Yo, Rafaela. La estrella italiana que abrazó al niño maricón desde el futuro

Raffaella es para mí un recuerdo tenue de infancia a principios de los años ochenta en Mar del Plata. Para entonces Carrà era ya una celebridad con más de dos décadas de trayectoria con pasado en Hollywood, consagrada en Europa y con vida propia en Argentina en donde hizo especiales para televisión, filmó una película y llenó estadios con sus shows. Estos días tras la noticia de su muerte circuló una foto de ella saludando en la puerta del icónico Hotel Provincial de La Feliz en 1980, vestida con un llamativo corbatín negro, gente pasando con los artículos de playa y un policía haciéndole marca personal. Para entonces, ese éxito internacional y también local no me decía nada: apenas había nacido y en mi casa no estaban sus discos porque no aplicaban al cancionero prohibido, latinoamericano y progresista que moduló mi formación musical y sentimental temprana. 

Visto con distancia, el clima de fiesta que proponía la estrella italiana también era un contraste doloroso con las desapariciones y duelos inconclusos de los que veníamos en mi familia, como en tantas otras, y que no se saldaban con baile y jolgorio. 

Sus canciones tampoco colaboraban en ponerle letra al pasado reciente y nombrar las ausencias, algo que muy bien hacían Silvio, Pablo Milanés, Serrat y claro, el anfibio Charly, el único que atravesaba con versatilidad los climas. Creo que durante años asocié a Carrà con las bandas y solistas que entraban en el género “música de dictadura” según una clasificación laxa en la que se codeaban Palito Ortega, los Pimpinela, Julio Iglesias y Roberto Carlos, entre otros. Llevó tiempo que Raffaella adquiriera un valor corrosivo, incómodo, político, que es el que, no tengo dudas, hace justicia a su figura. Eso fue mucho después, aunque también reconozco una marca temprana de ese valor: su nombre. 

Sin saber exactamente quién era, desconocida para mí en un mundo en el que ya era una estrella popular, su nombre sin embargo venía a mí recurrentemente en forma de descalificación. “Rafaela” era otra forma para decirme maricón. 

Nos llamamos parecido: diferente en el fonema final que indica género, el sonido de esa “a” adicionada al de “Rafael” era un modo en que otros niños me marcaban como afeminado, femenino y, en ese gesto, degradado y tempranamente expulsado de las comodidades de habitar la ciudadanía plena de varón. Por supuesto, que me nombraran Rafaela era un modo de avergonzarme; Rafaela (en el habla, sin dobles consonantes) fue parte de ese dispositivo tan efectivo de implantación de la vergüenza que funciona en la niñez para el aprendizaje de cómo performar el género de manera “correcta”, es decir, sin desviaciones, sin incomodar, con el despojo ornamental que posee la línea recta. Mientras este nombre funcionaba como disciplinamiento en mí, algo que tiene asiento en el control del cuerpo (cómo vestirlo, cómo moverlo, cómo llevarlo con discreción o exhibirlo según corresponda), todo ello contrastaba con las performances que iban trazando la marca indeleble de la Carrà: sus letras sexualizadas censuradas por dictadores, sus contorsiones corporales, su vestuario que se movía del look soviet en plena guerra fría al tan comentado ombligo desnudo que escandalizaba al vaticano. En el hermoso texto La guerra declarada contra el niño afeminado, el investigador Giancarlo Cornejo dice que existe una relación tensa entre vergüenza, vulnerabilidad e historicidad que abre las puertas a la resignificación, la reparación y la anhelada subversión. En la conexión entre Rafaela como nombre injuriante en mi infancia y Raffaella como estrella desvergonzada de la industria cultural es que trazo una explicación, sobreimplicada, de cómo esta figura devino en el tiempo referente de personas LGBTIQ+. 

Antes de conocer su aclamada canción Lucas, la del chico cabellos de oro que la deja por un desconocido, antes de saber de su pelea por la igualdad salarial con los varones de la pantalla de la RAI, mucho antes de ser madrina del World Pride Madrid, me encontré con Raffaella ya en mi vida de estudiante en Buenos Aires, con múltiples Raffaellas que actualizaron lo que hasta entonces era sólo un nombre. Era fines de los noventa y primeros años de los 2000; el circuito nocturno de Palermo que conformaba lo que en el habla de la época se llamaba “la zona rosa”, esa cartografía hoy casi inexistente o en peligro de extinción conformada por los locales Bach Bar, Sitges, Kilómetro Zero o Glam entre otros intermitentes, Carrà era una presencia habitual en forma de parodia, homenaje, outfit, peluca, canción o baile en los shows drags y transformistas que animaban artistas como Lizy Tagliani, Gonzalo Costa, Julio César Lynch o Maxi Streisand entre otrxs. La presencia de Raffaella no estaba sólo arriba del escenario sino también en la explosión festiva que ocurriría -y ocurre aún- en la pista cuando con sus canciones se sucede la imitación de sus pasos canónicos y, sobre todo, el revoleo del pelo hacia atrás, ese cabezazo en medio del estribillo que dice “sin amantes, ¿quién se puede consolar?”. 

Pienso que hay en esos movimientos exagerados una pequeña venganza maricona contra las restricciones corporales de la infancia, también una reivindicación de eso que pacatamente se llama promiscuidad y que en el lenguaje libertario de Carrà es ni más ni menos que una forma de sobrellevar esta vida infernal. 

Creo que hay ahí un punto de conexión de nuestras biografías con Raffaella; se volvió una referencia no desde sus pronunciamientos públicos, que los tuvo y son importantísimos, sino mucho antes desde la pregnancia mimética de su figura. “Un referente importantísimo para mi carrera transformista desde el año 72”, me dijo Maxi Streisand esta semana cuando hablamos después de su muerte, “una mujer adelantada a los tiempos por las letras de las canciones y la osadía de los bailes y los trucos”. Tal vez sea este un buen punto para entender la gravitación que Carrà produjo en nuestras vidas: quizás haya habido en ella un rasgo de futuridad, de anticipación, de alguien que -tomando la idea de utopía queer del ensayista José Esteban Muñoz- escapa al presente de su época y encarna de manera concreta, cotidiana, la posibilidad de otro mundo. 

Elegí pensar a Raffaella Carrà en clave biográfica por una voluntad de hacer de ella no un recuerdo literal de su vida, una semblanza, sino una rememoración ejemplificadora. Tal vez abusando de la memoria, como advierte el crítico Tzvetan Todorov al distinguir entre la memoria literal y la ejemplar, prefiero recordar lo que Raffaella hizo con nosotr*s por sobre la estatua o el monumento que, con justicia, se erigirá con bronce o con palabras. En el pasado me prestó su nombre por un rato: ahora en ese gesto abrazo con cariño al niño que fui, y reivindico la desvergüenza de aquellos otr*s que hoy no se mueven en línea recta. 

Rafael Blanco

Docente de la Facultad de Ciencias Sociales, Doctor en Ciencias Sociales e Investigador CONICET en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA). Autor de Universidad íntima y sexualidades públicas. La gestión de la identidad en la experiencia estudiantil y Escenas militantes. Lenguajes, identidades políticas y nuevas agendas del activismo estudiantil universitario.