Unión Soviética: a 30 años del adiós

Al atardecer del 25 de diciembre de 1991 la bandera soviética fue arriada en el Kremlin y reemplazada por la de Rusia. Era el fin no sólo del primer Estado socialista del mundo sino que señalaba el fin de toda una era. Era la culminación de un lento proceso de desintegración del bloque soviético, algunos de cuyos hitos fueron la disolución del Pacto de Varsovia, la caída del Muro de Berlín y la de todos los gobiernos comunistas en Europa Oriental. 

Las características centrales del siglo XX empezaron con la Revolución Rusa y terminaron con la disolución de la URSS; fue el llamado “siglo XX corto” según Hobsbawm1, caracterizado por el enfrentamiento entre dos sistemas que se presentaban como universales, y por lo tanto, antagónicos. 

A 30 años, la lectura que se hace mayoritariamente de ese acontecimiento aún sigue los planteamientos esgrimidos en el momento del colapso: el fracaso del socialismo y las ventajas intrínsecas del capitalismo. Y sin embargo, durante décadas en amplios sectores de Occidente se consideraba lo contrario. El modelo aplicado en la URSS había transformado a un país básicamente agrario en una potencia industrial y militar de primer orden. El triunfo sobre la Alemania nazi fue en gran medida el resultado de la mayor eficiencia económica de la URSS. 

El régimen de partido único tanto en la URSS como en su zona de influencia en Europa, la represión masiva y la falta de libertad de expresión fueron los puntos centrales sobre los que se articulaban las críticas desde Occidente.

No obstante, estos argumentos perdían efecto cuando algunas de estas potencias tenían extensos territorios coloniales donde no se aplicaban los propios principios democráticos que decían defender frente al comunismo. En esta disputa ideológica, la intervención del Estado en la economía o los beneficios intrínsecos de la propiedad privada no eran el eje de los argumentos. Hay que tener en cuenta que en la posguerra fue la activa intervención del Estado la que permitió la reconstrucción de las economías devastadas en Occidente. En las llamadas economías mixtas, el Estado intervenía como propietario excluyente en diferentes ámbitos y regulaba incluso la producción privada. Además, frente al posible avance electoral del comunismo, los gobiernos occidentales aceptaron por primera vez aplicar en gran escala el Estado de Bienestar para aplacar la posible radicalización de la población y garantizar el poder adquisitivo para el consumo masivo que requería el fordismo. El temor entre los sectores dirigentes (pero también las necesidades del modelo económico) creó consenso en torno a abandonar ciertos principios del liberalismo ortodoxo.

Paralelamente en la URSS se mantuvo casi invariable el modelo de preguerra: una planificación económica centralizada donde se priorizaban las inversiones en la industria pesada. Un modelo exitoso durante la fase del crecimiento extensivo (donde abundaban los factores de producción como las materias primas o la mano de obra y la variedad de bienes a producir era limitada) comenzó a mostrar sus limitaciones cuando fue necesario pasar a una fase de crecimiento intensivo: producir cada vez más sin aumentar proporcionalmente las inversiones y poder diversificar la producción. Hacer más flexible la planificación para satisfacer la demanda de bienes de consumo de una población con un poder adquisitivo creciente llevó a intentar reformas que dieran a las empresas autonomía para decidir qué producir y cómo. 

Las dificultades que aparecieron en los 60 en la URSS eran compartidas por otros países socialistas. La Primavera de Praga, el mayor intento de reformas en el bloque soviético, buscó aumentar la producción otorgando la autogestión de las empresas a los trabajadores. Este intento reformista fue anulado por la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia. Los posibles peligros de las reformas que limitarían el papel de la burocracia soviética y la de los otros Estados socialistas hicieron que se volviera a la planificación más ortodoxa.

La crisis del 73 afectó profundamente a las economías capitalistas centrales que habían comenzado un proceso de mayor transnacionalización. Implicó el abandono del fordismo y del empleo masivo industrial.

El creciente déficit fiscal y la ruptura de los lazos de pertenencia generados por los empleos compartidos dieron sustento a la aceptación de las propuestas neoliberales.

Sólo un mercado sin trabas y un respeto irrestricto a la propiedad y a la iniciativa privadas podrían garantizar nuevamente el crecimiento de la producción y del empleo.

Paralelamente esta crisis benefició a la URSS como gran productora de petróleo: las exportaciones masivas y la entrada de divisas permitieron importar aquellos bienes de consumo que no producía en cantidad. Disponer de divisas permitió posponer las reformas y, al mismo tiempo, aumentar el presupuesto armamentista hasta equipararse militarmente a los Estados Unidos. En ese contexto, la Unión Soviética invadió Afganistán y se desencadenó una nueva guerra fría. Gobiernos como el de Thatcher en Gran Bretaña o Reagan en EE.UU. no solo impulsaron reformas neoliberales hacia el interior sino una política activa de disputa con la URSS. 

