“La casa en llamas”. Negacionismo ambiental en Argentina

La pandemia del COVID-19 trajo a la luz algunos debates importantes sobre el significado social y político de la crisis ecológica. La expansión de monocultivos a escala industrial, así como la manipulación y tráfico de la vida silvestre, generó el caldo de cultivo para la expansión vertiginosa del virus. Para enfrentar esta situación se requiere sostener acciones decididas de defensa de los bienes comunes, iniciativas que no pueden ser erráticas y que tampoco son efectivas luego de que se ha consumado el daño. 

En los últimos veinticinco años, los momentos de dinamismo de la economía argentina quedaron asociados a indicadores como hectáreas sembradas, toneladas cosechadas o volumen de divisas obtenidas por exportaciones, todo ello a partir de la consolidación del llamado modelo de agronegocio asociado a un cultivo paradigmático, la soja. Conocidos son los grandes impactos que este modelo ha tenido en la concentración de la tierra, la consolidación de nuevos paquetes tecnológicos, el uso intensivo de los recursos naturales, avance de la frontera agropecuaria con la pérdida de montes y bosques nativos, degradación de suelos, transferencia de tierras de pequeños productores hacia el sector empresarial, expulsión y arrinconamiento de poblaciones campesinas y serios problemas de salud colectiva por el uso de grandes cantidades de agroquímicos. 

Sería preocupante que, en este contexto de pandemia se busque eludir o flexibilizar la aplicación de normas y controles ambientales para dar respaldo a esos mismos sectores económicos que son responsables del daño ambiental. No se puede abonar a la idea de que la mejora de los indicadores económicos es un fin en sí mismo que hay que pagar con la salud y el daño a los ecosistemas. Si en la salida a la crisis prima la idea de que no es posible atender a cuestiones esenciales como la protección de humedales, la salud ambiental o la calidad de los alimentos que consumimos, estamos cometiendo un grave error que involucra también las condiciones de vida de las generaciones futuras.

Mitos que obstruyen la agenda ambiental

Pensar que la agenda ambiental sería algo así como un lujo de países ricos es falaz por múltiples razones, señalemos algunas de ellas. En primer lugar, para enfrentar la disyuntiva planetaria generada por la epidemia COVID-19, se requiere superar visiones fragmentadas y reconocer que el desafío es proteger “una sola salud”, la del planeta y la de los seres humanos. Como señala un reciente informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), “de no cambiar las formas de producir y consumir, habrá cada vez más y peores pandemias, como la COVID-19”. En segundo lugar, muchas actividades que pueden presentarse como oportunidades de crecimiento y empleo, en realidad, si se toman en cuenta todos los costos involucrados, no solo monetarios sino también en términos de destrucción de stock de recursos ambientales y de servicios ecosistémicos, son un mal negocio en términos sociales y ambientales. En tercer lugar, cualquier perspectiva sólida de la política ambiental debe concentrarse en la prevención en lugar de actuar una vez que el daño se ha producido; en ese sentido, el principio precautorio indica que, si hay peligro de daño grave o irreversible, la ausencia de información o certeza científica no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces para impedir la degradación del medio ambiente.

Las recientes emergencias ambientales producidas por incendios intencionales en diferentes puntos del país muestran precisamente el altísimo costo que tiene un enfoque negacionista de la cuestión ambiental.

El recrudecimiento de los incendios en los últimos días es la consecuencia de la falta de una política de largo plazo y, sobre todo, el resultado de la expansión vertiginosa de dos fronteras que combustionan el fuego: el agronegocio y el mercado inmobiliario. 

Humedales, bosques y tramas de vida

Los humedales son ecosistemas de transición entre sistemas terrestres y acuáticos que están ocupados en forma permanente o semipermanente con agua. Argentina cuenta con más de 600.000 km² de humedales que representan el 21,5% de la superficie del país. Durante buena parte del siglo pasado se los consideraba como lagunas y pastizales sin valor, pero fue la acción decidida de diversas organizaciones ecologistas, fundaciones, ámbitos académicos y organizaciones socioterritoriales la que ha contribuido a visibilizar su importancia central para la vida humana y no humana. 

Se trata de ecosistemas que funcionan como reservorios de agua, pueden absorber excedentes hídricos y, por lo tanto, regular eventos de inundación y sequías prolongadas en el tiempo. Por otra parte, permiten mitigar los efectos del cambio climático por su enorme capacidad de secuestrar carbono. Se trata de manglares, marismas, albuferas, esteros, bajos ribereños y deltas que, por su localización estratégica, son muy codiciados por el avance de grandes emprendimientos extractivos. Son humedales el salar de Atacama (Chile), el salar del Hombre Muerto (Argentina) y el salar de Uyuni (Bolivia); juntos conforman un triángulo geográfico dentro del cual se concentra cerca del 75% de las reservas mundiales de litio. También son humedales los sitios bajos en torno a las lagunas de Rocha y Santa Catalina en la cuenca Matanza-Riachuelo (espacios que el mercado inmobiliario considera “vacantes”) y también los territorios que han estado expuestos a endicamientos y rellenos en la cuenca del Río Luján (¿se acuerdan de la Basílica de Luján bajo agua?). 

