Todo mientras Diego

Para León Scher, mi papá, 

por ese y por todos los goles 

que vimos juntos.

El 22 de junio de 1986, mientras casi el universo se quedaba quieto detrás de una sola imagen y de un solo hombre, el Gordo no sabía que estaba a punto de encontrar una pasión. No lo sabía el Gordo porque durante esa sola imagen y durante ese solo hombre quedó dominado por una corriente de fuegos y de sangres que le viajó desde el coxis hasta la lengua y desde la lengua hasta el aire para terminar gritando gol. Pero después sí. Después y mucho después, y también cada sábado, sobre las mesas áridas del Bar de los Sábados, el Gordo se definió una misión en el mundo y preguntó a unas gentes y a todas las gentes la gran pregunta de su historia. Esta pregunta: ¿qué le pasó a usted cuando Diego Maradona, en la mejor jugada de cualquiera de los tiempos, le hacía el segundo gol de Argentina a los ingleses en el Mundial de México?

«Una tarde, no hace tanto —narró el Gordo con el Bar de los Sábados vuelto una quietud que lo oía—, una mujer me dijo que mientras Diego zigzagueaba personas, ella colgaba ropa mojada y que, cuando la pelota entró al arco, la ropa, de golpe, se secó». El Alto, un racionalista intenso que no se ausenta del bar ni en los sábados sin destino, le apuntó que eso era imposible. Pero el Gordo ni lo consideró. Y siguió: «Otro hombre me contó que estaba viendo ese partido dentro de una pensión sin nombre y prisionero de la más fea de las soledades, pero que cuando el gol fue por fin gol, corrió hasta un cuadro que colgaba torcido en una pared sucia, lo estrechó en un abrazo, y uno de los personajes del cuadro, a la vez, lo abrazó a él».

El Roto, otro feligrés del Bar de los Sábados que venía atendiendo fascinado, no fue insensible a las búsquedas del Gordo y le añadió su experiencia: «Por discreción o por vergüenza, no suelo contarlo, pero en el momento justo en el que Maradona terminó de armar ese camino de jugadores ingleses frustrados, yo me levanté de mi silla y le acaricié las mejillas a mi abuelo, que lloraba y que reía. Fue extraordinario, fueron mi vida, mi infancia, mi identidad y mi memoria desplegadas en una sola circunstancia. Tardé cuatro o cinco minutos en recordar que mi abuelo había muerto hacía diez años. Pero yo sé, lo sé claramente, que ahí lo acaricié».

El Gordo aseguró que la historia del Roto era posible. Con el labio superior, apretó entusiasmado los contornos de su taza de café y volvió a llenar de detalles al Bar de los Sábados. Afirmó que a un pueblo campesino de economías malogradas se le acabó la más larga de sus sequías no bien Diego empezó su fiesta, y que, también cuando Diego transformaba en nada el esfuerzo del arquero inglés, un sobrino suyo que tropezaba cada día con los desafíos escolares entendió súbitamente la lógica de la suma algebraica, y que un amigo enfermo que se arrimaba a la muerte distinguió las formas de ese avance irrepetible y extendió su agonía hasta que Maradona cantó el gol.

Vencido por tanta demostración contundente, el Alto se sintió en el deber de sumar una evocación bien suya que jamás había confesado. Lo hizo tan racional como siempre pero conmovido desde la primera palabra: «Vi ese Mundial, ese partido y ese gol junto con mi papá en el comedor de su casa. Cuando Diego eludió al segundo rival, el corazón no me latió más. Me acuerdo mucho mejor de los anteojos asombrados de mi padre, de mi propio asombro porque el corazón no me latía y de la sensación plácida de una felicidad en ascenso que de la secuencia del gol. Era curioso: el corazón no me latía, como si se hubiera ido todo entero detrás de esa jugada, y, sin embargo, yo estaba más vivo que nunca. Recuperé la normalidad recién cuando los ingleses sacaron del medio. Mi papá sonreía…»

Una emoción igual a un campeonato atrapaba los rincones viejos del Bar de los Sábados. Cuando el Alto pidió café, las puertas en vaivén del lugar se abrieron por un viento y una mujer de pestañas como bosques enfocó una mirada de amor directa hacia el Gordo. El Roto quiso decir que nunca fallaba, que así era, que ese gol lo seguía pudiendo todo. Pero el Gordo lo interrumpió sin registrarlo y, deslumbrado por esa hermosura que tenía enfrente, alcanzó a balbucear la única frase que le cabía en la boca:

— Gracias de nuevo, Diego.

