El Tigre Acosta entró gritando “Ganamos, ganamos”.

“Si ellos ganaron, nosotros perdimos”, pensé.

Todos éramos prisioneros. Desde hacía días, semanas, meses, años, el Grupo de Tareas recluía secuestrados en el Casino de Oficiales durante tiempos variables.

“Tenemos todo el tiempo del mundo”, afirmaban. Y así era. También en junio del 78. Tenían tiempo y poder. Poder para matar, y poder para no matar, para dejar vivir. Matar en la sala de torturas, al día siguiente, al mes, incluir en la próxima lista de “traslados”. Poder para dejar vivir unos días, a veces años. Poder para devolver a unos pocos al mundo que seguía del otro lado de las rejas de la Esma. Ese poder incluía otro poder: seleccionar entre los cautivos en el centro clandestino a algunos –pocos, muy pocos– para ensayar sobre ellos el “proceso de recuperación” y usarlos como mano de obra esclava. Mientras la mayoría permanecía en silencio, inmóvil, engrillada, esposada, encapuchada, en Capucha, en Capuchita, hasta en el sótano, en ese mismo sótano, en el Dorado, en la Pecera, los “seleccionados” –siempre temporarios, ahí todo podía cambiar según la voluntad de los seleccionadores– debíamos realizar las tareas que nos ordenaban: escribir a máquina, arreglar desperfectos, leer y resumir información de prensa, falsificar documentos… Accedíamos a diarios y revistas, hablábamos entre nosotros, y hasta podíamos ver televisión en horarios autorizados.

Fotografía: Martín Schiappacasse

Yo dormía en Capucha, y hacía trabajo esclavo en la Pecera: escribía a máquina. Hablábamos sobre el mundial, sabíamos las fechas, que en el exterior organizaciones de solidaridad y hasta algunos equipos habían discutido si había que boicotearlo o no. Fue un tema controvertido: la oposición al boicot se fundamentaba en que el fútbol era una pasión popular que era imposible desconocer, que una actitud como esa iba a provocar rechazo en el pueblo, que no se iba a entender. Quienes estaban a favor argumentaban que había que impedir que la dictadura mostrara una cara supuestamente popular y le sacara provecho. Era un dilema parecido al que aparece cuando se habla de las olimpíadas durante el nazismo…

En las publicaciones extranjeras podíamos ver señales de esas discusiones: denuncias sobre la situación del país donde se jugaría el mundial, comunicados que cerraban con la consigna “Argentina campeón, Videla al paredón”. Montoneros, por ejemplo, decidió no boicotear, y sí aprovechar esos días para extender la campaña de denuncias, incluso –esto lo supe mucho tiempo después– hizo una especie de “protocolo” –diríamos con el lenguaje actual– de qué alcances y restricciones tendrían las acciones armadas que iban a llevar adelante.

Fotografía: Martín Schiappacasse

Pero el mundial, además del dilema que anoto más arriba, multiplicaba peligros: los organismos de Derechos Humanos y la militancia que seguía resistiendo en la clandestinidad iban a aprovechar la presencia de periodistas extranjeros para denunciar ante ellos los crímenes de la dictadura y romper así el cerco de silencio desde adentro mismo de la Argentina. Volverían compañeros que estaban en el exterior para participar de operativos y para denunciar.

Obviamente, también los milicos lo sabían, y lo veían como oportunidad para seguir de cacería.

No lo hablábamos entre nosotros, los prisioneros; el alerta sobre qué decir y a quién era permanente. Pero era, seguro, un temor compartido: que la vulnerabilidad de los compañeros y compañeras que estaban en libertad fuera todavía mayor. Además, seguro que les gustaba el fútbol, a lo mejor hasta planeaban alguna volanteada en un partido… Eso también lo sabían los marinos; para ellos cualquier acontecimiento en el que se reuniera gente, por ejemplo, un circo, una cancha, podía juntar “blancos” potenciales.

