Si algo alojan nuestros cuerpos son afectos: ira, repulsión, miedo, repentinas y fugaces alegrías. Morada de nuestras emociones más inmediatas, la corporalidad es la primera en advertirnos si lo que consumimos con los ojos o bebemos con los oídos es beneficioso o perjudicial. Así como un alimento en mal estado provoca rechazo y nos advierte de su insalubridad, una acción reprobable también puede despertar nuestro asco. Y esa reacción es indicadora de que algo anda mal. Pero también puede pasar que un bello pensamiento nos regocije al punto de bordear eso que algunos llaman “lo sublime”; una idea fuera de “lo común” puede despertar una clase de alegría que, por lo profunda, es capaz de dejar una traza imborrable. Ella será nuestra reserva en tiempos de crisis, de incertidumbre y agonía.
Si tan fuerte y tan importante es para nosotros esa morada primera, nuestro cuerpo, indicador de salud y también de enfermedad, ¿cómo es posible entonces siquiera imaginar la escena de una clase a través de una pantalla? ¿Qué nos hace pensar que esa plana mediación pueda reemplazar una clase presencial?
No enseñamos solo contenidos: esos caben en un prospecto. Más allá de ese mínimo de información, está lo que nuestros cuerpos transmiten, garantes y guardianes de todo “eso” que decimos, que incluso pueden desmentirnos, que informan cuánto de vital (más que de verdadero) anida en lo que decimos. Ese plus, que solo un buen maestro o maestra pueden transmitir, es lo que se pierde en escenarios de pura virtualización de la enseñanza.
Así como la comida entra primero por los ojos, el pensamiento entra por los poros. Pausas, silencios, tonos de voz, arrebatos… todo eso que un soliloquio sin cuerpos a quiénes interpelar aplanaría; que un monólogo sin marco, en esta cinta de Moebius en la que se convirtió el tiempo en cuarentena, arrojaría junto con los miles de mensajes que sin pausa y sin modulación nos atormentan cada día. Es entre cuerpos que se realiza y se consuma el pacto educativo.
Así como difícilmente un médico pueda curar a distancia, un educador pueda enseñar a través de un ordenador. Las metáforas que asimilan la curación a la enseñanza, el parto al alumbramiento de ideas, son de vieja data: nos informan que ambas prácticas anclan en cuerpos. Con sus cansancios, sus irritabilidades, sus éxtasis y sus furiosas desmentidas. Un docente podrá transmitir contenidos, y podrá hacerlo muy bien, a través de todos esos dispositivos que la tecnología hoy pone a la mano; dominar con suma maestría todo eso que hoy llaman “caja de herramientas”. Pero debo confesar que me gusta mucho más la “caja de Pandora” de la clase presencial (aun cuando usemos tecnología: no querría incurrir en binarismos inconducentes), esa de la que brota lo imprevisible, lo inesperado.
Nada cura ni enseña que no sea en proximidad. Las clases se perderían en caso de avalar esa finta escena donde solo un buen cineasta podría poner lo que a nosotros nos falta, porque es teatro, no cine: es poner el cuerpo, la voz, las emociones, el pensamiento vivo. Las clases se “dan” porque algo vuelve. Los maestros somos también cuerpo; es nuestra caja de resonancia, aquella que nos indica que lo que dimos no cayó en saco roto. Las clases son un centro de experimentación (más que un laboratorio, en el que todo está controlado); en ellas puede surgir la pregunta inesperada, el comentario no previsto, también la incomodidad, el hastío o la curiosidad, el chispazo fulgurante que nos indica, de manera inequívoca, que se ha provocado eso que hace que una clase sea completamente diferente a otra, aun cuando demos siempre lo mismo.
¿A quién no le pasó? No somos robots. Hay clases de las que salimos extenuadas, disgustadas, igual que cuando entramos (no pasó nada, o pasó nada), energizadas, transidas de un no sé qué (se ha producido el milagro), que nos deja bailando o reptando. No hay una clase igual a otra.
Por último, los textos también tienen cuerpo. Respiran, presentan porosidades y lagunas, son más o menos “sustanciosos” (como solemos decir), algunos nos meten en su ritmo, otros nos expulsan; para algunas textualidades es necesario tener un gusto previamente educado, necesitamos que alguien nos introduzca en su materialidad.
Un texto no es un mero soporte de ideas: la idea misma no sería nada sin la palabra que la dice. Pero ese paladeo, ese amor por la palabra, esa capacidad de encontrar los atajos y las avenidas dentro de un texto, solo puede ser transmitido por aquel o aquella docente que ha experimentado ese amor y esa fiesta.
Podemos sugerir lecturas, podemos (como de hecho nos vimos forzados a hacer) elaborar muy sesudas guías de lectura, pero eso, eso que se experimenta como sabor, como aventura, solo es en la presencialidad.
Si algo distingue nuestra universidad pública es esa vocación por la clase presencial; no es capricho ni obcecación: es cuidado de la palabra, de los afectos, de esa unidad entrañable que somos (materialidad espiritual), y que un concepto rentable de lo que es la educación puede estar amenazando. No es nuevo: ya Platón clamaba contra esos peligros. En el entretanto, mientras vamos transmitiendo torpemente, por los medios que podemos, algo de ese amor por el intercambio y la circulación de la palabra viva y comunitaria, nos toca pensar cómo, a la vuelta de nuestras clases presenciales, podremos anudar esta coyuntura, esta etapa de ensimismamiento o intensificación de cuidados, de calles desiertas, ya se trate de la crítica de la razón pura, de la investigación cualitativa o de las ondas electromagnéticas, vaya una a saber qué.
María José Rossi
Doctora en Filosofía por la Università degli Studi di Torino (Italia). Profesora de Filosofía en la Facultad de Ciencias Sociales e investigadora del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).
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