¿Por qué hablar de febrero de 1975 en un aniversario del 24 de marzo de 1976?

Dejando de lado los discursos abiertamente negacionistas, no hay intentos serios por desconocer que los Centros Clandestinos de Detención comenzaron a existir en Argentina un año antes de que comience la dictadura militar: fueron instalados en febrero de 1975 en Tucumán, bajo el amparo del llamado Operativo Independencia. El más conocido de ellos, aunque no el único, fue la Escuelita de Famaillá, motivo por el cual se ganó el mote del primer CCD que funcionó en Argentina.

Escuelita de Famaillá

Si esta es una verdad relativamente instalada, menos consenso se genera a la hora de ubicar aquel acontecimiento local en el devenir de la historia nacional. El Operativo Independencia, con su saga de desaparecidos y centros clandestinos, suele quedar ubicado en un punto liminar. O aparece como el clímax de la represión estatal antes del gobierno militar o es citado como el antecedente más cercano, la antesala más próxima a las metodologías propias de la dictadura. En ambos casos, el límite que marca lo cualitativamente distinto continúa siendo el golpe de Estado.

En lo que sigue, me gustaría plantear tres argumentos que ponen en duda esa frontera, para lo cual es importante aclarar que no estoy diciendo que dictadura y Estado constitucional sean lo mismo.

Un genocidio no precisa necesariamente de una dictadura para desarrollarse y su devenir no puede ser pensado únicamente a partir de cambios institucionales.

Primer argumento: durante el Operativo Independencia la forma de castigo estatal fue estructuralmente igual a la que se desarrolló en dictadura. Con los datos construidos hasta hoy, sabemos que durante todo el genocidio en Tucumán fueron secuestradas 1.684 personas, la mitad de ellas fue capturada antes del golpe de Estado1. Con una secuencia idéntica a la utilizada durante la dictadura, las/os secuestradas/os durante el Operativo Independencia fueron trasladadas/os a no menos de 60 espacios que fueron utilizados para recluir personas. Al menos 12 de esos lugares reúnen las características necesarias para ser considerados Centros Clandestinos de Detención. 

Existe un dato que sí contraría nuestras lógicas habituales de entender lo sucedido en aquella época: más de la mitad de las víctimas secuestradas durante el Operativo Independencia fue liberada (63%). Ese porcentaje disminuye luego del golpe de Estado (43%), que intensifica la política de aniquilamiento, pero no la inaugura.

Todo ello nos advierte que nuestro modo de comprender la política de desaparición forzada debería incluir necesariamente una segunda vertiente que no es la que termina en una ausencia (la del desaparecido) sino la que termina en una presencia: la del sobreviviente.

Constatar que el cambio cualitativo en las formas represivas en Tucumán no se produjo con el golpe de Estado sino con el comienzo del Operativo Independencia nos deja en la puerta del segundo argumento: ese temprano cambio cualitativo no fue una excepción tucumana, sino que forma parte de una secuencia, de una estrategia escalonada en el tiempo y el espacio que demostró hace muchos años Inés Izaguirre. 

Su metodología de trabajo –que heredamos– consistía en registrar las víctimas y caracterizarlas a partir de algunos atributos. Su estudio mostró un panorama que refutaba dos imágenes polares: aquella que mostraba al golpe de Estado como el comienzo de todos los males y aquella que lo ubicaba como el clímax de un espiral ascendente de violencia uniforme.

Analizando la evolución temporal de las víctimas a nivel nacional, mostró que el proceso represivo tuvo un salto cualitativo dado por dos puntos: 1) a partir de determinado momento hubo un incremento exponencial en la cantidad de víctimas fatales; y 2) cambió la forma en que el Estado ejecutaba: las desapariciones superaron a los asesinatos. Esta torsión en la trayectoria represiva era un indicador que advertía sobre una modificación en la forma de ejercicio de dominación. 