Los secuestrados, aun en ese mundo subterráneo, desaparecido del exterior, también hablaban de fútbol, de los jugadores, de Menotti. Acerca de él las disquisiciones eran larguísimas: que si era verdad que tenía cercanía con el Partido Comunista; que tenía una concepción del fútbol más de grupo, no de individuos, y paradójicamente los milicos, que habían prohibido la teoría de conjuntos porque “juntarse” era una amenaza para el occidente cristiano, no se habían dado cuenta de eso… Yo no abría la boca, no tenía la menor idea de cuál era la estrategia de Menotti, ni lograba entender –todavía hoy no lo entiendo– cómo podían estar hablando horas acerca de si el esquema tenía que ser 4, 4, 4, 3, 3, 3, o algo así.

Los días de partido marcaron, de alguna manera, el ritmo de lo que sucedía en el campo de concentración. El Grupo de Tareas intensificó su actividad criminal: los malditos “paseos” se multiplicaron. Paseos: salían en auto, llevando a algún prisionero de quien pretendían que, si veía a algún compañero, lo “marcara”. Terminales de micros, estaciones de trenes, aeropuertos, llegada de aliscafos, puestos fronterizos… Allí una patota al acecho y un cautivo durante horas, en un “estático”. Esos días volvieron casi siempre con las manos vacías. Fue entonces que me sacaron por primera vez: en la caja metálica de una camioneta que llamaban Swat, acondicionada para torturar ahí mismo, en la camilla atornillada al piso. La Swat circulaba por toda la ciudad a la pesca. Volvió como salió: con una única cautiva, yo. Una noche me llevaron a un bar que estaba en Paraná y Sarmiento. Enfrente, en el Centro Cultural San Martín se reunía la prensa y los del GT pensaban que algún militante podía acercarse a hablar con periodistas extranjeros…

Un plus de horror el tiempo del mundial.

Un día varios secuestrados estábamos hablando en el cuarto del fondo de la Pecera y se escuchó un ruido. Alguien dijo: “Un trueno”. “Ma qué trueno –sentenció el Pelado Jaime–, eso fue un cohetazo”. Tenía razón, Montoneros había disparado contra el Cuatro columnas, y dicen que acertó ahí donde está escrito “Escuela de Mecánica de la Armada”.

Los partidos los veíamos en un televisor blanco y negro que estaba en la última oficina del lado derecho del pasillo que dividía la Pecera. No puedo aventurar qué pasaba por dentro de cada compañero, pero en esas horas era como si entráramos en una especie de burbuja.

–¡Dale!

–El Beto Alonso…

–Pero Kempes…

–Luque.

–Ardiles.

–Dale, dale, César Luis –cuando enfocaban a Menotti.

El oficial encargado de la Pecera era el teniente de navío Juan Carlos Rolón, alias “Niño”. Era muy futbolero, sobre “el Beto” Alonso mantenía largas parrafadas con sus prisioneros.

A los desaparecidos que estaban las veinticuatro horas recluidos en Capucha el mundial les “llegaba” en los gritos de la cancha cuando se jugaba en River. Tan cercana, y a años luz de la ESMA…

El día de la final hasta yo me sumergí en la lógica de la burbuja. Cuando terminó el partido, gran algarabía… Eufórico, y gritando “Ganamos, ganamos”, entró Acosta. Les dio la mano a los varones y a las mujeres un beso.

La certeza se me hizo de plomo: “Si ellos ganaron, nosotros perdimos”.

Al rato, un verde nos nombró a varios y dijo “Prepárense para salir”. A mí me subieron a un Peugeot 504 verde en el que iban el prefecto Héctor Febres, alias Selva, y el suboficial Mendoza. El auto dobló en Cabildo hacia el Centro. Yo no podía creer, semejante multitud gritando, saltando feliz. Me asfixiaba. Le pedí permiso a Febres para asomarme por el techo “para mirar cómo festejan”. Me paré y vi. “Si me pongo a gritar que soy una desaparecida, nadie me va a dar pelota”, pensé mientras lloraba.

