Nos robaron el cuerpo de dios

Lloraré por siempre la despedida del Diego. Esperaba un velatorio al que pudiéramos ir todos, un cortejo fúnebre que durara kilómetros. Imaginaba la carroza por alguna ancha avenida de Buenos Aires. Hubiese querido ver el cajón, o un fragmento de cajón, una astilla en el ángulo del coche que siempre es negro y a duras penas, porque siempre hay otros delante de mí más altos que yo. Y sin embargo no fue así. Nunca pude llegar a la casa rosada, no pisé la baldosa que rozó el cajón. Me hurtaron la posibilidad de que él supiera que yo estaba ahí. Es extraño: un muerto confirmándome en la existencia. Algo raro pasa. ¿Qué sucede cuando alguien muere que necesitamos esa cercanía a su cuerpo yaciente? ¿Por qué aún hoy siento que se nos privó de algo único, de un acontecimiento, de una fiesta en la que todos hubiésemos podido comer con los ojos el cuerpo de dios? 

Mi congoja no me sorprendió. Yo quería al Diego desde antes; me olvidaba de él por periodos enteros; cuando reaparecía, casi siempre por algún escándalo o alguna enfermedad, sobre todo en el último tiempo, volvían a precipitarse en mi memoria los triunfos y las caídas. Siempre pensé para mis adentros que el Diego y la Hebe son inimputables. Nunca me interesó juzgar a Diego por su vida personal, tampoco apelo a la formula perezosa de las contradicciones. Leo mucho en estos días apelar a la contradicción que somos para justificar lo que no encaja. Pero una contradicción de verdad suele ser insoportable. No es una simple fórmula condescendiente. La contradicción del Diego no fue entre su vida escandalosa y sus hazañas futbolísticas. No fue entre el genio del fútbol y el reprochable marido, padre o amante ocasional. La contradicción del Diego fue la de la pobreza consigo misma, de la que despuntó su talento y su generosidad. De la chispa brillante de esa miseria brotó riqueza derramable para todos. Esa es la contradicción que los poderosos no se bancan. Con la otra juzgan; con esta, saben que pueden ser derrotados. 

El cuerpo de Diego tenía que haber sido cáliz para su pueblo, tenía que haber sido comunión, fiesta de los desposeídos. Teníamos que haber podido llorarlo, tenerlo ahí, de cuerpo presente. Y nos robaron el cajón, que se fue por la puerta lateral y a toda velocidad por la autopista a un cementerio country. ¿Qué tiene que ver el Diego con ese pasto prolijo y equivalente, él, que se destacó entre todos? Soñé muchas veces con rescatarlo de ese jardín donde todas las lápidas son iguales. Pensé en hacer en casa un altar doméstico donde brillara por siempre un fuego fatuo. Imaginé sembrar plazas, potreros y rincones con su imagen, que sean santuarios de patria besada en una copa. Algo extraño pasa con el cuerpo en la muerte. Por eso duele tanto un desaparecido.

El cuerpo del Diego no era de la familia ni era del estado, el cuerpo del Diego era de su pueblo. Y se lo llevaron. 

Quizá el destino sea piadoso en llevarse jóvenes a sus grandes antes que la decrepitud o la degradación desgasten la savia que nos alimentan. Porque en estos días lo que me vuelve es el rostro feliz del Diego, su alegría dentro de la cancha. Esa capacidad de leer las situaciones, de estar pendiente de la jugada, de no quitarle la vista al balón. Hay algo hipnótico en esas imágenes. Diego era el equipo. No era él, era lo común. Lo miro jugar, me detengo en esa forma de plantarse y algo pasa. Un hechizo que dura lo de un batir de alas y sin embargo es huella perenne. Pienso que lo suyo es poesía: la emergencia de la forma en el caos. Una forma que se escribe con las piernas. Lo siento cuidando a cada uno de sus compañeros, sacando la cara por ellos. Lo miro cuando se persigna y me llega su gratitud, el amor a sus padres y a su patria. Cuando supe en estos días, o me lo recordaron, que salía a la cancha infiltrado, que lo volteaban y él se levantaba, una y otra vez, sin simular las faltas, sin especular, una fuerza misteriosa me da fuerza. Diego me devolvió, o inventó en mí, con la magia que lo caracterizaba, una religiosidad que desconocía. Un milagro que logró con su último partido. En su partida, en la final.

María José Rossi

Doctora en Filosofía por la Università degli Studi di Torino (Italia). Profesora de Filosofía en la Facultad de Ciencias Sociales e investigadora del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).