Monzón, contar el pasado para hablar del presente

Por Libertad Borda

Entre el 17 de junio y el 2 de septiembre de 2019 se emitió por el canal de cable Space la serie Monzón, producida por Pampa Films y el INCAA, y distribuida por Disney Media Latin America. A fin de año estará disponible en Netflix. Sin embargo, como viene sucediendo en otros casos similares, ya concluidos o en producción, como los que se ocuparon de Sandro, Luis Miguel, o se centrarán en Susana Giménez, la televisión empezó a llenar mucho antes su pantalla con informes que reciclaban viejas entrevistas a lxs ídolxs en cuestión, nuevas entrevistas a hijxs –reconocidxs o no–, amantes, amigxs; viejos recortes gráficos, material grabado de sus performances en el campo que fuere y así interminablemente mientras la audiencia acompañara. Y es que ese es en parte el gran encanto de las bioseries: a las consabidas notas con el elenco elegido se suma la enorme cantera que representa la indagación de “vidas reales” que, además, en estas historias locales fueron parte de las nuestras. Cuando panelistas comentan estas series la pregunta obligada es: “¿Vos cómo viviste…?”, un arco que va desde la persecución en vivo de O. J. Simpson al asesinato de Alicia Muniz y el consiguiente juicio. 

Las biopics y las bioseries sirven, entre otras cosas, para recordar cómo éramos, qué absurdas (o bellas) eran nuestras ropas, la música que escuchábamos; o bien, como se ha dicho, para crear en otrxs más jóvenes esa nostalgia de un tiempo que no vivieron pero que han escuchado rememorar en las conversaciones familiares. 

Una nostalgia que, como tantos otros rasgos de la cultura de masas, tiene a la vez una función identitaria y otra comercial, no menos importante. En el caso de la serie sobre Luis Miguel, por ejemplo, la productora Gato Grande informa que su nombre apareció en la prensa todos los días y que la reproducción de sus canciones creció un promedio del 64%, lo que hace que su música vuelva a estar de moda. De hecho, 27 de sus canciones forman parte del top 200 de México en Spotify, un nuevo récord para la plataforma. Y las búsquedas de Google aumentaron del 10% al 98% en América Latina desde el primer episodio de la serie.

Volviendo a Monzón, las críticas periodísticas sobre la serie publicadas resaltan el hecho de que, desde la primera imagen –e incluso desde la publicidad anticipada: “Monzón: ídolo, campeón, femicida”– la ficción deja claro que el eje está puesto en el hecho bisagra en la trayectoria vital del boxeador, el asesinato de su esposa, Alicia Muniz. Los cuatro minutos y 18 segundos iniciales, antes de los créditos de apertura, presentan una visión indirecta sobre el crimen, solo se oyen los gritos de la pareja y la caída del cuerpo desde el balcón, apenas percibida como un golpe estremecedor por el hijo del propietario de la casa, el Turco Cairus (en los hechos reales, Adrián “Facha” Martel). Y recién a los trece minutos se inicia el otro tiempo narrativo de la serie, la indagación de su pasado de chico pobrísimo en su Santa Fe natal. 

Podría pensarse que la elección de estas dos líneas, la de los hechos de 1988 y la del pasado del boxeador, que oscila entre su niñez y su adolescencia, intenta construir una visión no maniquea del ídolo boxístico. Monzón, como tantos otros en ese deporte, aunque con un éxito más duradero y contundente, superó los obstáculos que le presentaba su origen de clase y alcanzó la gloria, pero, ya retirado, cometió un delito que hoy tiene una carátula legal específica: femicidio. 

Cuando aún en la vida real persisten opiniones que se refieren al trágico final de Alicia Muniz como “un accidente”, la posición de la producción no deja dudas: la serie cuenta su asesinato.

