Los desesperados segundos que separan lo que parece el fracaso en el atentado para matar a Reinhard Heydrich (el subfusil que portaba Jan Gabčík se atascó justo en el momento del disparo) de las heridas mortales que le produjera la granada lanzada por Jan Kubiš son tan breves pero tan significativos en su intensa incertidumbre que abren una ventana en el tiempo, un mirador desde el cual ponderar el valor de aquel hecho. Pocas dudas caben de que matar a Heydrich era una muestra pública del poder de la resistencia, bastante debilitada por cierto, y a largo plazo una forma de evidenciar la posible derrota del nazismo, una maquinaria político-militar que en ese momento parecía invencible. Pero visto con detenimiento, este hecho épico conllevaba una consecuencia severa: la venganza contra la población civil. ¿Acaso no era este un precio demasiado alto a pagar? Por muchas buenas razones que se tuviesen para respaldar el atentado, ¿Se justificaba el asesinato posterior de hombres, mujeres y niños sin vinculo directo con un hecho decidido en la lejanía por el gobierno checoslovaco en el exilio y por el premier de Gran Bretaña, Winston Churchill? ¿Debían ser sacrificados quienes no tenían simpatía alguna con el ocupante y que, probablemente, tampoco aceptaban el sojuzgamiento al que estaban sometidos? Esos hombres y mujeres agobiados no tenían ninguna posibilidad de resistir a la furia de la venganza. ¿Era posible no cometer tal atentado para que la represalia no suceda? En lo sustancial, la muerte de Heydrich podía tener un valor simbólico; en lo inmediato, no iba a cambiar la situación ni en Checoslovaquia ni en el resto de Europa.
Hechos
Reinhard Heydrich se unió a las SS en 1931. Poco tiempo antes había sido exonerado de la marina. Estando desocupado y en medio de la gran depresión se vinculó con Heinrich Himmler a través de la familia de Lina Von Osten, una ferviente nazi con quien poco despues se casaría. Himmler captó al instante su afinidad ideológica, su profundo antisemitismo y reconoció en él cualidades para un liderazgo conveniente a la organización y a la ideología de las SS (Schutzstaffel). A partir de este punto su ascenso a las altas esferas del poder del régimen no tuvo pausa. De 1931 a 1936 fue jefe del Servicio de Seguridad del Reichsführer (Sicherheitsdienst, SD). De 1934 al 1936 dirigió la Policía Secreta Estatal Alemana (Geheime Staatspolizei, Gestapo) y más tarde, entre el inicio de la guerra y su muerte, fue director de la Oficina Principal de la Seguridad del Reich (Reichssicherheitshauptamt, RSHA). Desde este último puesto, asumió la responsabilidad directa en las acciones para el exterminio con el que se debería liberar a Europa de judíos. En 1939, formó y dirigió los Einsatzgruppen, comandos que tras el ingreso del ejército alemán en los territorios conquistados, asumían el exterminio de los habitantes civiles juzgados como peligrosos para el Reich. En 1941 fue nombrado Reichsprotektor de Bohemia y Moravia. Sus acciones se resumen en uno de los apodos con el que se lo conoce: “El carnicero de Praga”.
El 20 de enero de 1942 encabezó en la Villa de Wannsee, en las afueras de Berlín, una reunión para resolver los conflictos planteados por las leyes raciales para los “mischlingue” (mestizos entre arios y judíos según la jurisprudencia nazi) y poder actuar en relación con las excepciones definidas por las leyes raciales de Nuremberg de 1935. De esta forma, esperaba poder solucionar todas las cuestiones administrativas y organizativas para deportar y exterminar a todos los judíos de Europa, que eran considerados como tales por la “portación de sangre”. El exterminio sería llamado evacuación, no sería reconocido como tal y estaría a cargo de las SS.
Significados
Los hechos recién considerados, sin ser la totalidad, respaldan la decisión de atentar contra Reinhard Heydrich aunque no anulan la cuestión ético-política que ya palntearamos: el asesinato de cientos de ciudadanos checoslovacos como represalia. ¿Cómo resolver este dilema? No lo intentamos hacer para remodelar la historia, lo que es imposible, sino para pensar nuestra forma de actuar en el presente. Vamos a acercarnos a un hecho singular ocurrido en 1943, el levantamiento del Gueto de Varsovia, porque puede inspirarnos en la búsqueda de la respuesta a esta compleja disyuntiva.
Los guetos creados por las fuerzas de ocupación alemanas fueron pequeñas zonas amuralladas dentro de grandes ciudades como Varsovia o Lodz. Allí se concentraba a la población judía antes de su deportación y exterminio. Esos guetos fueron “administrados” no por fuerzas de las SS sino por los Judenrat, consejos de líderes comunitarios. Estos consejos aplicaban los mandatos y reglamentos de los nazis. Los miembros de los Judenrat supusieron que, al ser ellos quienes ejecutaban las severas medidas que se les exigían, lo hacían morigerando las dramáticas consecuencias que hubiese sufrido la comunidad de haber sido aplicadas de manera directa por los hombres de las SS. De hecho, negociaron más de una vez pero de manera infructuosa para reducir el número de deportados que se enviaban a los Lager.
