El estallido de octubre en Chile: la rebelión de los hijos de la modernización neoliberal

Lo que se desencadena hace más de tres semanas en Chile, gatillado por el alza del boleto del subte y las acciones directas de evasión que venían desarrollando los estudiantes secundarios en días previos, no es una revuelta inesperada.

Las privatizaciones que hubo, iniciadas en dictadura pero completadas en los años 90, mercantilizaron todos los servicios sociales. Ello causó una crisis de certidumbre, porque si bien subieron los ingresos promedio del país, una alta proporción quedó atada al pago de servicios de protección social privatizados. En ello contribuyeron tanto la derecha como la ex Concertación, porque pese a que los miembros de esta última se escudan en que la derecha no los habría dejado hacer más cosas en todos estos años, lo cierto es que se construyó una comunión de intereses en torno a estos nuevos mercados, estando muchos de los directorios de estas empresas de servicios sociales manejadas o integradas por viejas figuras de dicha coalición.

La existencia de esta especie de “capitalismo de servicio público” ha fomentado en Chile un tipo de desigualdad que proviene de la acción del Estado en favor del empresariado. Es así como, contra los ideologismos dominantes, este neoliberalismo no funciona ni dos segundos sin la protección del Estado.

De modo que lo que está en el centro de la lucha política actual es justamente el desmantelamiento de este Estado, y su reemplazo por otro construido con la participación de los sectores populares. Una fórmula negada en los acuerdos de la transición a la democracia, pero que hoy palidece ante la protesta social que continúa en las calles.

El enorme subsidio estatal a semejante acumulación privada hace que gran parte de la enorme desigualdad existente, así como la marcada concentración del ingreso, no respondan tanto a situaciones de abierta competencia mercantil, como sugiere la vulgata neoliberal, como más bien a una desigualdad estructurada políticamente.

Con todo, el conflicto es de una inorganicidad política enorme, expresión del agudo divorcio entre la política y la sociedad, signo del Chile de las últimas décadas. El estallido nace por el distanciamiento entre una política que se fue elitizando y burocratizando -en definitiva, experimentando un proceso de neo-oligarquización- y una población que no tiene representación política en tales estructuras. Una política que se ha negado sistemáticamente a incorporar estos procesos sociales desde la transición a la democracia, bajo la manida idea de una “gobernabilidad democrática” provocando ello una caída constante en la participación política desde el famoso plebiscito de fines de los años 80, cuando se sellara la salida de Pinochet. Sin ir más lejos, los últimos dos gobiernos tienen un respaldo que apenas alcanza a un cuarto del electorado. Y Chile, desde hace mucho tiempo, es un país que no cuenta con mayorías políticas sustantivas, teniendo una de las tasas más bajas de participación electoral que hay en América Latina, en torno al 40%.

En la medida en que los viejos sujetos sociales fueron desarticulados por la transformación neoliberal, particularmente las viejas clases medias y la vieja clase obrera que marcaran el rumbo del siglo XX, en su lugar emergen hoy, anclados en la nueva estructura social vinculada a unas transformaciones neoliberales que en Chile ya van a completar medio siglo, un enjambre de coordinadoras surgidas del enfrentamiento contra estas extendidas formas de privatización de la vida cotidiana. Coordinadoras por la soberanía de las pensiones, por la soberanía del agua (cuyo acceso en Chile también está privatizado), las distintas coordinadoras feministas, especialmente la del 8M, enfrentadas a la privatización del suelo urbano y la desarticulación barrial, así como las estudiantiles, entre otras, comienzan a articularse en esta coyuntura, pese a que todavía no tienen una representación en la política institucional. De allí su dificultad para abrir vías de negociación concretas, tanto para agendas mínimas de cambios como para otras de mediano plazo.

En Chile existe una desidentificación muy fuerte con la política institucional que, sin embargo, no tiene lugar en condiciones de una sociedad pasiva, sino en medio de una muy alta propensión a la movilización, que se ha sostenido ya por casi década y media. Eso es lo que expresan las multitudinarias protestas que se vienen sucediendo en el país desde los años 2000, y que son antecedentes de la revuelta actual, contra el sistema de pensiones, por las causas feministas, contra la privatización de la educación. En todas ellas, se asoman cursos de formación de nuevos sujetos sociales. Unos emparentados con la nueva sociedad surgida de la metamorfosis neoliberal que ha sido profunda en Chile. La particularidad del tiempo inmediato es poner en la palestra a dichos actores; es el inicio de una articulación entre ellos, madurándose una capacidad de generalización de intereses.

Lo que vivimos en Chile, de este modo, es un conflicto propio de una situación de neoliberalismo avanzado, en el que decenas de miles se reúnen a manifestarse sin seguir liderazgos nítidos, especialmente si se los busca en claves tradicionales. Es notoria la total ausencia de banderas de cualquier tipo de partidos políticos en estas movilizaciones.

