Horacio González, maestro de tantas y tantos de nosotros, falleció y nos deja una enorme tristeza. Miles en esta Facultad hemos pasado por sus aulas. En estos días no deja de circular en las redes un inagotable anecdotario que da cuenta de su grandeza teórica, ética y pedagógica. Horacio es parte de lo mejor del legado intelectual de nuestro país, siempre apostando al pensamiento como experiencia de provocación, de audacia y no de acumulación de certificaciones. En estos casi tres años de existencia de Espóiler, Horacio escribió a pedido nuestro tres excelentes notas. Las reproducimos ahora en forma de pequeño homenaje.

Los que ya no teníamos demasiado para esperar lo votamos con un dejo de escepticismo. Cuando se fueron sucediendo las primeras declaraciones, aparecía entonces un personaje singular, que inspiraba simpatía con el raro siseo de su hablar un tanto desafiante y sus gestos que parecían calculados, pero quizás salían de una forma subterránea de la inspiración política. ¿Qué es la inspiración política? Si algo no es, es lo que a veces llamamos cursus honorum, la carrera del político, que cuando obtiene su graduación mayor, lo que cree que es el fruto final de sus trabajos, y dice “llegué”. Evidentemente Néstor Kirchner tuvo una carrera política, pasó de la militancia estudiantil a una suerte de retiro a su ciudad natal, donde lo esperaban los ajetreos de una unidad básica y los circunloquios y reuniones que implican las candidaturas y las rivalidades naturales de estas conocidas circunstancias. Kirchner era un hombre curioso, se preparaba para algo que sospechaba una tarea mayor pero sustancialmente sus ojos curiosos exploraban todas las rugosidades de esa Argentina donde gobernaban las últimas escarchas del gobierno militar, luego Alfonsín y luego Menem. Néstor hizo en ese tramo, entre los vientos del sur y un incansable reunionismo, quizás una vida pueblerina algo gris si no la animara el alma siempre vital de la política. 

Pero ya que el mundo político es inestable y nada se halla escrito de antemano, solo podemos conjeturar que en el Néstor de Río Gallegos había apenas una sospecha del Néstor Kirchner que fue. Se encontró con esa sombra que lo perseguía y no era fácil descifrar, cuando la Argentina se abre como si fuera una corteza de árbol enmohecida que se partía estruendosamente y se veía su fondo turbulento y ansioso. Podemos decir que allí terminó aquel curso del político que provenía de una provincia lejana y que no concebía que había llegado a una meta final.

Había venido para desacomodar escenas, conmocionar conciencias, arreglar lo que se pudiese con los instrumentos que le salían al paso. Desde luego, un Estado semidestruido y una sociedad desmoralizada.

Pero de inmediato los que escuchaban palabras familiares, apelaciones que llegaban como flechas del pasado envueltas de un presente nuevo, frases que hacía mucho que no se oían, supieron que algo ocurría. El siseo de la voz llamaba la atención. Obligaba a rechazar cualquier estudio encuestológico sobre si ese personaje extraño, de vestiduras despreocupadas y rostro tan fácilmente inspirador del caricaturista de turno, había que analizarlo por su informalidad ajena a cualquier pompa y ceremonia. Sí y no, antes había que anotar su irrupción en términos de su valentía. Al decir que no dejaría convicciones por el camino, o levantado el brazo para señalar cierto cuadro que significaba un obstáculo, y cuyo retiro venía de un gesto profundo, de la decisión de un subsuelo de su conciencia agitadora. Estaba llamando. No es que había llegado. Estaba caminando por un sendero escarpado. Y cuando pensamos en él, no es como un político que fue superando escalones hasta una meta prefijada, sino que se paró en el peñasco, agitó pañuelos, inspiró medidas fundamentales, y siguió convocando, despeinado por la ventisca.

Horacio González

Sociólogo, docente e investigador. Fue director de la Biblioteca Nacional. Actualmente dirige el Fondo de Cultura Económica en Argentina.