A Mario Wainfeld

Impresionante volver a leer el editorial de La Nación de Joaquín Morales Solá del 15 de abril de 2004. Se llama “Menem, montoneros y el error de comparar el hoy con el ayer”. Está escrito en respuesta a la entrevista que por aquellos días ese mismo diario le había hecho al expresidente Menem, en la que el riojano definió al gobierno de Kirchner como “el gobierno de los Montoneros”. Sin rodeos. Derecho viejo. La versión menos lúcida de Menem, un político astuto. Impresionan primero dos cosas: 1) el peso residual de la palabra de Menem en ese año (Aníbal Fernández despotricó después contra la decisión del diario La Nación de entrevistarlo); 2) cómo “relativiza” el peso del pasado en ese presente el editorialista y cómo eso se dio vuelta en su cabeza años después.
Morales Solá dice ahí que todos los gobiernos peronistas tuvieron hombres que fueron parte de Montoneros (enumera a Julio Mera Figueroa, Luis Prol, Alicia Pierini, durante el menemismo), y desdeña por completo una participación protagónica de Kirchner, Cristina, Lavagna, Pampuro, Alberto Fernández, Filmus, etcétera, en aquellos años y aquellas organizaciones. Se podría haber llamado su editorial: “Todos perejiles”. De hecho, dice del entonces canciller Rafael Bielsa: “El canciller Rafael Bielsa merodeó los círculos montoneros, pero tenía poco más de 20 años en la mitad de los setenta. ¿Quién no se equivocó a esa edad? ¿Hay acaso una condena eterna para los arrebatados pecados de juventud?”.
Pero Morales Solá se hace eco de las críticas que aún flotaban en el aire contra aquella jornada larga del 24 de marzo de 2004 y el acto por partida doble: bajar el cuadro de Videla en el Colegio Militar Del Palomar y luego dar el discurso en la puerta de la ESMA en el que pide perdón “en nombre del Estado” y omite los avances durante el gobierno de Alfonsín, que después subsana por línea privada. Leamos a Morales Solá: “Una conclusión posible es que resulta inservible, cuando no absurdo, juzgar el presente con las categorías ahora inexistentes del pasado. Sin duda, el Presidente contribuyó a encender la mecha de un debate ardiente con su discurso en la ESMA –y con la innecesaria solemnidad del acto en el Colegio Militar– para conmemorar los 28 años del comienzo de la última dictadura y colocar al jefe del Ejército en la situación de descolgar dos cuadros de ex presidentes militares. (…) Su error, en todo caso, no es gobernar con los montoneros (que a esta altura es como gobernar con nadie), sino el de haberse enamorado de una retórica setentista. Es ciertamente una antigualla. Por ejemplo, su permanente querella con el mundo empresarial, al que culpa de todos los males que lo aquejan, está a destiempo hasta con los socialistas españoles o con la socialdemocracia europea y escandinava.”

Fui a una audiencia de la causa ESMA una mañana del año 2011 en Comodoro Py. Ese día declaró el Tigre Acosta. La declaración fue un discurso, un alegato sordo, una cantinela de anécdotas para nadie, en una sala de audiencia fría, indiferente. Su dicción parecía a la de un hombre del corredor náutico del Gran Buenos Aires, el dueño de un velero con jerga marina y prejuicios intactos. Sus palabras eran el intento extemporáneo de seguir hurgando en las razones ideológicas de esa guerra sucia para justificarse y para mostrarse no solo como el triunfador sino como el garante de un orden. Aunque ya no del orden que sostiene justamente estos juicios (como Massera les empechó a los jueces en 1985 durante el “histórico juicio” en su giro más lúcido al decirles que estaban ahí porque habían ganado ellos, si no, habría “tribunales populares”). Este Tigre Acosta versión 2011 revolvía papeles, se le perdían las hojas, buscaba datos, todo era impreciso en una nube de hechos sin conexión lineal porque además su negocio era desordenarlos más. Decía sentirse un perseguido de los Montoneros aquel ya también lejano día, unas semanas antes del triunfo de Cristina con el 54% de votos en las urnas. Pensé: no te salva nadie, Tigre. Era un reo, un solo, con un traje mesiánico deshilachado, balbuceante de una vieja furia ideológica. Las cartas estaban echadas. Lo rodeaba la indiferencia pública. Juicios ya en un pliegue del poder judicial.