Contra lo que fuera una tradición de protesta en la que se marchaba en sucesivos bloques por partidos o formaciones, en este momento, en lugar de esas banderas asoma un universo variopinto de condena a una suerte de oligarquía neoliberal que vino madurando en estas décadas. “No son treinta pesos, son treinta años”, reclama un rayado muy celebrado ya hecho canción. Más bien, lo que se observa es un individuo que intenta hacerse escuchar de formas festivas y creativas, incluso tremendamente osadas ante la violencia policial y militar desplegada en estos días. Una sociedad que grita fuerte, cansada de ser ignorada por la política, con una muy alta demanda de identidad, expresiva de un nuevo pueblo. Frente a ello, la izquierda enfrenta una urgente demanda de apropiación del presente, de la nueva fisonomía del pueblo engendrado por las transformaciones capitalistas, este que ahora se levanta y amenaza con erigirse en el sepulturero del orden neoliberal que le diera origen. Y es que, en efecto, no es un movimiento reconocidamente de izquierdas en el sentido clásico, sino uno que sobrepasa tales disyuntivas puestas en sus formatos clásicos con su extendida fisonomía multiclasista. En suma, hoy la izquierda chilena enfrenta una gran demanda histórica, cifrada por una revuelta social que abre la puerta a la posibilidad de que, en el mismo suelo en donde se vio nacer, en términos histórico-concretos, la experiencia neoliberal, sea el mismo en que veamos su sepultura.

La revuelta en Chile encuentra a los actores políticos en un proceso transversal de reorganización interna, lo cual aumenta su desconcierto. El fuerte presidencialismo chileno, así como los intereses que cruzan al presidente y los partidos de derecha, explican la tendencia gubernamental a tratar la protesta como un problema de seguridad, y a desoír o manipular un clamor popular que pugna por mejoras inmediatas cifradas en una desmercantilización de sus condiciones de vida. Forzado a hacer un cambio de gabinete, no obstante, de poco peso, Piñera parece abrirse a una vía para manejar una agenda social y para encabezar una reforma de la Constitución que, sin embargo, busca frenar la apertura de un proceso constituyente como el que reclama la gran mayoría de los alcaldes (incluso del oficialismo), aprovechando su mayor legitimidad frente a la sociedad, en un contexto de crisis de representatividad general de la política.

La desmesurada acción de las fuerzas policiales y militares, durante los días en que se operó el Estado de Emergencia y el toque de queda, así como en cada jornada de manifestación, ha agregado el tema de los derechos humanos como condición insoslayable a cualquier salida a la crisis, agravando mucho más el conflicto inicial, que era de índole socioeconómica. Así pues, las violaciones de derechos humanos se convirtieron en un nuevo ingrediente político.

Ahora bien, existe una presión muy fuerte de sectores ultraconservadores que en este momento tratan de aprovecharse del vacío que genera el gobierno con sus actitudes erráticas. Y el riesgo de una aventura conservadora se mantiene latente en la medida que el único convencimiento que parece mostrar el presidente, más allá de ligeras aperturas, es su defensa irrestricta del modelo económico vigente y sus privilegios. 

Del lado de la izquierda, su incapacidad para ponerse al frente del proceso ha dejado en evidencia su inadecuación con la nueva estructura social que ha surgido en Chile con la mutación neoliberal. Así pues, el desafío es que la reorganización a nivel popular se apropie de esta nueva realidad, relacionada con este nuevo pueblo que empieza a surgir de las cenizas del viejo pueblo del siglo XX.

La salida a la crisis aún está abierta, aunque lejos de agotarse lo están las fuentes del conflicto de fondo. En lo inmediato, sin embargo, se hace necesario lograr medidas que impacten en las cuentas de los ciudadanos a fin de mes, por cierto sin dejar de lado lo referente a la transformación del orden constitucional, que llevará a una tensión más larga.

La transformación tendría que terminar de constitucionalizar la salida al neoliberalismo. Y ello significa plantearse un nuevo modelo de desarrollo. Esto, como es obvio, supondrá la confrontación con el empresariado rentista que más ha lucrado con este neoliberalismo chileno ortodoxo, sostenido en la exportación de materias primas. 

Lo que parece muy importante en ese escenario, entonces, es que esos procesos de transformación de mediano plazo no se deleguen en manos de “expertos” que naturalicen de manera tecnocrática los intereses de una minoría, que en Chile es muy poderosa. Se necesita una gran participación popular en cualquier solución que vaya a generarse, para que esta pueda tener algún arraigo, evitando una negociación cupular que nos retroceda a la vieja “política de los acuerdos” de los años 90.

De momento, en las manos de las fuerzas sociales movilizadas no solo ha quedado sembrada la suerte del otrora celebrado neoliberalismo chileno, sino también, dada la debilidad de las fuerzas políticas y su absoluto desborde popular, la propia defensa de la democracia, del ensanchamiento del carácter social de la política con sus propias demandas como única salida.

Carlos Ruiz Encina

Sociólogo y doctor en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Fundador y coordinador nacional del movimiento político SurDa. Presidente de la Fundación Nodo XX, centro de pensamiento ligado al Frente Amplio.