En el nivel de lo paratextual, cada episodio está precedido por un ciclo de entrevistas conducido por Florencia Etcheves, periodista fundadora del colectivo feminista Ni Una Menos. Ya en la diégesis, esta mirada, más difícil de incorporar sin entrar en el anacronismo, se encarna en un personaje menor: la asistente del fiscal con su mirada horrorizada y en silencio durante la reconstrucción puede ser una representación del punto de vista actual sobre el femicidio que el avance del feminismo ha impulsado, al menos en ciertos terrenos, como en el legal. Pero si bien Monzón insiste en señalar la pleitesía de muchos –en especial, los integrantes de la fuerza policial, que tienen un respeto reverencial por el boxeador–, no se priva de demostrar, mediante el uso de materiales de archivo, que ya en 1988 había voces que, mientras unxs gritaban “¡Dale, campeón!”, no dudaban en enrostrarle “¡Asesino!” en el momento de su traslado a la cárcel de Batán. “No porque sea campeón hay que…”, dice uno de lxs manifestantes en el lugar, sin que se oiga el final de la frase, lo que vuelve la edición más sugerente aún. 

¿Desde dónde se lee hoy esta historia? Si se incursiona en ese tembladeral conformado por los tuits con los hashtags #Monzon y #Monzonlaserie y por los comentarios en los trailers de la serie en YouTube, se trazan dos caminos. En un caso, al igual que el resto de las biopics y bioseries, se evalúa el producto en función de su mayor o menor cercanía con lo que se cree que fueron los personajes y hechos reales. El periodismo, tanto de espectáculos como el deportivo, estimula esta lectura, como se dijo, al incluir informes sobre el caso y reportajes a personas relacionadas. Incluso las entrevistas a los actores que interpretan a Monzón se focalizan en su parecido físico, como ocurrió en el living de Susana Giménez, de la misma manera que cuando se presentó al elenco de Sandro, la ficción de Telefe de 2018, o a Natalia Oreiro componiendo la gestualidad de Gilda en la película dirigida por Lorena Muñoz (2016). 

Pero también puede surgir otra lectura, que tiene que ver con la creciente experticia del público sobre series en general. Así, se señala la enorme similitud de la canción de apertura con la correspondiente a la temporada uno de la serie estadounidense True Detective, o incluso de la factura general con las producciones de ese origen: “Ese clima crudo de serie yankee…”, “Escasean este tipo de series en Argentina”, “Tiene todo el nivel de una serie de afuera”, “Digna de cualquier tanque yanqui”. Y aunque estos comentarios a veces sean imprecisos sobre qué aspectos de Monzón remiten a ese otro tipo de series que el público señala que no suele verse en la televisión abierta local, las señales están ahí para ser recogidas: no solo la alternancia de tiempos narrativos, en la que lxs espectadores vienen entrenándose desde hace quince años, si se toma Lost (2004-2010) como un hito en este sentido, sino también algunos clisés del policial, género reinante del audiovisual contemporáneo. En el final del episodio 4, hay un plano de las fotos de las manos de la muerta y el contraplano de la mirada del fiscal Gustavo Parisi (en la realidad fue Carlos Pelliza) que las está inspeccionando: “Claro. Es eso”, dice, y el público que ya ha visto docenas de policiales en Netflix sabe que está ante una inminente revelación. 

En este punto, vale resaltar que Monzón se distingue del conjunto de bioseries latinoamericanas que tejen sus intrigas principalmente con hilos del melodrama. Si en títulos paradigmáticos, como es el caso de las recientes miniseries dedicadas a las vidas de Sandro y Carlos Tévez en la Argentina, o Juan Gabriel, Luis Miguel, Paquita la del Barrio y Silvia Pinal en México, persiste la convivencia de las matrices del melodrama, en Monzón, en cambio, la línea temporal del pasado se concentra en el camino del héroe que vence las dificultades para llegar a su destino, mientras que la trama que se abre tras el crimen toma el color del policial ofreciendo un abanico de posicionamientos en torno a los hechos, bastante lejos de todo tópico melodramático. La estructura narrativa, el sistema de personajes y la actuación distan mucho de la tradición latinoamericana que exacerba el mundo de los sentimientos. 