Los miembros del Judenrat asumieron que podían salvar vidas pero, puede que con esa decisión, y las acciones derivadas, hiciesen exactamente lo contrario, facilitaran el exterminio de la población judía de los guetos.
Pero acaso, ¿Había otra posibilidad? Consideremos la revuelta armada como alternativa a esta “administración”. No había forma alguna de que este acto de resistencia pudiese triunfar. Era por lo tanto una sentencia de muerte. Llegamos así a la piedra basal de toda esta cuestión: ¿Cómo decidir que nuestra acción es justa? ¿Qué significa salvar vidas y a qué costo se pretende hacerlo? Ciertamente, el salvar vidas no puede ser sostener la supervivencia biológica a como dé lugar ni vivir bajo la guía del terror ni atraídos por la seductora perspectiva de representar el bien. Sobre esto último, vale recordar las palabras de Vasili Grossman en su obra Vida y destino:
Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza del bien y del mal. Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca será vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y ancianos, corre la sangre.
Para ahondar aún más en esta reflexión vamos a adentrarnos un momento en la historia de Sophie y Hans Scholl, quienes siendo estudiantes universitarios en Munich integraron el movimiento de la Rosa Blanca en oposición al nazismo. El 18 de febrero de 1943 ambos dejaron panfletos en la universidad. Sophie los arrojó desde el tercer piso. La observaron y la detuvieron junto a su hermano. Por imprudente que pueda haber parecido esta última acción, ellos sabían que, tarde o temprano y más allá de los cuidados que hubiesen tenido, habrían sido descubiertos. Pero la protesta contra la enorme crueldad de su mundo era la única forma en la que podían vivir. La fuerza de su idealismo era tan intensa como la debilidad de la herida que le podían ocasionar a la autoridad del régimen. Ambos fueron “juzgados” y guillotinados el mismo día de la sentencia
¿Por qué se sometieron a la muerte con una acción política que no podía enfrentar a un poder cuasi inexpugnable? Tal vez porque, como dijimos, la vida no es mera supervivencia por mucho que esto parezca dominar hoy el imaginario colectivo. La rebelión en sí misma, más allá de su éxito o fracaso, puede ser el sentido.
En aquel mismo año pero en el mes de abril se produjo el levantamiento del Gueto de Varsovia. Al respecto, el historiador Enzo Traverso nos aporta una lúcida reflexión en su obra A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945):
En abril de 1943, la insurrección del ghetto de Varsovia fue precedida por un intenso debate en el seno de la Resistencia judía, en la cual la ética de la convicción predominó sobre la ética de la responsabilidad. Sobre la base de un sencillo cálculo de la relación de fuerzas, los combatientes no tenían ninguna oportunidad de imponerse y su elección podía parecer puramente suicida. No es difícil reconocer, retrospectivamente, que la moral del sacrificio de estos insurgentes valía más que el sentido de la responsabilidad de los notables de consejos judíos que, al colaborar, no actuaban siempre por oportunismo o conformismo, sino, a menudo, tras un cálculo erróneo de las consecuencias de su elección, por el afán se salvar vidas humanas. El suicidio de Adam Czerniakow, presidente del consejo judío del ghetto de Varsovia en 1942, es la ilustración más dramática de esto.
El ataque contra Reinhard Heydrich está cargado de significados que se proyectan sobre el mundo contemporáneo. Hoy, donde se hacen tantos planteos dicotómicos que simulan decisiones sencillas, obvias e indoloras a cuestiones difíciles, la determinación de Jozef Gabčík y Jan Kubiš de matar a Heydrich es una advertencia sobre esta forma engañosa de enfrentar la realidad. Porque ellos decidieron actuar sin la grandilocuencia de imaginarse ni como santos ni como redentores y a sabiendas de que iban a provocar penas y desconsuelo y no solo a sí mismos (la represalia por el atentado se conoce como la “Masacre de Lídice”). Porque actuaron como hombres que creen que se vive con un sentido según el cual hay un sitio de igualdad para los otros. Porque en la inherente violencia que conllevaba su acción no desatendieron ni las dudas, ni las angustias, ni ocultaron el dolor por las pérdidas y las muertes que iban a ocurrir. En síntesis, como nos lo advirtiera Vasili Grossman, los salvadores que dicen representar el bien sin más deberían generar alguna sospecha…
Lo dicho aquí, contra toda forma de dogmatismo, queda sujeto a debate. Puede que, en última instancia, este sea uno de los tantos legados insospechados de esos hombres que participaron y murieron en el atentado a uno de los más fanáticos y a la vez más racionales hombres en la jerarquía del nazismo.
Eduardo Wolovelsky
Licenciado en Biología. Coordina el Programa de Comunicación y reflexión pública sobre la ciencia del Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA). Director de la Revista Nautilus, ha escrito numerosos libros y trabajos en su especialidad.
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