Desasosiego, capitalismo, pandemia. ¿El fin o un nuevo comienzo?

Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, resumió alguna vez con lucidez Fredric Jameson. En este contexto atípico marcado por el paso intempestivo del COVID-19, algunos se apresuran por dar certezas sobre el día después. Filósofos, especialistas en salud, economistas. Paradójicamente, parecería que los políticos, aquellos que están en tareas de gestión, son un poco más cautos con sus opiniones (con las paradigmáticas excepciones de Trump, Bolsonaro o Boris Johnson). ¿Es momento de “predecir” cómo será el nuevo Día D? ¿Tenemos en nuestra caja de herramientas imaginaria los instrumentos para emprender esa tarea intelectual? Intentando distanciarme del lugar de la predicción clarificadora, voy a aventurarme en un análisis desde la incomodidad de la pregunta carente de una respuesta asertiva, básicamente, porque no sería el lugar preciso para la reflexión en un contexto que, si parecería tener una certeza es, básicamente, el de la incertidumbre absoluta. Entonces, transitemos en esa inseguridad. Acomodémonos en ella, sabiendo que más que afirmar “cómo va a ser” la sociedad, la economía, las viviendas, el transporte o el sistema de salud después de la peste, lo que tenemos que hacer es pensarla mientras la atravesamos a la espera de que el búho de Minerva emprenda su vuelo con la llegada del ocaso.

Empezaría el análisis a partir de las condiciones estructurales que formaron y sostienen nuestras prácticas sociales, productivas, culturales y reproductivas. Es cuestión de tirar del hilo que sobresale de la madeja para devanar el ovillo. Volvamos la mirada sobre el sistema capitalista en el cual vivimos (o sobrevivimos).

El capitalismo tiene entre sus características principales la continua revolución tecnológica enfocada al incremento constante y permanente de sus capacidades productivas en vistas de maximizar las ganancias del capital a partir de la explotación de la fuerza de trabajo. La estructura social y productiva instaurada por el capital se sostiene, en el modo de vida occidental actual, en las ideas de competitividad, ganancia (plusvalía), explotación entre seres humanos, “libertad” y el enaltecimiento del individuo. Con transformaciones diversas, pero sobre la base de ciertos pilares fundamentales que permanecen intactos desde entonces, el capitalismo ha sabido transitar todo tipo de dificultades a lo largo de algunos siglos. Tal es su hegemonía, que las contradicciones que emergen en su seno han puesto en escena en más de una oportunidad sus debilidades y prácticas atroces, pero, sin embargo, el devenir de los acontecimientos ha terminado resultándole favorable para extender su ciclo vital, pareciendo invencible. Esa solidez se refleja en la frase mencionada por Jameson con que dimos inicio al presente texto. El modo de producción liderado por el capital existe solo hace apenas algunos siglos, pero ha logrado una victoria ideológica fenomenal que consiste en hacernos pensar que es algo eterno e infinito, que está indisolublemente atado a nuestros destinos, que podemos alterar todo lo queramos excepto este tipo de ordenamiento social y productivo. Tan significativo es esto que nos resulta más accesible y realista pensar en el apocalipsis final, de diversas formas posibles, pero no somos capaces de pensar el fin del capitalismo (Hollywood ha hecho un aporte fundamental en ambos sentidos). 

Es elocuente que la pandemia tenga su punto de origen (de acuerdo con lo que se conoce hasta el momento) en China, el país que desde hace un tiempo amenaza seriamente la hegemonía de Estados Unidos en el concierto mundial de naciones. No es casual que el virus haya atravesado, desde China, todas las fronteras hasta llegar a la zona Euro, para luego abrazar a todo el resto del planeta sin olvidar ninguno de sus rincones perdidos.

La dispersión fugaz de la pandemia parece constituir un preciso ejemplo del capitalismo global de las últimas décadas. El pobre sistema de salud de la mayoría de las naciones parece ser la frutilla del postre de un modelo neoliberal que ha abandonado a su suerte (o a la suerte del mercado) a cada uno de los individuos de Occidente.

Se vislumbran diversas situaciones que favorecieron la rápida diseminación del COVID-19 a partir de: 1) el actual estadio de aceleración despiadada del capital sobre la base de la hiperexplotación de la fuerza de trabajo (a través de la innovación tecnológica y la generación de plusvalía tanto absoluta como relativa); 2) la profundización de la ruptura de coordenadas de tiempo-espacio a partir de la aceleración de las telecomunicaciones; 3) la tendencia creciente de exacerbación del consumo y el turismo (que ya no deja escondite a lo largo del planeta sin pisada humana); 4) la consolidación del marco general del sistema signado por la concentración de capital y con monopolios globales con capacidad de doblegar a Estados soberanos, enlazado con 6) la variante neoliberal que desde Reagan y Thatcher han alineado a Occidente y desfinanciado los sistemas de salud. Cabe destacar que esta nueva enfermedad irrumpe en sistemas de salud que ya se encontraban desfinanciados y colapsados. 

