Me parió el 2001

Nací en el 2001. Mi vieja siempre cuenta la anécdota de que, a raíz de una tormenta eléctrica, su parto, mi nacimiento, fue a la luz de una linterna en un quirófano del sudoeste de la provincia de Buenos Aires; allá donde los vientos predominan y las asperezas pican en la piel. Si bien es una gran anécdota familiar, me gustaría prestarle atención a un detalle: en el Hospital Municipal de Puan no funcionaba el generador de contingencia ante cortes de luz. La alternativa a la alternativa fue una linterna de conserjería.

Le pregunto a mis viejos, en un intento de reconstruir la memoria, qué moneda era la que corría en ese año. Me responden que el trueque primero y el peso después.

Mis recuerdos son los de mi familia y en cierta medida no me pertenecen; tuve la suerte de crecer bajo otro modelo económico y social que el de mis hermanxs mayores que, entre otros recuerdos, relatan que debían hacer la tarea de la escuela, sí o sí, antes de las seis de la tarde: en el Sur oscurece un poco más temprano que en el epicentro de las disputas y sin luz no se puede estudiar.

Hablando con mis viejos, les consulto cómo fue el 2001 más allá (antes) de diciembre y me contestan que “pasó de todo”. Mencionan el blindaje de De la Rúa, hago una búsqueda rápida en Google y visualizo que fue en diciembre del 2000. Para muchos, entre ellos mis viejos, el 2001 fue un periodo más allá del calendario gregoriano que se extiende desde 1996, con la Reforma de Flexibilización laboral, hasta el 2003 con el comienzo de la recuperación de los salarios. 

Jorge, mi papá, trabajaba paleando cebada en una maltería perteneciente a un grupo multinacional; durante diez años, desde 1993 hasta 2003, cobró $654. Con esa plata, iba con mi hermana mayor, de seis años, a comprar botellitas de Coca-Cola y Yogurísimos: eran los gustos de una familia empobrecida por el neoliberalismo. Durante ese período, había que buscar maneras de llevar comida al rancho familiar: mi vieja, Patricia, criaba a mis hermanxs mayores y se ocupaba de las tareas de cuidado, mientras que Jorge cortaba leña para que, a modo de trueque, le pagaran con leña para los inviernos a salamandra. ¿La luz? A veces no se podía pagar. Trabajaba en un supermercado que le pertenecía, también, a la fábrica maltera lavando papas y embolsándolas; en total, laburaba doce horas diarias. A esto le sumaba changas varias: dar una mano en el campo de algún conocido con remuneración de un cordero o chivito; salir a pescar. “Yo hacía eso, algunos compañeros hacían otras cosas; laburábamos para pagar la mercadería”, me remarca mientras lo miro a través de la pantalla del celular. Mi familia sigue viviendo en Puan.

Y desde allí vieron por la televisión cómo reprimían a su pueblo, a 580 km de distancia, durante las protestas de diciembre. Ambos coinciden en que desde la transmisión televisiva la tristeza estaba arraigada en la cara de las personas.

Las imágenes que recuerdan con dolor son muy específicas: los caballos de la Policía Federal abalanzándose sobre las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, un hombre asesinado en la vereda del Congreso, la gente siendo detenida al azar. Veinte años después, Jorge reconoce haber visto en la televisión, en directo, el momento en que la Policía Federal le dobla el brazo derecho y lo mete a un patrullero al actual ministro del Interior, Eduardo “Wado” De Pedro. 

Tanto para Patricia como para Jorge el punto cúlmine de este período que les significó mucho dolor, más allá del pesar económico, fue la represión desatada el 26 de junio de 2002 en la masacre de Avellaneda. Ambos, oriundos de la misma localidad bonaerense que Maximiliano Kosteki, vieron nuevamente a través de la televisión cómo fue asesinado, junto a su compañero de militancia Darío Santillán, a manos de la Policía Federal en la estación de tren de Avellaneda, que desde 2013 lleva sus nombres. 

A Franchotti y Acosta los conocieron personalmente: eran los jefes de los operativos, las “razzias”, de Guernica; más de una vez los levantaron a mi mamá, a mi papá y a su primo. A Maximiliano Kosteki, mi papá también lo conoció: recuerda que a fines de los 80, cuando aún vivía en Guernica y militaba en la JP distrital, los llevó a él y sus compañerxs a un barrio de emergencia a repartir bolsones de comida y artículos de limpieza, cerca del cruce de Numancia en la localidad de Glew, en una inundación. “Hace muy pocos meses, entendí que cuando le pusieron las piernas sobre la columna a Darío era para que no coagule la sangre; después de dispararle, lo doblaron para que se muera”, me cuenta Jorge con dolor en cada una de sus palabras.

Tengo la misma edad que la peor crisis (pre-pandémica) de este siglo y mis viejos y hermanxs, la memoria intacta. Me parió el 2001.

Mailén Celina Fernandez

Estudiante de Ciencias de la Comunicación, 20 años