Diciembre de 2001 y los meses que siguieron, digamos, hasta mediados de 2002 forman parte de lo que, desde hace tiempo, las ciencias sociales identificaron como coyunturas críticas, puntos de quiebre en la historia de las sociedades. La fluidez de las lealtades, la incertidumbre respecto de los recursos políticos y económicos con que contaban los gobernantes provisionales de entonces, pero también los aspirantes a recoger el guante del “que se vayan todos”, así como los encuentros inesperados en las calles de la ciudadanía movilizada ampliaban enormemente el horizonte de lo pensable y de lo posible en política. El entonces presidente Eduardo Duhalde consultaba a economistas heterodoxos y ortodoxos: las propuestas del exasesor del Fondo Monetario Internacional, Mario Blejer, y del exasesor del gobierno sandinista en Nicaragua, Daniel Carbonetto, eran audibles a la hora de buscar soluciones para un país que apenas salía de su punto más bajo en el ciclo democrático iniciado en 1983.
Esa crisis, la primera del siglo XXI, dio lugar al nacimiento de dos movimientos políticos cruciales para la Argentina de las décadas siguientes. El peronismo kirchnerista y el macrismo. El primero logró reconciliar al peronismo con la cultura y los valores progresistas, pero también con ciertos aspectos centrales del programa peronista clásico: industrialista, mercado-internista, redistributivo. Ambas posibilidades habían quedado seriamente lesionadas con el “giro copernicano” que le había impreso Carlos Menem a ese movimiento. El segundo representó un nuevo intento de construir una fuerza partidaria de centro-derecha competitiva electoralmente, que con el tiempo se revelaría más pragmática que sus predecesoras y que se consolidaría a partir de la renuncia a tomar los atajos que aquéllas habían emprendido cuando la vía autoritaria se había cerrado definitivamente: a diferencia de la UCEDE y de Acción por la República, Propuesta Republicana (PRO), la formación política de Mauricio Macri, eludiría a lo largo de su historia sumarse a un armado dominado por alguno de los partidos tradicionales. En cambio, incorporaría a sus filas radicales y peronistas en roles subordinados, y sólo aceptó formar una coalición con la Unión Cívica Radical cuando estuvo claro que ésta no podría sino dejarse dirigir por el programa y a la estrategia fijada por el PRO.
De modo que tanto el kirchnerismo como el macrismo constituirían dos lecturas de la crisis de 2001-2002. O, lo que es lo mismo, dos interpretaciones de la caída del programa neoliberal basado en la convertibilidad de la moneda nacional con el dólar, en la apertura de la economía y en el retiro del Estado de algunas actividades económicas estratégicas, como la energía, el transporte y la metalurgia.
¿Qué tipo de interpretaciones ofrecieron a la ciudadanía estas dos formaciones políticas? El kirchnerismo, como dijimos, sostendría la necesidad de desandar aunque fuera parcialmente el neoliberalismo. El macrismo, en tanto, predicaría que era necesario volver a la senda de las reformas, pero realizarlas sin “desvíos” populistas.
Frente a la crisis de legitimidad de la “clase política”, ofrecerían soluciones también disímiles. El kirchnerismo recuperaría al inicio la agenda republicana de la justicia y la transparencia, que el macrismo retomaría al final de su recorrido, con la conformación de la alianza Cambiemos. Ambos coincidirían en el diagnóstico sobre la crisis del bipartidismo tradicional e intentarían construir transversalidades partidarias, aunque en sentidos diferentes.
Ninguna de las dos formaciones se sumaría al “que se vayan todos”. Néstor Kirchner interpretó que ese grito conllevaba la demanda de recrear una autoridad estatal sólida, que hiciera posible construir un orden sobre nuevas bases, y que al mismo tiempo se dejara perforar por el activismo social de los movimientos sociales que habían acumulado demandas desde los inicios de la transición democrática: movimientos de derechos humanos, grupos piqueteros, movimientos de género. El macrismo, en tanto, creyó que era necesario que personas provenientes de dos universos en los que se había concentrado particularmente la actividad de las clases medias-altas y altas argentinas en los años ochenta y noventa se “metieran en política”. En efecto, managers del mundo de los negocios y profesionales de ONGs y fundaciones debían traer eficiencia y transparencia a la política.
Ambas fuerzas entendieron que la crisis social y política de 2001-2002 había dejado una huella indeleble en la democracia argentina: por convencimiento o por necesidad, era menester que el Estado consolidara formas de bienestar –aunque fuesen precarias– para los sectores informales a través de programas de transferencia de ingresos. Ambos movimientos les imprimirían sentidos diferentes, pero la centro-derecha, tras la caída de la convertibilidad, ya no podría concebir un ajuste sin compensaciones “por abajo”.
En definitiva, dos tipos de programas políticos y dos tipos de anclajes sociales definirían a estos hijos de 2001. Estos actores social y programáticamente divergentes serían, pasada casi una década de la crisis de 2001-2002, los protagonistas de la polarización política más importante que vivió el país en el actual ciclo democrático. Quizá la profundidad de esta polarización radique, en parte, en la profundidad de la crisis de la que emergieron esas posiciones, pero también en que por primera vez en la historia argentina el espacio partidario se organizó parcialmente en relación con el eje izquierda-derecha. O, lo que es lo mismo, por primera vez esas posiciones no se entremezclaban en fuerzas políticas sumamente heterogéneas con coaliciones dirigentes de definiciones valóricas imprecisas, sino que daban lugar a formaciones partidarias conducidas por coaliciones orientadas del centro hacia la izquierda en un caso, y de la derecha hacia el centro, en el otro.
El desacuerdo respecto de las verdaderas causas de aquella crisis también es, probablemente, una de las fuente del desmonte –¿parcial?– propuesto por el macrismo del consenso posneoliberal consolidado en los años kirchneristas. Las dificultades para llevar a cabo ese desmonte no radican solamente en la falta de apoyos socioeconómicos sólidos –por ejemplo, empresarios inversores que generen actividad económica más allá de la ganancia financiera–, sino también en cierta dureza de algunos acuerdos respecto del nivel de salarios, las expectativas de consumo y las demandas de bienestar que poseen las clases medias, pero también los sectores populares. En ambos casos, dotados de recursos organizativos desiguales, pero poderosos para oponer resistencia a un nuevo consenso pro-mercado.
En cierta medida, entonces, la Argentina de 2018 discute aún si el neoliberalismo de los años noventa fue la causa del derrumbe de 2001 o si lo fue más bien la “mala aplicación” de esas recetas. Ninguna de las posiciones logró hasta ahora movilizar bases socioeconómicas sólidas que permitan desarrollar un programa durable, aunque mantienen núcleos duros de apoyo electoral bastante estables. Las consecuencias de los fracasos de unos y otros son de orden opuesto: mientras el posneoliberalismo muestra sus límites cuando pierde su “combustible” de la mano de la restricción externa, el proyecto pro-mercado suele acogotarse políticamente cuando las demandas de ajuste infinito abandonan cualquier tipo de racionalidad política y provocan contestaciones en las calles, como en aquellos meses de 2001 y 2002. La historia nunca se repite, pero huelga decir que los ciclos políticos inaugurados en dicha crisis, la primera del siglo XXI, no pueden comprenderse sin hacer referencia al largo conflicto distributivo de la Argentina del siglo XX. Y eso sería asunto de otro artículo.
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