Los 90 que se van

Leandro Araoz Ortiz 

El domingo a la noche, conocido el fallecimiento de Mauro Viale, las producciones de los canales de noticias y medios digitales salieron a conseguir una fuente que ocupó un lugar no muy destacado en su vida. Dejada de lado su familia por respeto al duelo personal, incluyendo a su hijo que siguió sus pasos en la profesión, la voz autorizada para hablar del fallecido periodista fue Alberto Samid, un empresario de la carne con quien se trenzó a golpes de puño en vivo en su programa. 

La gresca ocurrió hace casi dos décadas, pero su vigencia está marcada por las redes –principalmente Twitter–: su circulación como meme y la reproducción iconográfica del combate se utiliza para ilustrar cualquier situación que amerite una súbita escalada de violencia o la exigencia de que alguien “tiene que arrepentirse de lo que dijo”. La escena de pugilato improvisado se da, podría decirse, en el fin de los años 90. Samid fue convocado para hablar sobre la pesificación del gobierno de Duhalde y la situación económica post crisis de 2001, pero la discusión derivó en una acusación de antisemitismo al invitado por una supuesta reivindicación del atentado a la AMIA. 

Este lodazal temático y cambio de ritmo narrativo vertiginoso estructura a la televisión de impacto, volantazo rápido de tema cuando algo no mide. En breve llegaría la tecnología del minuto a minuto, para intentar reemplazar el olfato y el timing de baquianos televisivos como Viale. La escena, analizada en cada fragmento como un cuadro renacentista, podría leerse también como una revancha simbólica: la golpiza a ese antagonista de la ética periodística y el buen gusto que materializó el periodista. Pocas cosas con tanto consenso como la crítica a programas y estilos como el que caracterizó Viale. 

Las necrológicas llamaron la atención por varios motivos. Condescendientes en parte con quien fue catalogado como una suerte de ícono de la “telebasura”, también resaltaron algunos aspectos humanos de Viale con sus colegas (desmentidos por otras personas que trabajaron con él), y se puso mucho el foco en su talento para la producción periodística: conseguir esa fuente imposible, valorar el “cuerpo presente” en la noticia. Y también que, en los últimos años, elevó en cierta medida el nivel de sus programas, acercándose un poco, al menos, al ansiado “periodismo serio”. Pero ese parnaso le era inaccesible. 

La figura de Mauro Viale quedó retratada en sus programas de mediados de los 90: con nombres variados, hacían hincapié en su figura y en la idea de “Impacto”, central para comprender este fenómeno. Siempre fue “El programa de Mauro”, plasmando un estilo particular que no pudo –o no quiso– tener continuadores. El seguimiento (y prácticamente la invención) del llamado “caso Coppola” fue tal vez su momento más icónico. Una causa policial que casi nadie podría mínimamente explicar se constituyó como un trampolín para personas en principio desconocidas que se iban a pelear frente a cámara. Acusaciones como “prostituta”, “me vas a contagiar sida”, “te voy a meter presa” y una serie de insultos poco habituales en la televisión abierta del mediodía permiten identificar un momento específico de transición para el periodismo televisivo. 

Una escena que se repetía: discusión, subida de tono, insulto, gresca –con la incorporación de personas fuera de escena–, y Viale separando sin mucho esmero. Secuencia que, por repetida, no se privó de ser efectiva. 

Revisitar con esta excusa el caso Coppola veinticinco años después nos recuerda que esa comedia de enredos surge de las causas armadas en la justicia federal y su uso político junto a los medios de comunicación. Con forma de comedia de enredos se configuró allí uno de los principales temas de agenda actuales. Aunque no queramos, formó parte de la educación sentimental política de un par de generaciones. 

Mauro Viale no inventó un género, pero en cierta manera combinó el guionado reality show, la televerdad y la creación de una “nueva farándula”, alejada ya de los rumores del corazón de las y los artistas y más enfocada en los excesos y la manera en la que la sociedad asociaba a dos “destapes”: el sexual y, principalmente, el del consumo de drogas. 

Posiblemente la innovación no esté tanto en el producto –aunque tenía su marca y fue exitoso y rupturista para el horario– como en el consumo. El show de Natalia y Samantha fue posiblemente uno de los más icónicos y pioneros consumos irónicos. El consumo no exento de cierto cinismo de ese modelo noticioso posiblemente haya forjado una cierta manera de abordar y vivir las noticias y, en última instancia, lo público. Se habló mucho sobre “los noventa” como fenómeno cultural, y si bien es necesario problematizar y evitar las temporalidades apresuradas, varias imágenes de esa época aparecen en este velatorio.

Pero el fenómeno de Viale es más que ese recuerdo. La vieja taxonomía del periodismo serio frente al sensacionalista sirvió a lo largo de la historia para consolidar ciertas formas que avalaron una construcción identitaria colectiva. Primero fue de clase (una prensa “blanca” frente a la incipiente prensa popular del siglo XX), y con la llegada de la televisión y la exacerbación de los “desvíos” sensacionalistas, las formas de serias de periodismo viraron más hacia la búsqueda de otros estilos, formas, escenarios y tonalidades. Estos productos periodísticos cumplen la función de establecer un límite: sensacionalista es Viale; el resto de las cuestiones éticas del periodismo, cuestión de matices. 

Incluso con estas marcas culturales que legó Viale, algunas en lisa confrontación con la ética y la buena práctica periodística, es preciso observar que la tradición del periodismo popular y sensacionalista en Argentina es moderada. Ni se acerca a la morbosidad de otros países de la región o del mundo anglosajón, prima el humor y el sarcasmo antes que la sangre y el escándalo sexual. Viale no desentonó: probó un producto exitoso, pero que quedó relegado frente a un periodismo más interesado en inflamar la política, especialmente alrededor de los “escándalos de corrupción”, centrales en los shows políticos y los programas de panelismo que se nutren de la grieta. Por supuesto, es posible rastrear otros ejemplos con mayor responsabilidad en ese derrotero.

“Si el periodismo no es picante, no es periodismo”, solía repetir Viale en sus últimos programas, recordando que las noticias debían mantener entretenida a la audiencia incluso cuando se trataban temas ajenos a la frivolidad. Siempre intentó manejar el ritmo del programa pidiendo acercar los temas a la realidad de las personas de a pie, no infantilizándolas sino exigiendo datos, contexto y centralidad en los temas que, a su criterio, importaban. Provocador reivindicado, difícilmente vaya a arrepentirse de lo que dijo. 

Leandro Araoz Ortiz 

Licenciado en Ciencias de la Comunicación y magíster en Investigación en Ciencias Sociales (UBA). Docente del Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva de la Carrera de Ciencias de la Comunicación.