Foto: Alber Piazza

En nuestro país, los humedales no están inventariados y este es un punto débil en la defensa de los bienes comunes pues se necesitan relevamientos exhaustivos de sus características y funcionamiento como instancia previa a la autorización de actividades productivas en esos territorios. Por solo dar un ejemplo, desconocemos cuál es el comportamiento específico de cada uno de los salares de la Puna en su relación con el sistema de recarga de acuíferos.

Quienes habitamos en grandes ciudades no podemos desentendernos de la relación que existe entre nuestra calidad de vida y estos “hábitats que fabrican vida”. La zona más densamente poblada de la Argentina, por ejemplo, está conectada con el Delta del Paraná, un territorio “fabricado por la naturaleza” a partir de los sedimentos aportados por la alta cuenca del Río Bermejo, a través del Río Paraná. Este territorio está asediado por el fuego desde el mes de marzo. En julio de este año hubo más de 6000 focos y en los primeros veinte días de agosto se contabilizaron 7390 focos de incendios, una situación agravada por el concurso de una temporada seca y una bajante histórica del Río Paraná. Al primero de septiembre el Servicio Nacional de Manejo del Fuego informó que la superficie afectada por la quema de pastizales en las islas del Paraná es de 198.863,25 hectáreas.

Las principales causas se atribuyen a la acción ilegal de empresarios ganaderos y del agronegocio que queman la vegetación natural de las islas para ampliar la superficie de pastura.

Tengamos en cuenta que el proceso de sojización ha desplazado la ganadería hacia tierras que antes eran marginales, principalmente el Delta donde siempre hubo cría de animales, pero a una escala mucho menor. Por otro lado, en la misma zona de incendios, por ejemplo, la localidad de Victoria en Entre Ríos, hay diferentes proyectos inmobiliarios que esperan condiciones favorables para expandirse. Las denominadas urbanizaciones cerradas ya han generado importantes afectaciones al ambiente y al paisaje en diferentes territorios deltaicos de la cuenca del río Luján. Esto implica costosas obras de ingeniería para realizar excavaciones, construcción de terraplenes y rellenos que alteran el funcionamiento del humedal, así como construcciones en la línea de la ribera. 

En otros puntos del país los incendios están poniendo en jaque tanto los humedales como los bosques. Sería motivo de otro artículo exponer los problemas vinculados a la deforestación en la Argentina, por el momento solo digamos que, en nuestro país, se perdieron 2,8 millones de hectáreas de bosques nativos en los últimos 12 años, de las cuales un millón estaban en áreas protegidas por la ley de bosques en cuatro provincias: Formosa, Chaco, Salta y Santiago del Estero. Se trata de un proceso que se ha solapado de forma implacable con el avance del monocultivo de soja y, en años recientes, por el avance de la ganadería.

En este momento, el fuego avanza sobre humedales y bosques en once provincias: Entre Ríos (donde el foco se extendió a la ciudad santafecina de Rosario), Corrientes, Buenos Aires, La Pampa, San Luis, Córdoba, Santiago del Estero, Misiones, Catamarca y La Rioja. Los focos de incendio han arrasado hasta el momento unas 120.000 hectáreas. Si consideramos que en 2018 se perdieron cerca de 180.000 hectáreas de bosques, lo que ha sucedido en estos cinco meses acelera de forma muy preocupante esa tendencia. Es lo que en ciencias ambientales se conoce como “tipping point” (punto crítico), es decir el momento en el que una variación adicional provoca grandes cambios difíciles de revertir y los ecosistemas pierden su estabilidad al punto de dejar de ser lo que son. 

La ley de humedales. Un caso ejemplar

Los diferentes proyectos de ley de protección de los humedales que se discuten estos días en el ámbito legislativo han sido empujados por un proceso muy tenaz de organización colectiva que acompañó la creciente movilización por diferentes causas ambientales en Argentina. Fue en 2008 que las diferentes organizaciones nucleadas en la Unión de Asamblea de Comunidades (UAC) iniciaron un trabajo en talleres que luego avanzó hacia el Congreso con un proyecto presentado en 2013; este logró media sanción en Senadores, pero perdió estado parlamentario en Diputados. Exactamente lo mismo ocurrió en 2016 con otro proyecto que logró media sanción en el Senado, pero que fue desestimado por la Cámara Baja. Desde 2013 en adelante se han realizado innumerables reuniones, talleres y audiencias públicas convocadas por organizaciones sociales, académicos y organizaciones ambientalistas en un trabajo de coordinación y construcción de acuerdos digno de destacar. 

En estos días, la situación de emergencia ocasionada por los incendios dio lugar a un nuevo capítulo en esta historia y nuevos proyectos de ley se discuten en el Congreso. Desde el amplio arco de organizaciones sociales y expertos hay consenso en que se debe legislar para la creación de áreas naturales protegidas, realización de un inventario, la moratoria para actividades extractivas que dañan los humedales, ordenamiento ambiental del territorio que permita la conservación del patrimonio natural y el cultural, el acceso a la información pública y la participación de todos los sectores de la sociedad civil. Un punto clave es incluir medidas de apoyo a los pobladores isleños, comunidades indígenas y campesinas, pues son quienes defienden el humedal y están en una situación de gran fragilidad económica en este momento de pandemia. Los temas de preservación ambiental en raras ocasiones evocan una naturaleza prístina, por el contrario, en las áreas naturales hay convivencia con modos de vida y producciones locales. 

Es importante desnaturalizar el discurso que dice que la defensa del ambiente es equivalente a parálisis de toda actividad productiva. Por el contrario, el objetivo de la ley es determinar la capacidad de carga de cada ecosistema, para saber qué tipo de actividades se pueden autorizar y con qué intensidad de uso del suelo.

El nudo gordiano es que se requiere impulsar una moratoria de actividades hasta completar ese inventario, algo que es muy resistido por sectores del agronegocio y del mercado inmobiliario. Son preocupantes las declaraciones recientes de la Asociación Correntina de Plantadores de Arroz (ACPA), la Sociedad Rural Argentina (SRA) y la Federación Agraria Argentina (FAA) que plantean su oposición a la ley. 

Si tomamos el caso de la ley de humedales como un ejercicio para pensar los temas clave de la agenda ambiental, veremos que aparecen tres cuestiones fundamentales. La primera es que la ley es un instrumento básico de las políticas públicas y su efectividad tiene que estar asociada a programas de gestión sostenidos en el tiempo. Las experiencias anteriores de la ley de bosques y glaciares han mostrado que su implementación puede ser sistemáticamente bloqueada por dudosos intereses corporativos en las provincias y que se requiere de la presencia activa de un Ministerio de Ambiente con capacidad de intervención. Esto implica programas de gestión con recursos, planes de acción y capacidad de monitoreo. Precisamente, la falta de continuidad del Plan Integral Estratégico para la Conservación y Aprovechamiento Sostenible de la Región Delta del Paraná (PIECAS) y la falta de instrumentos de aplicación efectiva de la ley provincial entrerriana Nº 9868 para el manejo y prevención del fuego (dos iniciativas que surgieron en el contexto de los incendios en el Delta en el año 2008) es lo que ha contribuido a la reiteración de la historia. 

La segunda es que estas leyes requieren de fondos específicos del presupuesto nacional. La experiencia reciente con la ley de bosques muestra que solo tuvo existencia social cuando se la dotó de recursos a partir de la constitución del Fondo Nacional para el Enriquecimiento y la Conservación de los Bosques Nativos. Y hay que agregar que ese flujo de financiamiento debe tener continuidad en el tiempo para apuntalar los planes de ordenamiento ambiental territorial. No alcanza con zonificar, luego hay que proteger esos territorios. De lo contrario, puede pasar lo que ha sucedido estos días en Córdoba, que se han prendido fuego los montes nativos que están catalogados en Categoría I (rojo), es decir, de muy alto nivel de conservación.

Y esto nos lleva al tercer punto que tiene que ver con la capacidad estatal de comando y control, lo que incluye programas de investigación, monitoreos satelitales, articulación de diferentes niveles y presencia efectiva a escala local. Por dar un ejemplo muy elocuente, el único período reciente en que se redujo la tasa de deforestación en el Amazonas (2004-2009) tuvo que ver con un ambicioso programa que incorporó un sistema de detección de la deforestación en tiempo real, la aplicación de multas, confiscación de equipamiento de desmonte y un trabajo cotidiano en ámbitos municipales; respaldado por la inversión de recursos humanos.

Existen propuestas para pensar alternativas al extractivismo y hay una ciudadanía muy decidida a defenderlas. Si queremos abonar a un enfoque que ponga en el centro la salud colectiva tenemos que salir del negacionismo ambiental. 

Dibujo portada: Azul Blaseotto «Ivy maraney» (tierra sin mal), tinta sobre papel, 2013

Gabriela Merlinsky

Investigadora del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.