A propósito de Immanuel Wallerstein. “Se cayó el sistema… mundo”

Por Mariano Szkolnik

Con el fallecimiento de Immanuel Wallerstein, ocurrido el pasado 31 de agosto, las ciencias sociales pierden a uno de los mayores analistas críticos de las últimas décadas. Nacido en Nueva York en 1930 en el seno de una familia judía galitziana, cursó estudios de sociología en la Universidad de Columbia, institución en la cual se graduó en 1951. En años posteriores contribuyó al desarrollo del enfoque de la “Economía-mundo”, un conjunto de herramientas teóricas que ofrecen el marco para la discusión crítica del proceso de globalización de los años 90 del siglo pasado. 

En su libro Impensar las Ciencias Sociales (1998, México, Siglo XXI), el autor traza la genealogía de la conformación de lo que denomina “Economía-mundo”, una “mancha en expansión” del sistema capitalista desde el siglo XVII, a partir de la incorporación creciente de nuevas regiones agrícolas a la producción, la explotación de mano de obra barata (fuera libre, forzada o esclava), y la conquista de nuevos mercados demandantes de bienes producidos en la periferia. Destaca el sociólogo que, si bien los primeros núcleos capitalistas se desarrollaron en el continente europeo hacia el siglo XVI, bastó que el plusvalor fluyera desde las nuevas áreas conquistadas –mediante la explotación y la expropiación– para generar una diferencia visible entre centro y periferia. Esta ventaja a favor del centro se sostuvo luego a partir de la conformación de un conjunto de monopolios relativos en algún segmento de la cadena de mercancía, que aseguraban y acrecentaban las diferencias entre unos y otros espacios geográficos y geopolíticos: a) los europeos aplicaron sobre las periferias sistemas tecnológicos-administrativos que garantizaban la eficiencia en tanto estrategias de dominación y exacción de recursos nativos; b) contra lo que los apologetas del laissez faire pregonan, Europa fue durante el período de su consolidación capitalista fuertemente proteccionista, al tiempo que sus colonias carecían de toda barrera arancelaria o política de fomento al desarrollo local; y c) la propia competencia interburguesa en el viejo mundo por la captación de rentas tecnológicas produjo una revolución a cuya saga quedaron, rezagados, los países de las regiones periféricas. La fábula es sencilla: en el mundo real, no hay tortuga que alcance a una veloz liebre, que no solo traza el camino a recorrer, sino que lo cubre de peajes, trampas y obstáculos a su paso. 

El desarrollo como religión civil

En clave weberiana, según la cual la ética religiosa devino, con el paso de los siglos, en valor secular, Wallerstein sostiene que en el siglo XX el objetivo del desarrollo tuvo aceptación unánime. Sea por izquierda o por derecha, por vía del socialismo o el capitalismo, revitalizando o rechazando la tradición, mediante la apertura de la economía o por su desarrollo endógeno, dando impulso a la productividad agropecuaria o fomentando la industrialización, todos los movimientos políticos y todos los gobiernos fijaron como objetivo a alcanzar el horizonte del desarrollo. Objetivo fetiche, capaz de asumir múltiples sentidos. Al fin y al cabo, interrogaba Wallerstein, ¿qué es el desarrollo?… O dicho de otro modo, ¿el desarrollo de “qué cosa” es el desarrollo? Significante a rellenar con el contenido de nuestras preferencias, los objetivos del desarrollo son contradictorios por definición. 

El alcance de una mayor igualdad interna (mediante una transformación social) no siempre es el correlato del crecimiento económico. A su vez, el impulso al desarrollo nacional no siempre guarda relaciones armónicas con el resto del mundo (sobre todo, cuando ocurre a expensas de los países vecinos).

Finalmente, ningún valor capitalista incluye la humildad medioambiental, la sobriedad o el respeto por la diversidad. Por el contrario, el desarrollo, asumido como la expansión de la Economía-mundo avanza sobre recursos, territorios y poblaciones “valorizables”, soslayando o dejando por fuera de la contabilidad global aquello que la ciencia económica denomina “externalidades negativas”. De hecho, algunos autores plantean que el ecosistema se encuentra ya en un punto de no retorno1.