Ante el panorama de poblaciones agotadas por la autoexplotación, como diría Byung-Chul Han, de exceso de rendimiento y de comunicación, los Estados han recurrido, siguiendo el ejemplo de China, a un dispositivo muy antiguo como es la cuarentena, o algunos de sus derivados como el aislamiento preventivo o el toque de queda marcial. Si la hipótesis asumida es que las condiciones de vida que llevamos nos condujeron, quizás al surgimiento, pero con seguridad a la expansión voraz de la enfermedad y al vaciamiento de los sistemas de salud que se reflejan hoy en la incapacidad de dar una respuesta efectiva y humanitaria ante ella, la pregunta que emerge es: ¿qué es lo que deberíamos cambiar?  

En tanto el modelo chino empieza a ser considerado como más efectivo para enfrentar esta crisis, a la par que Estados Unidos se refleja impotente liderando la cantidad de casos positivos en el ranking mundial de la peste, tal vez estemos viviendo un cambio de época impensado hace unos pocos meses atrás. Quizás el orden hegemónico unipolar haya llegado a un límite, China se erija como el nuevo hegemón o tal vez todo esto decante en un nuevo orden multipolar. No lo sabemos. Pero sí hay indicios de que, por primera vez, desde el final de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética, el liderazgo indiscutido del Tío Sam se ve amenazado por un actor relevante de la política internacional. La estrategia china ante la pandemia (la cuarentena) fue adoptada por una gran cantidad de países, mientras que la estrategia de laissez faire planteada por Estados Unidos (y Reino Unido) se reveló ineficaz y contraproducente, por lo que tuvieron que abandonarla rápidamente y plegarse al último vagón del tren conducido por la locomotora del dragón rojo. Esto constituye un claro indicador de la crisis de hegemonía atravesada por la peste, pero ¿es el golpe final y certero al orden actual?  

La pandemia ha puesto de manifiesto otro elemento destacable: el miedo, una vez más, ha afectado de una manera particular a las subjetividades moldeadas por el neoliberalismo. Si hasta hace poco tiempo la amenaza terrorista era la llave con que contaban los Estados para implantar medidas políticas extraídas de un amplio abanico autoritario (controles invasivos en aeropuertos y fronteras, ciberespionaje, control de datos biométricos, etcétera) con el supuesto objetivo de la “seguridad”, ahora la pandemia parecería darle un impulso a este rol estatal, con la cuarentena, el aislamiento preventivo y los dispositivos de control social. Este desarrollo de la faceta policial del Estado claramente no es nueva, pero lo que sí parece ser nuevo es el beneplácito con que estas medidas han sido aceptadas por las distintas sociedades. El relato médico-científico en el cual se avalan este tipo de medidas ha sido lo suficientemente convincente para que el debate al respecto sea mínimo. No todos los relatos han caído en este mundo posmoderno. Sin embargo, esta situación plantea algunas cuestiones: ¿cuánto tiempo esta aceptación continuará vigente? ¿El recorte temporal de las libertades individuales, pilares en el ideario de las democracias liberales burguesas, hasta cuándo será tolerado? ¿No resulta paradigmático que el modelo de acción sea el implementado por China cuyo régimen político presenta aristas autoritarias, en donde el control tecnológico estatal es considerablemente más fuerte que en Occidente y donde la biopolítica digital cumple un rol decisivo en la implementación de políticas públicas? ¿Occidente importará el modelo de Estado policial chino? ¿Cuál es el papel del gran capital internacional poseedor del “capital informático” que regula, utiliza y dispone a su gusto de todos los datos que circulan en la nube? El espectro del Estado tecno-totalitario al que le teme Agamben muestra algunos elementos que debemos considerar antes de que sea demasiado tarde. Por lo pronto, podemos observar que el capitalismo tal vez tenga que adaptarse a una nueva organización formal del poder en Occidente, menos liberal (de mínima más keynesiano) y más concentrado (menos democrático), profundizando la tendencia existente. Es de prever que no tendría inconvenientes al respecto considerando que a lo largo de la historia el capital ha dado muestras de convivir adecuadamente con todo tipo de regímenes políticos, logrando beneficiarse de las situaciones excepcionales en repetidas ocasiones. 

En línea con el desarrollo de la faceta policial del Estado, se empiezan a moldear y florecer nuevas subjetividades: los “ciudadanos policiales”. Aquellos dispuestos a delatar ante las autoridades a sus conciudadanos que violan la cuarentena obligatoria. De esta forma se instala, en ciertos sectores de la sociedad, una lógica de la delación que dialoga con la faceta biopolítica y los dispositivos policiales del Estado. En este sentido, el clima de aislamiento puede romper la cadena social, en tanto individualiza a las personas, confina a los trabajadores al teletrabajo rompiendo los lazos de solidaridad gremial y de clase, distancia a los ciudadanos, los despolitiza, divide las fuerzas de la sociedad civil y los deposita en sus hogares que dejan de ser el lugar de la reproducción de la fuerza de trabajo para unirse con el lugar de la producción, gracias al avance tecnológico y a la hiperproductividad, en el marco de la modalidad de la teleproducción (práctica que no alcanza a los sectores subalternos).