Pero mostró, además, que ese salto cualitativo no sucedió al mismo tiempo en todo el país. Al respecto, formuló tres proposiciones:

1. Tucumán es la provincia donde más víctimas hubo antes del golpe de Estado.

2. El porcentaje de víctimas previas al 24 de marzo de 1976 desciende conforme se va bajando de norte a sur, siendo Capital Federal el lugar con porcentaje más bajo.

3. Tucumán es la única provincia en la que la desaparición forzada de personas superó a los asesinatos durante 1975; tendencia que adquirió carácter nacional a partir del primer trimestre de 1976, es decir, antes del golpe de Estado. 

Esto nos advierte sobre la dificultad de pensar un punto de partida uniforme para la política genocida. Fue parte consustancial de su estrategia fijar prioridades territoriales y avanzar conforme a ellas. Estrategia que, por otra parte, resulta un cálculo elemental de cualquier economía de poder: no es posible ni eficiente golpear al mismo tiempo, con la misma intensidad, en todo el territorio. Las modulaciones temporales y espaciales dentro de Tucumán constatan esta hipótesis: la actividad represiva se concentró inicialmente en la zona sur para luego volcarse a la zona centro y norte. 

Esta lógica de escalonamiento sirvió también a la política de formación de cuadros que siguió el Ejército Argentino. Desde el comienzo del Operativo Independencia, la integración de las fuerzas que operaron en la provincia se resolvió, básicamente, con efectivos del III Cuerpo de Ejército. No obstante, llegaron a Tucumán desde distintas partes del país oficiales, suboficiales y cursantes que se sumaban a las conducciones de las distintas fuerzas de tarea de manera rotativa. Según consta en las normativas, fueron enviados un oficial y tres suboficiales de 49 unidades del Ejército de todo el país. Esta política de preparación de la oficialidad se intensificó en octubre de 1975, precisamente cuando los decretos secretos del Poder Ejecutivo Nacional autorizaban la extensión de la actividad represiva de las Fuerzas Armadas al resto del país.

Constatar que la violencia estatal no se ejerció al mismo tiempo y con la misma intensidad en todos lados deja abierta la pregunta acerca de cuál fue el criterio político por el cual se fijaron estas prioridades y el significado que debe darse a ese criterio.

La presencia en Tucumán de una compañía de monte del Ejército Revolucionario del Pueblo – Partido Revolucionario de los Trabajadores ha funcionado como una manera de despachar rápidamente esa pregunta: la guerrilla determinó esa prioridad, o bien porque era el grado más alto de amenaza para el régimen, o bien porque sirvió de excusa para lanzar un proyecto ya decidido. No es acá el lugar para abordar esta importante discusión. Baste decir, a modo de cierre, que encapsular la respuesta de este modo contribuye a construir la excepcionalidad tucumana, excepcionalidad que es funcional para mantener a raya preguntas que arden.

Nota

1 La información fue extraída de la base de datos sobre víctimas del genocidio en Tucumán que venimos construyendo desde 2015 con el Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTREF), el Observatorio de Crímenes de Estado (FSOC-UBA) y la Fundación Memorias e Identidades del Tucumán. La última actualización fue desarrollada en el marco de un proyecto de investigación, desarrollo y transferencia que coordinamos con Julia Vitar y que tiene como beneficiaria al Espacio para la Memoria Escuelita de Famaillá. Participaron en esta tarea Rita del Valle Rodríguez, Marcela Noemí Suárez Díaz, Karen Magalí Quinteros, María de los Ángeles Gutiérrez, Fabricio Nicolás Nicastro Torres, Carlos Manuel Juárez, Miguel Esquivel, Paulo Burgos, Camila Rocío Leal, Gabriela Bonomi, María Abril Siri, Paula Garat y Ángel Guillermo Villanueva.

Ana Jemio

Doctora en Ciencias Sociales y licenciada en Sociología (UBA). Se desempeña como investigadora en el Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTREF) y el Observatorio de Crímenes de Estado (FSOC-UBA) y es docente de ambas universidades. Recientemente ha publicado el libro Tras las huellas del terror: El Operativo Independencia y el comienzo del genocidio en Argentina (Prometeo).