“¿Adónde volver los ojos para no desesperar?”, ésa era mi pregunta, aunque entonces no me la formulaba así. Pero ésa ra. Muchos años más tarde la encontré en ESMA. Fenomenología de la desaparición, de Claudio Martyniuk. Ésa es. Martyniuk anota reflexiones que al leerlas se me vuelven interrogantes: ¿hubo en millones una “cesión de su autonomía moral, con su consiguiente pérdida de conciencia, de capacidad de evaluar”? “Desapareció la ley y la autonomía política. ¿Cómo?”.

Había tantos autos que no podían seguir avanzando, entonces dieron la vuelta y enfilaron para Martínez, hasta una parrilla sobre Maipú, donde seguía ese fervor popular que hubiera merecido otro acontecimiento. Alrededor de la misma mesa, torturadores y torturados. Otra vez la asfixia. Pedí permiso para ir al baño. Ahí adentro, con la puerta bien cerrada, empecé a escribir con un lápiz de labios sobre los azulejos “Milicos asesinos, Massera asesino, vivan los montoneros”. Un lápiz de labios para no desesperar.

Volví a la mesa. Volví a ser una prisionera, y quería volver a Capucha. Conocía más la horrible lógica del mundo subterráneo que lo que estaba viendo afuera.

Eso era la soledad: saber que si gritaba que era una desaparecida, nadie me haría caso.

El 25 de junio fue “la final”, pero no fue “el final” del plan de caza intensivo del Grupo de Tareas. Mantuvieron y renovaron las tramperas en los puestos fronterizos. “Los que entraron van a salir. Ahí van a caer”, se relamían.

Fotografía: Martín Schiappacasse

Me llevaron a Paso de los Libres. Custodiadas por Febres y Mendoza, Alicia Milia y yo subimos a un avión de Aerolíneas Argentinas; al final de la escalera una azafata daba la bienvenida a los pasajeros. Era La Tere, Teresa Cianciabella. Con ella habíamos compartido clases y exámenes de Sociología, la histórica marcha a Ezeiza el 20 de junio del 73, infinidad de bares y noches de proyectos revolucionarios y debates políticos en nuestras casas. El mensaje sin palabras fue “no nos conocemos”. Una vez más el terror: ser un peligro para aquellos que nos conocían. Recuerdo su mano temblorosa dándome un vaso de Coca-Cola durante el trayecto. Tan temblorosa como la mía, con Febres sentado a centímetros.

Cuando el avión aterrizó me puse en la fila para bajar. Febres detrás de mí. En la puerta, otra vez la Tere. Con un movimiento invisible –pero que a mí me aterró– me puso un papelito en el ángulo del brazo con el que sostenía mi saco verde. ¿La habrá visto el Gordo Selva? Esa angustia me persiguió hasta que encerrada en el baño del hotel –en el que ya había otras dos secuestradas–, lo saqué del escondite y lo leí. “Querida… ¿? –decía– no entiendo nada, pero como siempre, contá conmigo. Tere”. Era un tesoro, pero lo rompí en pedacitos y lo tiré. Una vez más tenía hacia dónde volver los ojos: la fraternidad de la Tere. Para no desesperar.

Nos llevaban por turno al puesto fronterizo. Una prisionera, un custodio. Seis horas en la oficina de Migraciones donde debíamos mirar quiénes entraban y quiénes salían, estudiar los documentos para ver si eran falsos…

El jefe del II Cuerpo de Ejército, Galtieri, estaba en Paso de los Libres el día que, cuando me senté con el custodio de Prefectura a mi lado, vi a un compañero entregando sus documentos en el mostrador. Él me vio. Nuestro pánico debió ser equivalente. Yo sabía que no iba a denunciarlo, pero él, ¿qué imaginaba? ¿Cómo reaccionaría ante ese peligro objetivo que era yo? Terminó su trámite y se fue. Estando ya en el exilio, supe que lo habían matado a mediados de 1979.

Un mediodía llegó Astiz. “Vengo a buscarlas”, nos dijo. Custodiadas por él, Ana María Martí y yo, otra vez llevadas a la Esma. Jorge “el Puma” Perren, entonces jefe de Operaciones del GT, nos llevó a una oficina de Los Jorges. “Tengo que comunicarles que el Pelado Dri se escapó”, nos dijo.

Ese infernal cerrojo que montaron no les sirvió.