* El cuento da nombre al libro Todo mientras Diego, de Ariel Scher, compuesto por cuentos mundiales, publicado por Grupo Editorial Sur en 2018.

Postdata:

Treinta y cinco junios después de aquel junio, debajo de las nubes empecinadas de la Buenos Aires en la que nace otro invierno, con su rostro encantador recubierto por un tapaboca que avisa que hay pandemia, una mujer también encantadora cruza por una avenida a un viejo amigo. Una y otro se saludan como se puede, se dicen tres cosas cariñosas sobre los antiguos tiempos, se pellizcan para verificar cuántos lustros pasaron sin reunirse y maldicen la persistencia de un virus que nunca hubieran imaginado. Los diez dedos de la mujer aferran y empujan a un cochecito de bebé y, claro, sobre todo a un bebé. Qué bebé: los gestos como triunfos, la gracia en la brevedad de la piel. «Mi nieto», notifica ella. Ella, ella, ella, que hace treinta y cinco junios —evoca su amigo— proclamaba que su presente andaba jodido, que su futuro llegaba vacío, que para qué los amores, que para qué casi todo. Ella, que, arrastrada por las conductas de su patria y del mundo justo hace treinta y cinco junios, encendió la tele y palpitó, como su patria y como el mundo, la escalada de Maradona frente a los ingleses y frente a lógica, esa escalada que acabó en mucho más que un gol. Ella: qué bueno percibirla ahora y así a ella. Porque, además, ella, con el «mi nieto» aún saliendo del rostro hermoso que recubre el tapaboca, agrega: «Nos entendemos perfecto. Y no me extraña. Creo que hace treinta y cinco junios sé lo que quiero contarle». El amigo, alguien capaz de comprender que si el semáforo está en rojo hay que frenar o que la lluvia moja si es lluvia, no entiende, en cambio, qué pretende expresar su amiga. Quizás enloqueció, conjetura, rápido y prejuicioso, mientras el bebé sonríe. Sonríe el bebé y sonríe ella, que ahora detalla: «Hace treinta y junios, vos te acordás lo bravo que estaba mi mundo. Cuando Maradona agarró la pelota, no sé bien por qué, no me preguntes por qué, algo parecido a un aire, a un fuego o a un trago de agua que no sabía que quería tomar, se me vino al cuerpo. Te juro que no dije que si ese tipo hacía esa locura, mis días iban a cambiar. No dije nada, no pensé nada. Apenas sé que cuando la pelota tocó la red, mi presente ni mi futuro se habían arreglado. Tampoco es que supuse que un día iba a tener un nieto precioso. Pero me sentía otra. Otra con ganas de vivir mejor».

Treinta y cinco junios después, en la Buenos Aires de las nubes empecinadas, hace frío. Y el frío, casi socio de la pandemia, acorta las conversaciones, inclusive las conversaciones largamente postergadas. Así que la mujer y el amigo se despiden, con la promesa consistente de que no se permitirán tanta distancia hasta el próximo encuentro. El amigo enfoca al bebé. Y ella, tan hermosa, tan ella, levanta la voz desde debajo de su tapabocas:

— Saludá a mi amigo, Dieguito.

Él devuelve un chau asombrado y se convence de que acaso no haya argumentos o tal vez los argumentos sobren, pero todo sigue siendo mientras Diego.

Ariel Scher: Periodista, narrador y docente. Sus libros: Fútbol, pasión de multitudes y de élites (con Héctor Palomino), La patria deportista, Wing Izquierdo, el Enamorado (y otros cuentos de fútbol), La pasión según Valdano, Fútbol en el Bar de los Sábados, Deporte Nacional. 200 años de historia (con Guillermo Blanco y Jorge Búsico), Deportivo Saer, Todo mientras Diego (y otros cuentos mundiales), El blues de la primera fecha.