Estratos de intervención: el Golfo, Medio Oriente y Occidente después del 2001

El aniversario de los 20 años del 11 de septiembre de 2001 coincide con la retirada de Estados Unidos y sus aliados de Afganistán, el primer teatro de la Guerra Global contra el Terror que siguió a los “ataques”. Como si experimentáramos un pliegue, un parafraseo del gardeliano verso de “Volver”, las imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres de Nueva York se superponen con las imágenes de otros aviones, esta vez huyendo del aeropuerto de Kabul. Sellando, unas y otras, cuerpos inertes que caen. 

No fue el hecho lo que cambió al mundo o lo que inyectó una velocidad de muerte a procesos preexistentes, sino la lectura que la administración Bush impuso de él: un ataque a territorio estadounidense que fue descripto como producto de la “maldad”1. De allí el derecho a la defensa articulado por la OTAN, de allí la Guerra Global contra el Terror, de allí Afganistán, de allí de 2001 a 2021.

La carga ética que caracterizó a los discursos que construyeron el sentido de los hechos conllevó un cambio en el significado del terrorismo que dejó de ser considerado una práctica política y pasó a constituir identidad. 

Una identidad articulada a través de un lenguaje religioso, puesto que el nuevo enemigo global no fue un terrorismo indeterminado sino específicamente el terrorismo islámico. Esta particularización permitió que, a pesar de su carácter global, la Guerra contra el Terror se territorializara principalmente en el “Gran Medio Oriente”. Siguiendo con la tradición orientalista, esta región fue caracterizada como carente: el terrorismo islámico era producto de la falta de democracia en la región. 

Este diagnóstico posibilitó la emergencia de una estrategia dramáticamente denominada como “agenda de la libertad”. A partir de la equiparación entre libertad y democracia se trató de promover la democratización de la región, un camino que -se afirmaba- señalaría la experiencia iraquí2. Distintas tácticas servirían para este fin. En este marco fueron situadas las dos intervenciones militares (Afganistán e Irak), las presiones sobre los distintos países para que llevaran a cabo reformas democráticas (por ejemplo, Arabia Saudita, Egipto y la Autoridad Nacional Palestina) y las propias para que realizaran transformaciones económicas en el sentido de acelerar los procesos de neoliberalización comenzados en la región a finales de la década de los 70 del siglo pasado (los casos de Egipto y Siria son paradigmáticos al respecto). 

La “agenda de la libertad” aplicada desde arriba y desde afuera encontró un efecto en los levantamientos árabes que se iniciaron en 2010. Los mismos fueron una respuesta popular a la intensificación de las políticas neoliberales y al discurso pro-democratización que caracterizó a la política internacional durante la Guerra Global contra el Terror y que tuvo eco en el célebre discurso de Barack Obama en El Cairo en 2009. 

Los efectos de estos levantamientos fueron dispares en los distintos países y muchos de ellos aún se encuentran atravesados por un proceso que dista de haber terminado. Sin embargo, la respuesta de Estados Unidos a ellos y la inestabilidad en la que sumieron a sus mecanismos institucionales pusieron de relieve a las monarquías del Golfo3 que se irguieron como oasis de estabilidad en una región asolada por la conflictividad. 

Pero estos países no permanecieron ajenos, incólumes e inmóviles ante estos procesos, sino que, por el contrario, intervinieron tanto directa (en los casos de Bahréin y Yemen) como indirectamente (Siria, Libia, Palestina, Egipto) en cada uno de ellos profundizando y extendiendo en el tiempo rivalidades preexistentes. Las intervenciones indirectas fueron producto de los quiebres que se produjeron en las relaciones entre ellos luego de los levantamientos árabes. Asimismo, ponen en evidencia los prejuicios que se activan en la idea de que se trata de Estados regidos por élites entre las que gobiernan relaciones de amistad debido a sus tradiciones religiosas compartidas. En cambio, no existe acuerdo entre ellos respecto del rol que el Islam político debe desempeñar en el gobierno de los distintos países y eso se expresa en fuertes diferencias. Entre los que sostienen que el Islam político tiene que tener un lugar en la región se encuentra Qatar, encargado de sellar el acuerdo entre Estados Unidos y los Talibán para el retiro de las tropas de los primeros de Afganistán. 

Y esto nos reenvía a las relaciones entre las monarquías del Golfo y Occidente. 

Medio Oriente se encuentra atravesado por relaciones coloniales desde su propia configuración como espacio geopolítico. La subregión del Golfo no es ajena a estas líneas de constitución y transformación. En efecto, los Estados del Golfo se conformaron como tales en un contexto de colonialismo global y, específicamente, en el marco del fin del Imperio otomano. Los Estados costeros lo hicieron a través de acuerdos de protección con Gran Bretaña desde el año 1899, relaciones de las que se independizarían recién a partir de 1961. En cuanto a Arabia Saudita, su camino de constitución estatal estuvo más ligado a Estados Unidos, particularmente a sus compañías petroleras. 

Esta relación es fundamental para comprender la actualidad regional y global.