A principios de los ’80, el precio del petróleo comenzó a caer hasta llegar a valer sólo un tercio a fines de esa década. Un aparato militar sobredimensionado, la imposibilidad de ganar la guerra afgana y los problemas de una economía centralizada basada en técnicas fordistas se sumaron a una caída en el ingreso de divisas. Además, en su disputa con Occidente, la URSS subsidiaba a los países de Europa Oriental y del bloque socialista, como Cuba o Vietnam, lo que consumía ingentes recursos.

Los dirigentes del Partido Comunista, conscientes de la necesidad de reformas, eligieron a un líder más joven. Desde mediados de los ’80 Gorbachov trató de realizar cambios en diferentes ámbitos.

Dirigir más recursos hacia la economía implicaba bajar el presupuesto militar, y para ello se debía disminuir la tensión con EE.UU. Los acuerdos para poner un fin a la Guerra Fría le ganaron a Gorbachov popularidad en Occidente. Sin embargo, las reformas económicas (perestroika o “reconstrucción”) fueron contradictorias: pretendía mantener la propiedad colectiva pero incentivar la iniciativa privada. Otorgarle autonomía a las empresas generó aumento de precios y desabastecimiento porque se perdió la coordinación que antes daba el órgano central de planificación. Estas se sumaron al auge del mercado negro y de la corrupción generalizada. Por otro lado, las reformas políticas (glasnost o “transparencia”) buscaron la libertad de información en un primer momento. Frente a la oposición de los sectores conservadores del Partido que veían como un peligro para la URSS estas reformas y a las presiones de sectores cada vez más amplios de la sociedad, se permitió el pluripartidismo. El nacionalismo, limitado hasta entonces a sectores minoritarios y acotados geográficamente, comenzó a ganar popularidad. El intento de convertir a la Unión Soviética en una confederación de Estados (como solución frente a los reclamos de grupos nacionales) desencadenó el intento de golpe de Estado de los sectores conservadores y su derrota llevó a la proclamación de la soberanía de diferentes repúblicas. Contrariamente a lo pensado, las repúblicas de mayoría musulmana, fueron las últimas en proclamar la independencia. La adopción del capitalismo significó para los nuevos Estados como Ucrania o Rusia una caída del 60% de su PBI en la década del 90. 

La disolución de la URSS dio paso a un mundo unipolar donde los EE.UU impusieron su dominio. Capitalismo y neoliberalismo parecían ser los únicos caminos posibles.

La utopía de un mundo igualitario fue sustituida por la utopía del libre mercado que conduciría a un bienestar general merced al efecto del derrame.

El individualismo y la meritocracia se convirtieron en el nuevo sentido común difundido a escala universal. Una hegemonía tan absoluta que no se plantea ni siquiera como una concepción ideológica según la concepción de Gramsci2.

No se puede concebir las reformas neoliberales en la Argentina y en otros países del mundo en los ’90 sin vincularlas con la desaparición de un modelo alternativo al capitalismo. Simultáneamente, la despolitización de amplios sectores de la población hay que encuadrarlas también con esta de “falta de alternativas”. 

Más allá del discurso hegemónico, a nivel mundial surgían otros modelos. En algunos lugares el retorno al fundamentalismo religioso parecía constituir un camino posible. En años recientes en Latinoamérica los efectos sociales del neoliberalismo impulsaron el surgimiento de gobiernos que trataron en parte de aplicar modelos intervencionistas, con resultados diversos.

Sin embargo, y siguiendo a Perry Anderson3, plantear el fin del comunismo luego del colapso de la URSS y del bloque soviético es tener una mirada eurocéntrica. Si se analiza cuál es la economía que más creció (y de forma continua) durante las últimas cuatro décadas, vemos que es un país gobernado por un partido comunista. Las características del modelo chino están en discusión4; pero podemos observar que todas las empresas de energía, de telecomunicaciones y transporte masivo, todas las empresas de defensa y el 51% de la mayoría de las empresas extranjeras que invirtieron en el país son propiedad del Estado. Un modelo por ahora exitoso pero que a diferencia del soviético no se plantea como una alternativa a escala mundial sino solo a escala local. Y no obstante, estamos asistiendo al surgimiento de un mundo multipolar, donde tal vez, la hegemonía cultural del neoliberalismo dé paso a otras construcciones posibles.

Notas

1 Hobsbawm, E. (1995). Historia del Siglo XX. Barcelona, Crítica.

2 Gramsci, A. (1984). Cuadernos de la cárcel, III. México, Ediciones Era.

3 Anderson, P. (2010). Dos revoluciones. Notas de borrador. En New Left Review, Nº 61, enero-febrero 2010, pp. 55-90.

4 Restivo, N. (2020). China: cómo entender si diagnosticamos mal. En AdSina, 10 de mayo de 2020. Disponible En https://adsina.wordpress.com/2020/05/10/china-como-entender-si-diagnosticamos-mal/

Jorge Wozniak

Docente de Historia Contemporánea en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) e investigador en el Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTREF).