entonces, la mayor parte del espacio periodístico legitimó la versión oficial, no cuestionó el supuesto “enfrentamiento” con “malvivientes” ni puso en duda el profesionalismo (cumplimiento de protocolos de actuación) policial. Explica en este aspecto Judith Butler: “El frame (como falsa acusación de un policía a un delincuente) construye un marco tal que el estatus de culpabilidad de esa persona se convierte en la conclusión inevitable del espectador”. La presión social que ejercen los medios al criminalizar anticipadamente a las víctimas (por más que utilicen términos como “presunto delincuente” o hablen en condicional) no solo incide en la opinión pública sino también en el ámbito judicial. De ahí que los familiares de Lucas hayan tenido que salir a contradecir que su hijo era “un delincuente” mientras los medios seguían ampliando la versión policial incluso en medio de la desmentida. 

Las intervenciones mediáticas nunca determinan, explica también Butler, lo que pensamos de manera directa. “Algo excede al marco que perturba nuestro sentido de realidad; o dicho con otras palabras, algo ocurre que no se conforma con nuestra establecida comprensión de las cosas”. Este proceso fue lo que ocurrió de manera poco habitual con el asesinato de Lucas, sumado a la movilización masiva que tuvo lugar frente a Tribunales y que produjo que el caso siguiera siendo noticia.

“Nunca más un Lucas”. La disputa de sentido, entonces, sigue ahí, junto al grito de justicia.

Estos hechos visibles permiten poner en agenda la pregunta por la otra inseguridad, la que genera la policía en los barrios, la que lleva a jóvenes estigmatizados a no frecuentar lugares céntricos, a esconder la gorra o usar con recaudo ropa deportiva.

E incluso su visibilización y repercusión social acaso expandan esa otra inseguridad sobre jóvenes históricamente eximidos de la criminalización social.

La guerra contra la inseguridad no es solo un discurso de campaña o una noticia con alto nivel de rating en la sociedad; el estereotipo del “pibe chorro” habilita y legitima, a la vez, el mantenimiento de la violencia policial. Por ello, el tratamiento mediático del caso Lucas nos deja la pregunta por el modo en que las formas de nombrar, titular y dar voz a los protagonistas de una historia forman parte de conflictos políticos y relaciones de poder que se juegan en el campo mediático con grados variables de performatividad.

Mercedes Calzado y Mariana Fernández 

Docentes de la Carrera de Ciencias de la Comunicación (UBA) e investigadoras del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani.