La prolongada crisis cambiaria que está viviendo la Argentina, con su impacto sobre todos los aspectos de la vida social, pone nuevamente en discusión algunos de los problemas que el país no ha logrado resolver. Se desatan debates sobre aspectos parciales de la cuestión: ¿tipo de cambio alto o bajo? ¿Cómo combatir la inflación? Pero en el camino se van naturalizando una serie de cuestiones económico-sociales que no deberían tomarse como dadas. Al contrario, quizás abordando viejos problemas con nuevas ópticas e instrumentos podamos deshacer ciertos nudos que parecen petrificados.
Los experimentos neoliberales destruyen el valor de la moneda
Una de las características sistemáticas de todos los procesos neoliberales en la Argentina ha sido la sobrevalorización cambiaria. El mecanismo es extremadamente sencillo y previsible: cada experimento neoliberal, a poco de iniciado, procede a la apertura financiera de la economía, es decir, permite el libre movimiento de capitales líquidos desde y hacia la economía nacional.
Por lo general, estos procesos de apertura están acompañados por el establecimiento de una tasa de interés local lo suficientemente atractiva para que capitales globales estén dispuestos a ingresar a la economía local. Su permanencia estará supeditada a la constante comparación entre la rentabilidad que se obtiene en la plaza local versus otras plazas y los riesgos que puede sufrir esa colocación por un repentino cambio de condiciones. Resultado de esto es el ingreso masivo de fondos en dólares que inundan el mercado local provocando el fortalecimiento (transitorio y artificial) de la moneda local frente a la divisa externa. De esa forma, se perjudica el tipo de cambio requerido para hacer viables las ventas de bienes y servicios locales en el exterior, promoviendo el déficit comercial.
A pesar de que el resultado catastrófico en términos de crisis y devaluaciones es evidente, la Argentina ha adoptado varias veces estrategias de atraso cambiario, tanto sea por experimentos financieros como para tratar de estabilizar los precios internos (usando al dólar “estable” como mecanismo antiinflacionario) y también como estrategia electoral: se sabe que dólar atrasado en general se asocia a salario con mayor poder adquisitivo y, por lo tanto, una política de atraso cambiario incrementa la predisposición positiva de los votantes frente al gobierno.
Las políticas económicas argentinas parecen encerradas en una trampa: o un dólar “barato” -que arruina el comercio exterior e incrementa el endeudamiento, pero favorece al salario real y “gusta” a los consumidores- o un dólar “alto” -que hace más competitiva a la economía, pero que garantiza un salario más pobre y un mercado interno deprimido.
La salida: cuestionar la “dolarización de la economía”
Es cierto que una serie de procesos globales y de malas políticas locales han condicionado a la economía nacional, en el sentido que la han hecho más dependiente de insumos, partes, piezas y máquinas importadas cuyos precios están en dólares. Además, los precios de los bienes que exporta son fijados en dólares en el mercado global. Pero una vez dicho esto, nada autoriza a pensar que todos los precios de la economía nacional están en dólares ni que merecen ser tratados como “dolarizados”.
Es evidente que los salarios no están dolarizados, que numerosos servicios no están dolarizados (ya que su proceso de formación de precios no está incidido significativamente por costos en dólares) y que la producción de muchos bienes contiene sólo parcialmente insumos dolarizados.
Sin embargo, con creciente frecuencia se usa el argumento de la dolarización para justificar que todo movimiento del dólar sea suficiente para que presenciemos una oleada interminable de remarcaciones de los más variados y diversos consumos populares. Incluyendo los bienes y servicios fundamentales de la canasta básica.
Poner las cosas en su lugar
No hay ninguna ley económica que diga que los precios internos de un país deben moverse en paralelo a la cotización de la divisa de referencia en el mercado de cambio. Sí, en cambio, hay una ley muy básica del capitalismo: en la medida de lo posible, se tratará de obtener la mayor rentabilidad posible, a costa de proveedores y consumidores.
La economía argentina tiene una larga experiencia de desvinculación de los vaivenes cambiarios de los precios internos, a través de la regulación de los aranceles de importación y de las retenciones u otros impuestos a la exportación. Esto permite -dentro de ciertos límites- regular el sistema de precios internos en función de objetivos de política doméstica.
Tendemos a pensar, sin embargo, que en una economía fuertemente oligopolizada como la argentina, la práctica de la sobrerreacción, disfrazada con la excusa pseudotécnica de la “dolarización” de los precios (que vaya a saber de dónde surgiría, de qué fuerza misteriosa extraempresaria provendría), permite incorporar rentabilidades adicionales en cada una de las crisis cambiarias.
Es fácil demostrar que si se logra trasladar el porcentaje de aumento de un insumo al valor total del precio final de un producto, la rentabilidad aumenta. Ése es el nuevo “derecho adquirido” de los oligopolios locales, que parece volver imposible la idea de que pueda existir una devaluación real en la Argentina, salvo contra el salario.
Numerosos grupos empresariales, que no compiten en el mercado mundial, han decidido que sus ganancias están “dolarizadas”. Esto significa que por el simple hecho de que suba el dólar, remarcan sus precios, independientemente de que lo justifique su estructura de costos. Lo mismo ocurre con capas importantes de profesionales, comerciantes y gerentes de grandes empresas.
Se trata de un “derecho adquirido” que no tiene ningún fundamento “técnico”, sino la capacidad de una elite de imponer al resto de la sociedad, bajo diversas excusas pseudotécnicas agrupables bajo el rótulo “dolarización”, redistribuciones sucesivas a su favor. Las Ciencias Sociales harían bien en contribuir a develar estas grandes estafas presentes en el discurso económico que consumen los argentinos de a pie.
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