Los procedimientos de construcción del relato poco tienen que ver con los vínculos emotivos, sino que apuntan a develar qué pasó el 14 de febrero de 1988.

Sobre el final, cuando las líneas temporales llegan a empatarse, aparece un capítulo que rompe con el esquema de narración en un gesto más parecido a las producciones del showrunner norteamericano Ryan Murphy (American Crime Story y Feud, entre otros éxitos basados en casos reales). En su episodio 11 la serie cambia el punto de vista para contar la historia desde el personaje de la víctima. Incluso la gráfica lo subraya: el título Monzón es reemplazado por Muniz, con la mismas letras en mayúsculas que refieren a la esquina de un cuadrilátero. Casi la totalidad del capítulo sigue la vida de Alicia Muniz desde antes de conocer a su pareja y verdugo hasta su reencuentro en el aeropuerto de Mar del Plata, que funciona como antesala del desenlace fatal. Luego, el penúltimo capítulo reanuda las líneas de los personajes del mundo judicial: el fiscal, la defensa, la parte querellante, la jueza. Y dejando en suspenso la declaración de Monzón en el juicio, el capítulo final se desprende de todo ese andamiaje para centrarse en el vínculo de la pareja durante el último día de vida de Alicia Muniz. El guión decide abandonar los vericuetos legales para centrarse en la intimidad de la relación y retornar al punto cero de la serie, citado más arriba como un fuera de campo, pero ahora en primer plano. Vemos a Monzón que maltrata y estrangula a Muniz, esconde su ropa manchada de sangre, arroja el cuerpo por el balcón y salta al vacío. 

Los comentarios en redes tras la emisión del lunes a la noche valoran la propuesta disruptiva, y muy jugada podríamos decir, de lxs autores. El periodista de espectáculos Rodrigo Lussich comparte en su cuenta de Twitter: “Impactante el último capítulo de la serie #Monzon absolutamente dedicado a mostrar cómo se produjo el femicidio de Alicia Muñiz. Actuaciones, reconstrucción y dirección impecables. Muy fuerte de ver”. Otrxs usuarixs expresan: “Una clase magistral de violencia de género describiendo paso a paso el prototipo de macho golpeador. Terrible escena la del asesinato, jamás pensé que la iban a mostrar tan cruda. Excelente”; “Doloroso capítulo final. Impresionantemente realizado, con una cercanía a lo doméstico tan tangible que provoca angustia y un estómago revuelto”; “Creo que captó el sufrimiento de muchas mujeres que sufren violencia de género y está bueno que se muestre así de crudo, porque tal vez ayuda a muchas a tomar la fuerza para dejar esas situaciones de violencia”; “El final de la serie #Monzon me heló la sangre, sentí un dolor en el pecho de la impotencia. La tira como si fuera basura. Cada 30 hs en nuestro país hay un Monzón arrebatándole la vida a una Alicia. #Basta #NiUnaMenos #NoEsCampeónEsFemicida”. La serie es efectivamente celebrada por hablar de una problemática acuciante de nuestra agenda poniendo la lupa en un caso de hace 31 años atrás.

Sobre la imagen de ese balcón ya vacío se sobreimprimen leyendas que cuentan lo que ya todxs sabemos: Monzón fue declarado culpable de homicidio y condenado a 11 años de prisión, murió en un accidente de tránsito durante una salida transitoria y su monumento en Santa Fe fue escrachado con una placa que dice «Campeón mundial y femicida”. Esto, de alguna manera, es el tagline que resume el espíritu de la historia. La última frase retoma un elemento sembrado de manera sutil a lo largo de la serie, tal vez el único que podría ligarse al universo del melodrama:  Monzón nunca volvió a ver a su hijo menor.  

Libertad Borda

Doctora en Ciencias Sociales, magíster en Análisis del discurso y licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Profesora del seminario Cultura popular y cultura masiva. Codirige un proyecto de investigación en torno a matrices culturales y series biográficas con sede en la Universidad Nacional de las Artes.