Una mujer de treinta y pocos, figura estilizada y cabello largo carga su pistola Glock y se la enfunda en el cinto antes de salir a la calle. Mientras camina hacia su lugar de trabajo, cuenta que es madre de cuatro hijos y que está decidida a defender a su familia con toda la fuerza que la Constitución de su país le permite. Es la congresista estadounidense por el Partido Republicano Lauren Boebert, quien logró un escaño por el Estado de Colorado tras una carrera política basada en el culto a las armas y las críticas ultraconservadoras contra los demócratas, los inmigrantes y las personas del colectivo LGTBI. 

7563 kilómetros al sur, en la ciudad de São Paulo, una rubia posa ante la cámara empuñando dos armas de fuego y ataviada con una remera negra en la que se lee: “Pro Life, Pro God, Pro Gun”. Se trata de Sara Winter, activista del partido Alianza Brasil, quien tuvo un periodo de visibilidad pública como conferencista antifeminista y pro-vida, funcionaria del Ministerio de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos de la administración Bolsonaro e integrante del grupo de ultraderecha “los 300”. Actualmente cumple prisión domiciliaria por cargos de amenazas e injurias contra los miembros del Supremo Tribunal Federal y el Congreso Nacional de Brasil. 

Boebert y Winter son dos de los rostros femeninos con los que las derechas conservadoras buscan dulcificar su mensaje de mano dura alrededor del mundo. En Europa, los liderazgos de Marine Le Pen en el partido francés Agrupación Nacional; Alice Waidel, diputada de Alternativa para Alemania; Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid por el Partido Popular y las flamantes diputadas nacionales por el Partido VOX, son otros casos testigo a disposición. 

De este lado del Atlántico, las derechas también se encuentran en un proceso de recambio generacional y feminización de sus representantes.

De ser las esposas e hijas de presidentes y políticos, las derechistas latinoamericanas pasaron a tener agencia y pretensiones firmes de liderazgo.

Jeanine Añez en Bolivia, Keiko Fujimori en Perú y Patricia Bullrich en Argentina ilustran cómo los modelos binarios y confrontacionales de la política instalados por los partidos de derecha son retomados por sus representantes femeninas para apuntar al mismo objetivo: exasperar la polarización y el extremismo a partir de interpretaciones de la realidad que recogen el malestar social y endilgan sus causas a un sector político, social o étnico construido como el enemigo a enfrentar. Este tiene denominaciones múltiples y fronteras difusas: terrorismo, chavismo, comunismo, inmigración extranjera, ideología de género, feminismo…

En el interés por interpelar a las mujeres comunes, las políticas de derecha suelen invocar su rol como madres, esposas e hijas que luchan por mantener a flote la patria: “Como mujer, como madre y como Presidenta, sé a conciencia que los caminos difíciles se hacen y se andan con decisión”, escribía Jeanine Añez en agosto de 2020, cuando se conmemoraron 195 años de la Independencia de Bolivia en medio de bloqueos y protestas contra su gobierno.

Keiko Fujimori insufló de épica y redención su discurso de campaña a la presidencia para atraer al electorado femenino: “Sé que estás muy preocupada. Confiemos más que nunca en Dios. Si hacemos sentir nuestra voz, el pueblo peruano va a salir en defensa de nuestra libertad. Las que vamos a voltear este partido, somos nosotras. Las que podemos salvar a nuestro país, somos las mujeres #VamosPeruanas”.

El amor a la familia, la restauración de la unidad perdida y el respeto de las libertades conviven sin mayores problemas con ideas racistas, xenófobas, homofóbicas, militaristas y machistas en los discursos de la derecha conservadora. Con un perfil menos maternal y más tropero, la argentina Patricia Bullrich, le apuesta fuerte a la mano dura. “El que quiera estar armado que ande armado”, expresó no hace mucho, condensando en esa frase su gestión como ministra de Seguridad consagrada a perfilar amenazas y enemigos internos y legitimar la violencia policial.

Abrevando en la homofobia y la misoginia, las campañas de estigmatización, difamación y violencia hacia los colectivos LGBTI y el movimiento feminista encabezadas por los grupos pro-vida, no desalentaron a Jeanine Añez ni a Keiko Fujimori al momento de realizar alianzas electorales con la iglesia católica y los pastores evangélicos. La ex mandataria boliviana fue aún más taxativa en su profesión de fe: “Sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos indígenas, la ciudad no es para los indios que se vayan al altiplano o al Chaco”. 

A la luz de estas alianzas, el feminismo se ha configurado como un nuevo blanco de las derechas conservadoras.

La ofensiva discursiva consiste en deformarlo y reducirlo a un conjunto de consignas con efectos perniciosos y desestabilizadores: el enfrentamiento entre hombres y mujeres, la ruptura de la familia, la usurpación de los derechos de los padres sobre la crianza de los hijos, y la promoción de prácticas que pervierten la naturaleza y la biología, entre un largo etcétera. 

En este registro se inscriben las ideas de la española Isabel Díaz Ayuso, quien en distintas intervenciones ha expresado que “el feminismo radical pretende acabar con el hombre”, que “hay una dictadura feminista”, o que “los problemas de las mujeres son prácticamente los mismos que los de los hombres”. El antifeminismo de Ayuso la acerca a la diputada de VOX, Macarena Olona, quien redobló la apuesta en un debate parlamentario realizado en junio 2020, en el que manifestó “que la violencia no tiene género, por lo que en su grupo parlamentario “no van a permitir que se criminalice al varón, que se le haga potencial asesino y maltratador” a través de leyes de violencia de género que son “ideológicas y totalitarias”.

Pro-Vida, Pro-Dios, Pro-Armas bien podría ser una triada que sintetice y explique, por la positiva, los discursos de odio vertidos por las derechas conservadoras.

Franqueando los límites de la corrección política, éstas apuestan por justificar lo injustificable en nombre del amor, una estrategia en la que los rostros femeninos asumen centralidad al momento de re-designar las consignas discriminatorias y autoritarias como buenos sentimientos y emociones saludables. La exaltación del amor en los discursos de las mujeres de derechas hace de este una cualidad intrínsecamente femenina, respetable e inapelable al servicio de una sociedad reconciliada y sin conflictividades. La conversión del odio en amor, inviste de un mandato salvífico a las mujeres que aprietan el gatillo para defender el orden de privilegios de clase, raza y género existente. 

En un contexto en el que las mujeres obedientes del mandato masculino obtienen cada vez más visibilidad y relevancia en los espacios públicos, vale la pena traer a colación un viejo refrán de cara a articulaciones y luchas futuras: “no hay cuña que más apriete que la del propio palo”. 

Gina Paola Rodríguez

Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Docente investigadora UNLPam y UBA.