Por otra parte, el virus es invisible, ilocalizable, microscópico: hoy es la fuente del miedo social. Nada atemoriza más que aquello que no puede ser visto, que no puede ser percibido por los sentidos. Por lo tanto, para enfrentarlo es necesario otorgarle corporeidad, transformarlo en un oponente que pueda ser enfrentado. Es necesario individualizarlo. Así es como el miedo al virus se desplaza en el miedo al Otro, portador del virus, amenaza indescifrable, sigilosa y latente, ya que ese Otro puede ser cualquiera. Esto contribuye a romper los lazos de solidaridad social y potencia el egoísmo e individualismo propio del homo œconomicus perfeccionado por el capitalismo.

La racionalidad empírica y economicista conduce a potenciar los efectos del aislamiento y, en muchos casos, a que los actores traten de sacar ventaja de la situación atípica desdeñando la vida comunitaria, devenida en fuente de amenaza.

Esto es algo que se refleja en actitudes pequeñas pero egoístas: especulación económica, compra desmedida de productos de higiene y alimenticios, apatía con sus vecinos que son desafectivizados, hasta desarrollar prácticas preventivas egoístas como el acoso a personas que puedan estar en contacto con enfermos por lo que presumiblemente también se contagien (persecución de vecinos a personal de salud, por ejemplo).

En la vereda de enfrente, surgen nuevas solidaridades. Tomando la noción de particularismo militante de Raymond Williams, se observa que se empiezan a desarrollar, si bien de manera incipiente, ciertos lazos a partir de la reunión de individuos en patrones de solidaridad locales. Aparece en el imaginario social una tenue pero revitalizada noción de comunidad que puede constituirse en un nuevo espacio para el desarrollo de una estrategia política insurgente y verdaderamente transformadora del individualismo tradicional. Estos emergentes solidarios, que se reflejan en prácticas ínfimas en el marco local o en la colaboración vecinal, también se producen y reproducen a partir del uso de la tecnología, como la multiplicidad de actividades virtuales con el objetivo de “alivianar el encierro”.

Este flujo libre de prácticas solidarias contempla tanto procesos orgánicos (actividades desarrolladas por una amplia gama de instituciones) como también inorgánicas, espontáneas y minúsculas. Sostenidas en el tiempo, estas nuevas solidaridades pueden empezar a moldear una nueva subjetividad sobre la base de la solidaridad, la colaboración social, con el foco en el ser humano y el compromiso con lo público, dejando de lado la competencia, el individualismo egoísta o la búsqueda de ganancia a partir del trabajo enajenado. Para que ello ocurra, es necesaria una dialéctica entre los procesos orgánicos e inorgánicos a partir de una construcción política con voluntad instituyente. La práctica solidaria debe emerger en lo local para luego trascender la comunidad y constituir un relato más universal, abarcador e inclusivo. 

Entonces, ¿qué modelo de sociedad puede surgir? Situados en el presente, las coordenadas parecerían profundizar las desigualdades existentes con sociedades occidentales dispuestas a ceder amablemente algunos de sus derechos en pos de una solución medicinal. Si bien las palabras de Žižek son prometedoras, resultan demasiado optimistas en este momento. Parece demasiado pronto para aventurar el fin del capitalismo y el surgimiento de un nuevo comunismo. Sabemos que el capitalismo es un sistema social que exige el cambio constante como condición para su propia supervivencia. Las crisis, inherentes a él, constituyen el impulso que necesita cuando su propio desarrollo se estanca. Las crisis suelen generar los contextos necesarios para poder introducir los cambios que en momentos previos serían imposibles.

Si la peste negra fue decisiva para el derrumbe del sistema feudal, no es descabellado pensar que el COVID-19 cumpla un rol equivalente actualmente. La diferencia radica, tal vez, en que antes había un sujeto político emergente con vocación de cambio real del sistema nobiliario: la naciente burguesía. ¿Tenemos hoy una subjetividad con verdadera vocación revolucionaria e instituyente?

¿Están dadas las condiciones para que el proletariado cumpla el papel de sepulturero del capital asignado por Marx en sus escritos clásicos? ¿Será que tal vez el desarrollo de ambas tendencias (Estado tecno-policial y las nuevas solidaridades) continúen y convivan en una tensión que forjen nuevas contradicciones que permitan desarrollar esas subjetividades con vocación de cambio que hoy, al menos, no emergen de manera sólida?

No sabemos si estamos presenciando el fin del capitalismo o el comienzo de una nueva variante de él. Todavía estamos, con suerte, a mitad de camino. La izquierda, en todo el mundo, debe dejar de lado la postura defensiva y recuperar el discurso esperanzador que promueva la acción. Tal vez, esa era la idea subrepticia de Žižek. 

El modelo de sociedad que surja nos tendrá como actores, con responsabilidades que cumplir.   

Leandro Rossi

Licenciado en Ciencia Política (UBA), diplomado en Estudios Avanzados en Política y Economía y Cultura y Sociedad (Idaes-UNSAM), maestrando en Ciencia Política (Idaes-UNSAM). Miembro del Comité Científico Académico (COCIAC) del Centro de Estudios para el Desarrollo Territorial (CEDET) de la UNM.