Papá Noel se va a morir

I

2001, 19 de diciembre. Se acercaba navidad, yo tenía ocho años, y para un chico de clase media (mamá maestra y troska, papá electricista por cuenta propia), acostumbrado a las mieles del uno a uno, eso significaba regalos, mucha comida e ir a comprar fuegos artificiales con mi viejo. 

La televisión, por ese entonces, en la casa de mi abuela, estaba siempre prendida, pero ese 19 mis viejos no estaban. Era al mediodía, yo ya no iba a la escuela porque estaba de vacaciones. En la pantalla: humo, caballos, gente corriendo, ambulancias, gente desmayada, policías a los garrotazos, sangre. Y, de repente, el contador, ese que convierte a la muerte en una medida, en un número que pasa a ser un stock. Yo, con mis ocho años, en la casa de mi abuela, en la semana del 19 de diciembre, acercándose la navidad, estaba seguro de una cosa, anticipándome a los manifestantes de Gualeguaychú en 2006: Papá Noel se iba a morir. Sin embargo, pronto, no solo Papá Noel se iba a morir: Papá y Mamá, que estaban en ese escenario televisivo, se iban a morir. 

II 

A la memoria me vienen primero los saqueos, que los veía lejanos, también, por la televisión. Algún tiempo más tarde, aparecían las imágenes de la gente en el microcentro porteño golpeando las cortinas metálicas con una cadencia entre furiosa y resignada como si fuera un muro de los lamentos financiero; en poco tiempo, las cacerolas, ya en vivo, se extendieron por el barrio y entraban en comunión con la experiencia piquetera. “Piquetes y cacerolas, la lucha es una sola” y el “que se vayan todos” ya eran hit en la calle, luego del anuncio de las medidas económicas de Cavallo: el corralito, que le tocaba el culo a la clase media. 

La casuística del estallido no se agotaba ahí: era la pauperización social, era una clase media cuya condición material se ponía en duda, era el sentido común que se había construido durante el menemismo: la imaginería de los honestos y los deshonestos como actores principales de la fatalidad política de Argentina. La democracia, con casi 20 años recorridos de forma ininterrumpida, lejos de terminar con el modelo económico destructivo de la dictadura, lo había profundizado. El “voto bronca” en las legislativas de junio y el “que se vayan todos” expresaban los deseos de una sociedad maniatada por los intereses de las grandes empresas transnacionales, de los organismos internacionales y del imperialismo norteamericano en asociación con la corruptela de la política nacional. Parafraseando a Sábato: “demasiadas esperanzas se habían quebrado”1. Así, la “multitud convertida en pueblo”2, ese 19 y 20 de diciembre determinó la renuncia del Presidente De la Rúa (huyendo en un helicóptero que ya forma parte del legendarium argentino), aunque le costó la vida de 39 personas. Por suerte, mis viejos siempre volvieron. Los viejos de otros, no. 

III 

El tiempo fue pasando y, entonces, asomaba una organización popular con atisbos de formas de gobierno y de trabajo alternativas como necesidad de mantener al pueblo en la calle. En este sentido, recuerdo la Asamblea del Parque Lezama, donde confluían no solo compañeros de partido de mis viejos, sino también los vecinos sin historial militante y eso parecía ser una tendencia no solo en esa locación del sur porteño. Otra vez, televisión mediante, esa imagen se repetía barrio tras barrio. Las asambleas fueron quizás la consecuencia de la necesidad del “pueblo” de permanecer en las calles luego del estallido. Cada uno traía sus sillas, a sus hijos, a sus familias. 

Así transcurrieron esos meses convulsionados, de cinco presidentes en dos semanas, en los circulaban los patacones, lecops y los clubes de trueque. Después vino Duhalde, pero la represión siguió; pasaron Kosteki y Santillán en el Puente Pueyrredón y caras conocidas, que al día de hoy no desaparecieron, incluyendo a un ministro de Seguridad. Después, todo se calmó. Las asambleas, me cuenta mi vieja, pasaron de debatir la revolución socialista a juntar plata para arreglar un jardín o pintar un mural. Más tarde se disolvieron y el resto fue pura entropía.

Las bases sociales del estallido se separaron rápidamente y la unidad entre piquetes y cacerolas se deshizo convirtiéndo a estas en dos formas de protesta antagónicas en un sentido hasta clasista. 

IV 

2021, madrugada: ya tengo casi veintinueve y vuelvo de una fiesta en Lanús. Paso por la estación Avellaneda, ahora renombrada en honor a Kosteki y Santillán, cuyos rostros se hacen visibles desde Yrigoyen en un gigantesco mural y no puedo evitar preguntarme por la memoria y el arte. ¿Construimos memoria a través del arte corriendo siempre el riesgo de que cristalice en una forma burguesa, en el arte por el arte, en la forma sin contenido? ¿O hay rostros que no están más que en paredes y hay rostros que siempre están, como diciéndonos que cualquier intento de hacer memoria tiene los límites del poder? El FMI ya es de nuevo un presente; Cavallo, el revisionismo neomenemista y la flexibilización laboral son fantasmas que recorren nuevamente los discursos de nuestra contemporaneidad. Walter Benjamin avisaba: “ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si este vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer”3.

Notas

1 Sabato, Ernesto (2002). Un horizonte ante el abismo. Madrid, Obra Social de Caja Cantabria.

2 De Luque, Susana et al. (2007). Pasados presentes. Buenos Aires, Dialektik. 

3 Benjamin, Walter (1971). Tesis de Filosofía de la Historia (VI). Barcelona, Edhasa.

Bruno Di Marzo Borghi

Graduado del Profesorado en Ciencias de la Comunicación y estudiante de la licenciatura