Sobre conmemoración y memoria de Néstor Kirchner

Cinco meses después del multitudinario festejo del Bicentenario, en un año en el que no tocaban actos electorales, el 27 de octubre de 2010 había sido el día destinado a la realización del Censo Nacional. En los días previos se había alentado mediáticamente una atmósfera de “miedo al censo”. Incertidumbre sobre las visitas a los domicilios: iban a ser sustituidas por acechos delincuenciales, y el censo fracasaría por el temor a abrirle la puerta a quienes se encargarían del relevamiento. En consonancia con los tiempos gubernamentales que corrían, de vigencia de derechos humanos y ampliación de derechos, por primera vez aquel censo contendría compulsas sobre tópicos vinculados con perspectivas de género e inclusión de etnicidades. Quienes alentaban el temor lo hacían con refinada habilidad: publicaban testimonios de censistas que en los días previos decían no tener miedo. La retórica de la desmentida y la renegación al servicio de la instalación de estados de ánimo destituyentes colectivos fueron llevadas a cabo con esmero. Un fracaso del relevamiento censal habría de ser un paso más en la deliberada confrontación de desgaste contra aquel gobierno. 

El fallecimiento tan sorpresivo, inesperado de Néstor Kirchner hizo olvidar cómo comenzó aquel día, y en las horas sucesivas dio lugar a un último evento de magnitud histórica que la vida de una figura tan sobresaliente legó a la vida político cultural argentina.

Aquel que había sido sistemáticamente denostado, demonizado hasta el hartazgo, con su ausencia repentina dio lugar a un puro acontecimiento que fue el de la multitud concurrente a su despedida, en la que prevaleció el agradecimiento.

No era un pueblo liberándose de una tiranía, como se había mentado citando el fin de Ceauşescu, sino uno que ante la ida súbita de quien había producido un giro en la historia, se arrimaba con reverencia y tristeza. Aquella jornada, por su propia inherencia revelaba el orden de lo real frente a la sistemática construcción del miedo y el odio.

Ambas afecciones están entrelazadas. Se odia aquello que se teme. Y el temor se cultiva afanosamente, día a día y cada vez con mayor eficacia y densidad. La erosión discursiva de la violencia simbólica se caracteriza por su eficacia porque procede como la gota que cae sobre la piedra. El tiempo procede a su favor. A la larga, la disolución es inevitable. Solo hace falta persistir. Cada derrota así provocada necesita de una mayúscula afluencia deseante de las multitudes, como la de Chile ahora, como la de Bolivia hace unos días. En proporciones diferentes, la del último 17 de octubre. Los poderes contrarios a los pueblos disponen de recursos y tiempo, y pueden insistir incansablemente. Los pueblos deben cargarse de pena, derrota y tristeza a veces durante muchos años antes de lo que en ocasiones se imagina como despertar. Esa palabra se oyó decir últimamente frente a los sucesos contestatarios y emancipatorios en Chile. Un despertar. La violencia simbólica contribuye, alienta y sella la apatía de las multitudes, su desfallecimiento.

No es seguro que importe aquí si a estos flujos y reflujos concurrimos con inmediatez a usar categorías clasistas, culturalistas o de otro orden interpretativo. Importa que identifiquemos materialidades, concreciones, que no omitamos los aconteceres; que verifiquemos lo efectivamente ocurrido. Y es así como aparece recurrente una requisitoria sobre los tiempos largos de nuestras históricas dictaduras. Acerca de cuándo comienzan, cuándo terminan. Conocemos las periodizaciones que las materialidades factuales imponen a la vez que las sabemos porosas frente a las derivas del sentido. Es como reconocer que las vidas se insertan en trayectos generacionales y memorias que no se reducen a las fechas de nacimiento y muerte, como sucede con la que aquí nos motiva y que se supo de largo aliento desde mucho antes de que se hiciera evidente.

