La pérdida

En 2001 tenía 16 años, aunque la cuenta es fácil, lo tuve que chequear con la calculadora. Es que no me parece que hayan pasado 20 años. 

Mi familia no tenía ahorros en el banco, ni dólares, ni pesos. Mi papá era camionero y mi mamá ama de casa por ese entonces, vivíamos en una zona rural de una localidad de la provincia de Buenos Aires. 

Tengo noción de lo que empezó el 19 de diciembre de 2001 a nivel país, pero el estallido en mi familia empezó un día antes, el 18. 

Mi primo Cristian había estudiado en la Escuela de Policía Juan Vucetich, él era de otra localidad que queda más alejada de la que yo vivía, se crió en O’Higgins un pueblo de pocos habitantes que queda entre Junín y Chacabuco. Mientras cursaba la carrera, mi casa le quedaba más directo a la escuela por la frecuencia de micros de larga distancia. Así fue como por primera vez los fines de semana veía a alguien estudiar. Recuerdo que para unas fiestas de fin de año, mientras todos estábamos afuera preparando el lechón, él estaba solo sentado adentro, en la mesa de la cocina. Con su máquina de escribir color naranja, sus dedos tecleaban y la hoja se iba colgando hasta llegar a la mesa, estaba haciendo un trabajo práctico. Tampoco había visto nunca una máquina de escribir, ahora sé que era una Hermes Baby Orange. 

Cristian venía los fines de semana a mi casa y los lunes a la madrugada tomaba el Chevallier hacia La Plata, donde se quedaba hasta el viernes siguiente. Durante el período de estudios lxs alumnxs cuentan con un haber mensual y al tiempo pudo comprarse un modesto y práctico auto, y ya no estar condicionado a los horarios del micro, y de paso nos llevaba a la escuela los lunes a la mañana a mi hermano y a mí, antes de partir rumbo al Parque Pereyra Iraola, partido de Berazategui, donde se encuentra la institución. 

Nos despertaba con el silbato como si también perteneciéramos a las fuerzas y fuésemos sus camaradas. A nosotros nos divertía, les decía a mis compañeros que él era mi hermano, el mayor. 

Cuando se recibió, se compró una casa, frente a la mía. Se juntaban los fines de semana con mis otros primos y mi hermano (el verdadero) antes de salir, iban a bailar a Spektra, un boliche de Pergamino. Yo pensaba que cuando fuera grande también iría y saldría con ellos. Por el momento me quedaba en mi casa viendo cómo ellos se cambiaban, perfumaban y se iban. 

Una noche salieron más tarde de lo previsto. Mientras los demás lo esperaban, Cristian me explicaba las fracciones de matemáticas que no me entraban en la cabeza. Recuerdo sus números estirados y de lado, escribía con la zurda, tenía una campera de jean marrón clarita.

Su carrera fue en ascenso y entró a un grupo de élite perteneciente a las fuerzas. Ya se había casado y tenía dos hijos. Se compró otra casa y les dejó la anterior a sus papás, mis padrinos, para que no se quedaran solos en el pueblo y estén cerca de sus únicos nietos y de él, su único hijo. 

Solo sé que vinieron de la comisaría de mi ciudad y mi mamá se fue en el patrullero, creí escuchar que algo había pasado con mi primo y no sé por qué prendí la televisión, en algún canal de noticias anunciaban: “Balean a un policía del Grupo Halcón a quemarropa”; en la nuca, en la espalda y en una pierna cuando quiso evitar que ladrones robaran el auto de un comerciante. Estaba de civil, quiso intervenir y fue interceptado por la espalda por uno de los delincuentes. Está siendo trasladado al Churruca, su estado es muy grave”. 

Mientras pensaba si el disparo de la pierna lo perjudicaría para seguir corriendo, ya que su otra pasión era el atletismo (y había llegado a participar en el campeonato del mundo de cross country de España 93), llegó mi papá de viaje, le dije que mi mamá se había ido y lo que había pasado con Cristian. Nunca había visto llorar a mi papá, se tapó la cara con las manos mientras negaba con la cabeza.

Cristian se murió el 20 de diciembre, el estallido que se desataba en el país me parecía acorde a nuestra pérdida: habían matado a Cristian, el mundo tenía que estallar y las cacerolas no tenían que dejar de sonar.

Esos días no vimos televisión, estábamos en el velatorio de mi primo, de a ratos salía a llevar a sus hijos de 3 años y de 9 meses al kiosco, y de casualidad me enteraba de las novedades que atravesaba el país entero, pero yo estaba en otra en realidad. Estaba aturdida, todo era un caos. Y las imágenes que mostraban los medios de comunicación lo confirmaban. Sentía que estaba todo entrelazado. 

Lo chocante de salir a la puerta del hospital cuando tenés a alguien internado, o cuando muere un ser querido, es ver cómo la gente sigue paseando, riendo, viviendo. ¿Cómo pueden seguir como si nada?, te preguntás. 

Ese diciembre del 2001 todo estaba en concordancia con mi situación. Así lo recuerdo, no me sorprendía la realidad porque la sentía oportuna a nuestra pérdida. 

A la memoria de Cristian y de los oficiales que ejercen y ejercieron su oficio con compromiso, amor y honestidad.

Gabriela Herrera

Estudiante de Ciencias de la Comunicación