Una de las conquistas de la humanidad durante el último siglo fue la posibilidad de juzgar a los genocidas. El revolucionario concepto de la jurisdicción universal permitió la creación de tribunales internacionales para juzgar los hechos ocurridos en Alemania, la ex Yugoslavia y Ruanda, tribunales mixtos en Timor Oriental, Camboya o Sierra Leona y la utilización de dichos principios en ordenamientos jurídicos nacionales (paradójicamente más invisibilizados pero por lo general más efectivos) como el juzgamiento en España de los casos argentino y chileno o el juzgamiento de lo ocurrido en Bosnia-Herzegovina, Argentina, Chile, Bangladesh, Colombia y Uruguay por parte de sus propios justicias nacionales.


Pero estos intentos de construir al concepto de derechos humanos como herramienta de los pueblos fueron degenerando gradualmente en este siglo XXI hasta transformarse en modos de legitimar intervenciones militares neocolonialistas.

Un recorrido que comenzó con el resbaloso concepto de «prevención» y que fue sancionado en 2005 en las Naciones Unidas bajo el rótulo de la «responsabilidad de proteger» a las poblaciones civiles. Nos está costando percibir que las convenciones internacionales de las últimas dos décadas no han sido precisamente progresivas y que la preeminencia del derecho internacional de los derechos humanos no está favoreciendo a los pueblos sino, cada vez más, a sus verdugos.
La constatación más evidente de estos usos espurios de los «derechos humanos» pudo observarse en el ataque avalado por las Naciones Unidas contra Libia en marzo de 2011, implementado bajo el argumento de haber recibido informes sobre la «posible» comisión de crímenes de lesa humanidad y la necesidad de aplicar las nuevas herramientas jurídicas que obligaban a «la comunidad internacional» a implementar su «responsabilidad de proteger» ante las «violaciones de derechos humanos». Estos ataques «preventivos» sumergieron a Libia en la anarquía, legitimaron el asesinato político del jefe de Estado y de su familia y generaron entre 30 y 50 veces más víctimas civiles que las que existían al momento de la intervención, cuando sumaban un par de centenares.


A comienzos de 2019 ha reaparecido un argumento similar con respecto a la situación en Venezuela, con reiterados llamados a una intervención militar que no evalúan ni analizan las consecuencias de lo ocurrido en Libia y en una situación donde las víctimas civiles tampoco han superado el centenar.
Al contrastar las intervenciones y los focos mediáticos con los datos existentes sobre los conflictos con mayor número de víctimas civiles en la última década, llama la atención su falta de correlación. Entre los conflictos con más de 20.000 víctimas civiles en el período 2007-2017 destacan Siria, Afganistán, Pakistán, Irak, Sri Lanka, Somalía y Yemen. Si bien se realizaron intervenciones de tropas internacionales en Siria, Afganistán e Irak, la presencia de estos países en el ránking se explica como consecuencia de la intervención, esto es, que no se encontraban en los primeros lugares de la violencia antes de que se decidiera implementar las intervenciones sino que llegaron a liderar el ránking después.
Libia no integraba dicho ránking en 2011 pero todos teníamos que hablar de Libia en aquellos años. Ahora parecería que ocurre lo mismo con Venezuela.
Si nos concentramos en otro indicador, como el número de muertes generales por homicidio intencional, vemos que los que lideran el ránking de la última década son Brasil, India, México, Sudáfrica, Estados Unidos y Colombia. Si bien Venezuela viene escalando en estos cuadros, no se entendería por qué habría que prevenir la violencia en Venezuela antes que en territorios donde la misma es más intensa. Libia no ha figurado jamás en los primeros diez o veinte lugares en este indicador, aunque ha escalado mucho a partir de la intervención internacional.
Si reemplazamos los números absolutos por tasas, cambian los nombres de países pero no las consecuencias del análisis (Sri Lanka u Honduras reemplazan a Irak o Brasil en los primeros lugares, pero no Libia ni Venezuela).
Distinto es si observamos dónde se encuentran las mayores reservas petrolíferas y gasíferas. Allí veremos que Venezuela ocupa el primer lugar en las reservas de petróleo y Libia, el noveno. A su vez Irán —otro de los miembros del eje del Mal, pese a no figurar en ninguno de los ránkings de violencia— ocupa el cuarto lugar en las reservas petroleras y el segundo en las reservas de gas.



La transformación en el uso del discurso de los derechos humanos es, por lo tanto, preocupante. Los medios masivos de comunicación intentar atizar nuestras emociones con imágenes de víctimas civiles, en las que algunas decenas de personas son aniquiladas frente a las cámaras. Pero cabe preguntarse por qué se difunden esas imágenes, por qué esas víctimas merecen nuestra atención en tanto que otras (generalmente más numerosas e incluso en conflictos más antiguos) continúan ignoradas. Cualquiera que se atreva a cuestionar la prioridad es calificado de cómplice del régimen estigmatizado, sea Libia, Irán o Venezuela. Las «otras violaciones» se deben discutir después pero los activistas, los políticos e incluso los académicos se ven obligados a tomar postura y condenar las violaciones estatales de los derechos humanos en los territorios que ocupan la escena mediática y son inmediatamente silenciados cuando buscan señalar la desproporción entre dicho territorio y los desastres producidos en otro lugar del mapa, silenciado mediáticamente.


Una vez que las reservas petrolíferas y gasíferas del territorio intervenido se encuentran bajo control de las fuerzas de intervención, dicho país desaparece automáticamente del foco aunque, por lo general, las víctimas civiles no sólo no disminuyen sino que por lo general escalan al triple, a diez o a treinta veces la gravedad previa a la intervención (es el caso de Irak, Siria o Libia).

Sin embargo, el tema sale de agenda y otro nuevo territorio con recursos energéticos pasa a ocupar su lugar. ¿Cuántas noticias aparecieron a partir de 2012 sobre Libia? ¿En qué lugar del ránking de denuncias de los organismos internacionales de derechos humanos se encuentran Libia, Sri Lanka, Myanmar, Honduras o Irak hoy?
Los «derechos humanos» han logrado ser colonizados y apropiados por el poder hegemónico. Con importantes becas y subsidios de gobiernos y fundaciones internacionales, se ha desarrollado un hábitat confortable donde circulan fondos para conferencias o eventos pero en el cual el conocimiento producido acerca de la prevención de la violencia contra población civil ha perdido su carácter crítico y su intención contrahegemónica. Conscientemente o no, muchos activistas o «profesionales» de los derechos humanos han aceptado jugar este juego.


En un nuevo aniversario del 24 de marzo también es necesario comprender y hacerse cargo de estos cambios, renegar de los subsidios envenenados y recuperar a la lucha por los derechos humanos como una herramienta de los pueblos, para lo cual resulta necesario dudar de la pátina políticamente correcta del «yo denuncio las violaciones a los derechos humanos allí donde ocurren» para recuperar el pensamiento crítico que nos permita evaluar no sólo la distinta gravedad de las situaciones sino las intencionalidades que, disfrazadas bajo un discurso de los derechos humanos y la «responsabilidad de proteger» a los civiles, hoy solamente buscan un nuevo modo de legitimar el expolio histórico de los recursos de nuestros pueblos.

Daniel Feierstein
Profesor titular UBA/UNTREF. Investigador CONICET. Director del Observatorio de Crímenes de Estado, UBA.