Kirchner nació en el barro. No lo digo en tren de cimentar aún más esa “estetización” que la metáfora “barro de la política” subraya para denostar en nombre de la “realpolitik” a un supuesto interlocutor acusado de idealista o ingenuo. No. Tres veces no. Solo asumo ese barro real, su construcción en base a operaciones simultáneas en las que fue despejado su camino al gobierno, y una vez en el gobierno, su camino al poder. Kirchner tuvo mucho poder, porque Kirchner produjo mucho poder. La “caja” de ese poder es tal vez la versión y la línea más vidriosa de esa construcción (en la actualidad es un proceso a cielo abierto en el que se despelleja toda esa entretela entre poder político y poder económico de ayer y hoy), pero no la única versión de lo que fue.
Kirchner anunció temprano cuál iba a ser el primer rezo de su valoración: la “recuperación de la autoridad presidencial”. De la Rúa tuvo los votos y los dilapidó uno por uno. Duhalde tuvo el poder sin votos. Kirchner tuvo el poder, pellizcó votos para salir segundo de la mano de Duhalde, y Menem, su rival, se fue haciendo el último daño posible: eludiendo un balotaje que le hubiera dado a Kirchner una avalancha de votos inconmensurables. Pero, ¿hubiera sido Kirchner el presidente que fue después un balotaje triunfante? ¿Esa debilidad congénita con que nació su presidencia tuvo algo que ver, o no, con su construcción obsesiva de poder? No era solo un presidente “hijo de la crisis”, sino también un presidente sin poder de origen, puesto casi a dedo por Duhalde, y en condiciones sociales que él mismo describió en una buena frase: “asumí con más desocupados que votos”. Quienes lo junaron desde Santa Cruz dicen que Kirchner siempre fue igual. Pero Kirchner fue un presidente exasperado con su debilidad. Frente a la sombra terrible del 2001, frente a los pobres y sus representaciones en busca de una alianza social de Estado (intendentes, sindicalistas, movimientos sociales) y frente a las clases medias en busca de todas las formas de alivio (subsidios, consumo, contención del dólar). Y frente a esa debilidad probó todo: desde absorber los reclamos punitivos (como con Blumberg) hasta combatir la que creyó una representación orgánica de las capas medias (el diario Clarín a partir de 2008).


Kirchner trabó un pacto de sangre con el movimiento de derechos humanos y el entorno de ese movimiento, que podríamos llamar “izquierda social”.

Todos los presidentes importantes elaboraron en esa relación su contraseña con la Historia. Alfonsín con el Juicio a las Juntas, Menem con los indultos. Todas fueron medidas solemnes. Significaran lo que significaran, sacrificaran lo que sacrificaran. Tampoco indultar fue exactamente fácil o gratuito para ese Menem de patillas, dólar indomable, inflación galopante y arcas vacías. Pero Kirchner quiso organizar su gobierno, su relato, con la lectura de la crisis de 2001 en una clave definitivamente progresista. Por eso, ese día que recordamos ahora (el 24 de marzo de 2004) resulta crucial, porque ahí selló el pacto de sangre, un compromiso sin retorno. Fue el primer 24 de marzo como presidente.
Sin embargo, la relación de Kirchner con “lo histórico” es más compleja porque su presidencia se inaugura sobre aguas más calmas que las del inolvidable 2002. Ese leve destiempo entre “lo peor” de la crisis (2001/02) y el comienzo del despegue (2002/03) se pasa de largo en muchas lecturas. Dicho rápido: no hay Kirchner sin Duhalde. De hecho Kirchner cambia muchas cosas pero no al ministro de Economía, no al de Salud, ni a algunos más.
Volvamos para ver esto con los dos grandes líderes anteriores de la democracia. Alfonsín tiene un año: 1983. Nadie despega a Alfonsín del mosaico de imágenes de ese arribo al poder que era el arribo del orden civil, su laicidad, su recitado del Preámbulo, la asunción un 10 de diciembre (día de los derechos humanos). Menem tiene un año: 1989. El peronismo volvía al poder de la mano de un hombre excéntrico, popular y de la periferia con el telón de fondo de los saqueos y la híper. De modo que en el suceso de Alfonsín y Menem, dos transformadores, qué duda cabe, estaba ocurriendo la Historia y eran dos emergentes, dos liderazgos de oferta y de demanda al mismo tiempo. Y tenían que decidir qué hacer en la Historia. La salida de la dictadura, los derechos humanos, la deuda externa, la hiperinflación, los deshielos militares y las transiciones en la región, el Consenso de Washington, la caída del bloque del Este. Podemos pasar un día enumerando el camino vertiginoso de esos años 80. En Kirchner hay un elemento más “expuesto”, una costura deshilachada: Kirchner quería “hacer Historia”. El año decisivo no había sido “el suyo”: fue el 2001.
Si sostenemos que Kirchner quería hacer historia, como decían en el viejo programa Brokers el Tata Yofre y Cherashny, esa especie de reality show en el Florida Garden, “fueron por el oro, ahora van por el bronce”, y frente a eso reponemos entonces la imagen de “bajar el cuadro” con la que pretendía plastificar los sentidos de su gobierno. Llega Kirchner caminando junto al ministro de Defensa, José Pampuro, por los pasillos del Colegio Militar. Más atrás el general Bendini. “¿Cómo hacemos?”, le pregunta su ministro. Se ve a Kirchner hacer la seña de la explicación gestual: se para en el banquito y con las manos baja el cuadro. Simple. Pero la pregunta, entonces (¿por qué bajó el cuadro?) tiene su respuesta en la ansiedad de conocer el secreto. Como en algunas casas: porque detrás de ese cuadro estaba la llave de la historia.

Martín Rodríguez
Periodista y analista. Publicó Orden y Progresismo, los años kirchneristas (Planeta, 2014). Escribe en La Política Online, Le Monde Diplomatique y revista Crisis. Es editor de Panamá Revista y La Nación Trabajadora.