No sé lo que quiero, pero lo quiero ya

En la antigüedad, lo deseable estaba estrictamente regulado por un entramado institucional y organizacional determinado: aspirar a la riqueza infinita en un mundo dominado por la escasez obligaba a hacer la guerra a los vecinos; la producción social se orientaba más hacia la satisfacción de las necesidades que a la valorización del capital; y los deseos humanos estaban constreñidos por una superestructura jurídica y religiosa que establecía, precisamente, cuál era el “límite de lo posible”. La modernidad trajo una inusitada novedad: un sistema que hace lícitos y plausibles nuestros más profundos deseos libidinales. Dicho de otro modo, nuestros deseos, cualesquiera que estos fueren, nuestra búsqueda del placer, son ahora completamente legítimos. En la antigüedad, el hijo de un agricultor habría sido, con toda probabilidad, agricultor. No existía la interrogación al niño por “¿qué querés ser cuando seas grande?”. En la modernidad, la promesa sistémica hacia el hijo del mendigo es que, con esfuerzo, podría ser un magnate. 

No hay límite jurídico ni social al sueño de la acumulación infinita: en la década de 2010 el 10% más rico de población acumula la mitad de la riqueza mundial total. 

Se trata de guarismos impensados en épocas precapitalistas2. A su vez, entre el 10 y el 20% de los más ricos se ubican en países considerados centrales. Se preguntaba Wallerstein, ¿redundó el desarrollo de la Economía-mundo en un bienestar para la mayoría de la población?

Pensar el afuera estando adentro

Wallerstein afirmaba que la expansión de la Economía Mundo, lejos de morigerarse, se acelera a pasos de gigante. Particularmente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las tendencias seculares a la expansión se han producido de manera absoluta. Esto no ha sucedido sin la resistencia de los excluidos y los desplazados por dicha polarización. Pero, paradójicamente, aun las fuerzas antisistémicas comparten la “legitimidad de los deseos” impuesta por el capitalismo: los movimientos nacional-populares proponen alcanzar la equidad social sea por la vía democrática, por medio de la revolución socialista nacional o en lo que Wallerstein consideraba un “retoño teórico”: la Revolución Mundial. 

El desarrollo se constituyó en un imperativo categórico, salvo para los reducidos cenáculos que postulan el decrecionismo como solución a los dilemas que enfrentan las sociedades contemporáneas.

En el contexto de los años 90, paroxismo de las tendencias mundializantes, Wallerstein reflexionaba en torno a que frente los problemas globales se requerían soluciones globales. En este punto, su pensamiento recorre los sinuosos senderos de la utopía voluntarista: ¿qué actores conformarían las fuerzas sociales encargadas de liderar una “revolución mundial” que ponga freno a los perniciosos efectos de la sostenida expansión de la Economía-mundo? ¿De qué modo sería posible desmontar un entramado sistémico urdido con hilos de acero, titanio y kevlar durante los últimos cinco siglos?

Quizás el mayor aporte del sociólogo neoyorquino haya sido dejar abiertos interrogantes, dilemas que sugieren líneas de investigación y que reclaman nuestras respuestas en un escenario global y local tan frágil como cambiante.

Notas

1 Hamilton, C. (2011). Requiem para una especie. Cambio climático: por qué nos resistimos a la verdad. Buenos Aires: Capital Intelectual. 

Broswimmer, F. (2009). Ecocidio. Breve historia de la extinción en masa de las especies. Pamplona: Ed. Laetoli.

2 Keely, B. (2018). Desigualdad de Ingresos. La brecha entre ricos y pobres. OCDE. Disponible en https://www.oecd-ilibrary.org/docserver/9789264300521-es.pdf?expires=1567452582&id=id&accname=guest&checksum=A33E79920DAA3EF72C16CE33CA5CC79B.

Mariano Szkolnik

Sociólogo. Integrante del Observatorio de Economía Política y profesor en la Carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.