Pactar un nuevo orden

por José Luis Di Lorenzo

Transcurridas las primarias abiertas y simultáneas (PASO) en la que los ciudadanos expresaron su preferencia electoral, emerge como propuesta del Frente de Todos la necesidad de un acuerdo político y social, a implementar de ratificarse en la elección de octubre el inicial respaldo mayoritario obtenido por la fórmula Fernández-Fernández.

Qué pactar, esa es la cuestión. Lo que impone visualizar quiénes somos, dónde estamos y a dónde aspiramos llegar. 

Identidad

Para saber a dónde vamos debemos saber quiénes somos, y en esta cuestión del pacto toda nuestra historia, y no una parte de ella, es lo que nos permitirá autocentrarnos, reconociendo nuestra identidad cultural plena.

Es un lugar común aceptar que somos un país joven, con apenas poco más de doscientos años de historia. Sin embargo, lo que hoy llamamos Argentina cuenta con por lo menos catorce siglos de historia durante los cuales han transitado seis proyectos de país y un antiproyecto que la desorganizó.

La institución del pacto emerge como una institución ancestral, desde los primeros que habitaron nuestro suelo, que realizaban alianzas no sólo para la guerra, sino también para faenas económicas. Los caciques “ofrecieron” sus mujeres –cuñadazgo– para sellar alianzas, tanto en la etapa prehispánica como a los conquistadores europeos. 

Para regular conflictos, estaban los toquis de tiempos de paz, grandes sabios, viejos por lo general, que hacían las paces entre grupos, impartían justicia, daban consejos. No tenían más poder que aquel que les otorgaban las partes en conflicto. 

Práctica que se mantiene y se constata durante el Proyecto de las Misiones Jesuíticas (1605-1768), cuya metodología de evangelización fue de adoctrinamiento por la seducción y de integración mediante el cumplimiento de los pactos que se hicieron con los principales caciques. Efectividad que acredita el hecho de que en cada una de las reducciones, cuyo promedio de habitantes oscilaba los 3.500, no había más de cuatro jesuitas.

En el Proyecto Independentista (1800-1850) se constatan los acuerdos de Juan Manuel de Rosas con los indígenas, así como que la organización del nuevo Estado incorpora las teorías del contrato social y del constitucionalismo liberal de ese tiempo, que tuvo en los patriotas revolucionarios menor influencia del liberalismo económico que la que la historiografía oficial les atribuye.

Pacto Social que contemporáneamente cobra cuerpo en el marco del Proyecto de la Justicia Social promovido en 1973 por Juan Domingo Perón.

Cada vez que en la Argentina se habla de pacto, la dominante lógica eurocéntrica nos remite al contrato social rousseauniano y al acuerdo genéricamente conocido como el Pacto de la Moncloa.

El de la Moncloa, firmado en 1977 por los partidos políticos españoles, acordó un proceso de ajuste que duró unos veinte años y respaldó la consolidación de la monarquía y la incorporación de España a la Unión Europea. En tanto, nuestro Pacto Social de los setenta, anterior al de la Moncloa, constituyó una construcción democrática de consenso social y político, con industrialización, eliminación del desempleo y distribución del ingreso. 

Aquel fue mercado-céntrico; el nuestro, pueblo-céntrico. Pacto justo, realizado entre iguales, coherente con la identidad que emerge desde los primeros que habitaron nuestro suelo

Dónde estamos

El Proyecto de Sumisión Incondicionada, que denominamos antiproyecto, aparece como forma de fractura o ruptura en 1976, al perpetrarse la sedición militar y la usurpación del poder. Reconoce como preparación la versión degradada del Proyecto del 80 que, a partir de 1930 (golpe de Uriburu), fue cambiando el modelo de dependencia por el de sumisión. Registra al golpe de Estado de septiembre de 1955 como antecedente militar, al que completa y perfecciona. Lo que el 55 interrumpió, el 76 acabó, aniquiló.

Los objetivos de este período son: subvertir el orden legítimo y popular; subvertir y destruir por el terror los proyectos anteriores, en especial el de la Justicia Social, y la capacidad misma de generar proyectos. Y preparar de este modo las condiciones para la entrega incondicional de la Nación al Norte imperial, el arriba, el imperialismo mundial del dinero.

El golpe que lo impone se autodenomina engañosamente proceso de “reorganización” nacional, cuando en realidad tiene como objetivo lo opuesto: desorganizar todos los aspectos de la vida nacional, dejando expedito el camino para ser apropiados por el sujeto de este antiproyecto.

Se trata de un antiproyecto, de la negatividad misma. No tiende a la dependencia, ni siquiera a la sumisión, sino a la anulación. De cumplirse hasta el final, lleva a la disolución. Constituye un dispositivo dentro de la configuración de los mercados financieros especulativos, que van en detrimento del propio capitalismo productivo.

El enemigo último de este antiproyecto, lo que debe destruir, es aquello diametralmente opuesto a la especulación, esto es, el trabajo.

Su objetivo inconfeso es la incorporación autoritaria al modelo consumista, propiciando sustituir la producción por la especulación, minimizando la distribución de la riqueza, ignorando la integración continental, aniquilando el derecho a la dignidad. Esto es, subordinando el país a los dictados de los organismos multilaterales de crédito.

La progresiva liquidación de la capacidad productiva nacional, la desarticulación de la organización laboral y la concentración de la riqueza fueron arrojando segmentos crecientes de la población activa a la precarización, la subocupación y la desocupación. Los trabajadores desocupados fueron saltando los límites de la pobreza para caer en la miseria y la marginalidad. 

El pensamiento dominante que plantean es equivalente al del siglo XIX, el de la época de irrupción de la revolución industrial: cada uno debe resolver por sí sus propias dificultades. La lógica que este “modelo” impone es la del predominio de la especulación sobre la producción, la de la concentración sobre la distribución. 

Antiproyecto respaldado por el relato histórico del Proyecto del 80, del que asume su matriz genocida “Civilización o barbarie”, el ideario de que la Patria es el campo y su liberalismo autoritario, que no admite oposición democrática. 

A dónde vamos

El desafío no es económico, no es legal, no es instrumental. Es filosófico, porque es la filosofía la que haciéndose cargo de todas las disciplinas interpreta la realidad y la transforma. 

Debemos preguntarnos: ¿se trata de incluir a los excluidos en la misma sociedad que los excluyó y seguramente lo volverá a hacer? ¿La imperante lógica mercado-céntrica es inmodificable? ¿Es posible compartir lo habiente, lo que es de todos?

Reconocer como problemas la miseria y el atraso debe llevar a descubrir que no se trata de algo fatal, natural ni irreversible. Simplemente eso es humano y modificable. Recordando que: “O se procede a un reordenamiento geopolítico y a una producción suficientemente organizada y distribuida o será preciso recurrir a la supresión biológica como consecuencia” (Juan Domingo Perón).

En nuestro país y en nuestro continente, en donde está todo por hacer, el pleno empleo es un imperativo moral y un instrumento ineludible para limitar y ocupar nuestro espacio, desarrollándonos. La cultura del trabajo sólo se adquiere con el trabajo ya que no hay tecnología ni modernismo capaz de equipararse a lo empírico. 

El eje liberador sin lugar a dudas es el trabajo ciudadano, como derecho/obligación universal, como carga solidaria de convivencia.

¿Cómo generar trabajo?

A la tradicional mirada que supone que alcanza con mejorar las condiciones del mercado para que el sector privado incremente los puestos de trabajo, se le debe agregar la planificación y creación de trabajo, a cargo de nosotros, el Estado. Para impulsarlos donde el país los necesita y el mercado no llega (o inicialmente no le interesa). 

Un instrumento posible para este fin surge de la propuesta denominada Estado Empleador de Última Instancia, que simbólicamente y como contracara del antiproyecto, debería llamarse Banco Central del Empleo.

El supuesto, estudiado y desarrollado por investigadores del CONICET (Pablo Pérez, Mariano Féliz y Fernando Toledo), propone que el gobierno contrate a un salario preestablecido para la realización de un trabajo específico a cualquier persona que quiera, pueda y esté disponible para trabajar. Lo que entienden, funcionaría como un “estabilizador automático”, asegurando un nivel de demanda agregada siempre suficiente para alcanzar el pleno empleo de la fuerza de trabajo. 

Precisando que si la demanda de trabajadores del sector privado se redujera por alguna razón, entonces aumentaría la demanda de empleo a cargo del Banco Central del Empleo; en cuanto la actividad económica mejore y aumente la demanda privada, los trabajadores empleados en este programa podrían abandonarlo cambiando su empleo por uno en el sector privado debido a los mayores salarios pagados en él. 

El instrumento propuesto hace que el salario del programa actúe como un piso mínimo que el sector privado debe mejorar para que los trabajadores opten por trabajar allí. En situaciones de recesión y crisis, el Estado «comprará» la fuerza de trabajo excedente a un “precio” (salario nominal) fijo. Actuaría como un Banco Central del Empleo «vendiendo» fuerza de trabajo excedente en situaciones de expansión de la actividad económica, para satisfacer la mayor demanda por parte del sector privado.

Idea que se integra con la necesaria mirada geopolítica que extiende las fronteras productivas, propiciando la relocalización dentro de la triangularidad espacial de nuestra Patria.

El trabajo, lo destruido por el antiproyecto, es el instrumento resolutor de los problemas del país, porque media entre la necesidad y la satisfacción. No se trata de esperar o requerir dinero ajeno: es el propio trabajo el que libera. El préstamo sólo anticipa el tiempo.

José Luis Di Lorenzo

Abogado. Profesor de Derecho de la Seguridad social en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Presidente del Instituto para el Modelo Argentino.