Fue una vida entrelazada con el asunto de cuándo comenzó y cuándo terminó la dictadura de 1976, con su irrevocable condena a la desaparición de -como dijo Néstor Kirchner cuando asumió la presidencia- una generación diezmada. En ese mismo acto Néstor Kirchner se revelaba como sobreviviente a la irrevocable condena. Recordemos ahora en particular dos eventos que han quedado grabados en la memoria colectiva. El primero, sin duda, el de 2004, el de los cuadros, un modo de decir que había terminado la dictadura. Se experimenta en estas líneas el temblor sobre lo irrevocable, sobre lo que no tiene fin porque siempre vuelve, sobre aquello que solo mediante una memoria viva se puede aventar. El segundo evento tal vez sea apenas menos recordado, y fue una réplica de Néstor Kirchner ante una conmemoración que pretendieron hacer los propios genocidas, aquella vez que en el discurso que ofreció en el Día del Ejército, en 2006, dijo, frente al cuerpo de las armas allí de pie: “Como presidente de la Nación, no tengo miedo, no les tengo miedo”.

¿Cómo no recordarlo en estos días que corren, de incertidumbre, de presumible fragilidad? Días en que en lugar de discutir sobre el temor o aun el pánico frente al peligro real, la atmósfera está trasegada de temor y prevención contra lo que se necesita hacer con ingente esfuerzo para yugular el peligro real. De modo que el peligro viene a ser la prevención, el cuidado, los afanes que consolidan el lazo social. No, de lo que se trata es de convertir el contagio en militancia, y la muerte en celebración tanática de una estrategia que evoca cada vez que puede al horror.

El propósito aquí de recordar en particular aquellas palabras, a diez años de su muerte cuando dijo –no tengo miedo, no les tengo miedo, es proceder a contrapelo, con los enfoques que rastrean el pasado en procura de lo que allí estaba, de lo precursor de actuales emergencias emancipatorias. Y entonces digamos que esa frase allí pronunciada no se nos ocurre experimentarla ahora en su literalidad querellante, como lo que se suele decir frente a un antagonista en un duelo o en una riña, es decir, léxico de la compulsa de fuerzas en paridad de competencias para la lucha. No, allí habló el sobreviviente de la generación diezmada, el condenado irrevocable, frente a quienes en esos años emprendieron como nunca antes una sistemática labor de refundación. Tarea que no tiene fin porque siempre puede volver, siempre vuelve. Pero que también, en su acosmismo, en lo que gravita del horror, termina cada vez en asegurar su propia destrucción, aun con el precio apocalíptico que conlleva. Y es esa inanidad del horror aquello que hace cesar el miedo. No es la equivalencia antagonista de la multitud oprimida aquello que da fin al horror, sino la propia desmesura de su imposible facticidad exterminadora.

Es entonces que el horror se disipa sobre las ruinas, sobre las pilas de cadáveres, sobre los treinta mil. Se disipa el horror y ya no se le teme. Y todo ello sucede de maneras que las periodizaciones no explican. Las Madres comenzaron en 1977 con sus deambulaciones sin miedo en el centro de la oscuridad más abyecta.

La frase de Néstor Kirchner de 2006 fue inspirada por las Madres de 1977. Quien no escuche estos susurros no habrá comprendido algo que en nuestra historia reciente constituye la memoria viva, la memoria que nos ofrece esperanzas, que no es (solo) la de la repetición de los gestos conmemorativos, sino la que en cada momento del presente clama por justicia.

De la lucidez expuesta por Néstor Kirchner, del giro que propuso para hacer habitable nuestra Argentina, se tiene una medida por todo lo que se le opuso a él y a su sucesora compañera para rehabilitar el miedo, el terror y el odio. El odio no es una mera herramienta sino parte de un gran emprendimiento opresor y de sus astucias. No prevalecerá la institucionalidad democrática ni la convivencia en paz y justicia allí donde se consienta con el miedo y el odio.

Alejandro Kaufman

Profesor, crítico cultural, ensayista e investigador del Instituto Gino Germani. Fue director de la Carrera de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y de Comunicación Social de la Universidad Nacional de Quilmes.