Los buenos vínculos entre la Casa de Al-Saud y la Casa Blanca se pusieron de manifiesto en su alianza contra el nacionalismo árabe en el marco de la Guerra Fría.

Para combatirlo, Arabia Saudita se montó sobre la identidad islámica financiando el despliegue de su propia interpretación del Islam por todo el mundo árabe y el mundo musulmán. El aumento del precio del petróleo como producto de la crisis producida por el embargo que le siguió a la guerra de octubre de 1973 entre Israel y los países árabes implicó una nueva inyección de dinero que también fue utilizado para este fin. Y es sobre esta red de mezquitas y conocimientos islámicos que Arabia Saudita y Estados Unidos, aliados con Pakistán, construirían la resistencia de los muyahidín contra la presencia soviética en Afganistán en 1979. Producto de esta intervención emergería el Talibán. El resto de la historia es más o menos conocida. 

Las múltiples aristas de la respuesta norteamericana a los hechos del 11 de septiembre de 2001, los diversos intervencionismos que propició, también afectaron la relación de las monarquías del Golfo con Washington y fueron un factor que explica que estas hayan pasado a ocupar un lugar aún más destacado en la región. Tan solo unos días después de los atentados emergió un dato que se ha repetido hasta hoy como un mantra: 15 de los 19 perpetradores eran oriundos de Arabia Saudita. Aun más, el propio Osama Bin Laden, conductor de Al-Qaeda, era miembro de una de las familias que constituyen la élite política y económica saudí. Por estas razones, los vínculos entre el país árabe y esta organización no tardaron en ponerse bajo la lupa. El escrutinio llevó a tensiones entre el país norteamericano y el país del Golfo. Estas se reforzaron debido a la impronta religiosa que atravesó a la Guerra Global contra el Terror (desde la Casa Blanca se afirmó la no neutralidad de Dios en la contienda4) y condujeron a que, en el marco de la invasión a Irak en el año 2003, la Casa de Al-Saud pidiera el retiro de las bases norteamericanas de su territorio que había instalado durante la anterior intervención estadounidense en Irak en los años 1990-1991. Estados Unidos mudó sus operaciones a la base Al-Udeid en Qatar. 

De esta forma, los países del Golfo comenzaron a construir autonomía respecto de la potencia norteamericana en aquellas esferas en las que históricamente se habían asociado: energía y seguridad. Respecto de la cuestión energética, las importaciones de petróleo de Estados Unidos desde el Golfo han tenido una tendencia a la baja desde el año 20035. En cuanto a la cuestión securitaria, a partir del mismo año los países del Golfo dejaron de depender de la seguridad proporcionada por Estados Unidos y pasaron a invertir grandes sumas en armamento, por lo menos hasta el año 2015 cuando el precio del petróleo sufrió una caída considerable. Estos gastos se objetivaron en las múltiples intervenciones de estos países en la región mencionadas con anterioridad.

El enfriamiento necesario de las relaciones con Estados Unidos llevó a estos países a intensificar sus relaciones con China, que para entonces se estaba convirtiendo en uno de los principales importadores de petróleo a nivel mundial. Además, Beijing se había subido al discurso de la Guerra Global contra el Terror, instrumentalizándolo para hacer frente al entonces denominado Movimiento Islámico del Turkistán Oriental. Y en ese contexto, los países del Golfo, y especialmente Arabia Saudita donde residen los dos principales lugares sagrados del Islam, pasaron a ocupar para China un lugar estratégico. 

Veinte años después de los hechos del 11 de septiembre de 2001 es posible detectar continuidades y discontinuidades. Continuidades en el intervencionismo del que es objeto Medio Oriente por parte de las potencias occidentales y continuidades respecto de quiénes pagan el precio de ellas con sus cuerpos y sus muertes. Discontinuidades respecto del rol de las monarquías del Golfo, que han logrado ciertos grados de autonomía respecto de Estados Unidos y que en la actualidad están dispuestas a participar en marcar el ritmo de los procesos regionales. Así, suman nuevas voces que abren el interrogante de si podrán contar nuevas historias. 

Notas

1 CASA BLANCA (2001). “President launches educational association with muslim nations, (25-10-2001). (Online), consultado en febrero 2009, www.whitehouse.gov. Traducción propia.

2 CASA BLANCA (2004). Mensaje radial del Presidente‖ (1-5-2004). (Online), consultado en febrero 2009, www.whitehouse.gov

3 Me refiero a Arabia Saudita, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Omán y Qatar. 

4 CASA BLANCA (2001). “Address to a Joint Session of Congress and the American People”, (20-9-2001). (Online), consultado en febrero de 2009, www.whitehouse.gov

5 Véase: https://www.eia.gov/energyexplained/oil-and-petroleum-products/imports-and-exports.php 

Mariela Cuadro

Socióloga (UBA) y doctora en Relaciones Internacionales (UNLP). Becaria postdoctoral e investigadora (IIP/EPyG-UNSAM /CONICET). del CONICET. Se dedica a la política internacional de Medio Oriente.