Un ciego como yo, un mudo con tu voz

Treinta años se dice y se repite. Pegan profundo como un impacto en el pecho. Es un montón de tiempo y cuando la mente con ensoñaciones me trasladan a esa época pienso como el tango que no son casi nada.

Esos años noventa que arrancaron con la entrada decidida y avasallante del gobierno menemista a la cancha asomaron duros. Muchas, muchos sin laburo mirábamos lo que iba hacer el desguace del Estado y la privatización de servicios esenciales. La desaparición de las vías de tren en muchos pueblos y los anuncios de que el dólar iba a equivaler a un mango y seguramente eso iba a salvarnos la vida.

Días de ebullición militante también. Con muchos compañeros y compañeras nos disponíamos a dar batalla en las diferentes instancias judiciales para que la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) obtuviera su personería jurídica. No existían los celulares ni el correo electrónico. Las cartas se escribían a máquina y salíamos cargados y cargados con ellas en los bolsillos. Recorridos por redacciones, organismos de derechos humanos, sindicatos, partidos políticos llevaban muchísimo tiempo. Pero a la vez la posibilidad de charlas con compañeros y compañeras, un mate y una forma de construcción que se extraña.

También eran tiempos ricoteros. Una novia muy querida que supe tener en ese tiempo me había introducido en el mundo redondo. Íbamos a donde tocaran, juntando el mango, escuchando en cada recital dónde iba a ser el próximo, subiendo a bondis estallados, a trenes, a camionetas. Una mística que se había comenzado a tejer un tiempo antes. Y orgullo porque esa banda ya había llegado a Obras arengada por su público. Éramos parte de algo colectivo cuando no se podía nada. Esas letras del Indio Solari nos daban identidad, y ese motor nos hacía seguir a los Redondos como a un equipo de fútbol.

Siempre el fútbol. Vuelvo al fútbol. Llegaba el Mundial de Italia. Siempre adherí a la frase que reza “la vida es eso que pasa entre mundial y mundial” o algo así. La tensión máxima llegaba y se instalaba los primeros días de junio y no se iba hasta el final, mucho más si a la Selección Argentina le iba bien.

Llegábamos a la máxima competencia para defender el título de 1986 ganado por Gardel y sus guitarristas, como mi abuelo me decía. Las diferencias con aquel equipo eran palpables desde el vamos. Plagado de defensores, pocos delanteros, muchos jugadores importantísimos del esquema anterior no estaban en su mejor condición.

Pero así, roto y mal parado, el equipo iba adelante. Surfeaba todo tipo de adversidades. La terrible fractura de Nery Pumpido apenas empezado el torneo. La entrada de Goycochea. Expulsiones. Arrancar perdiendo en el debut. Con un orgullo a prueba de balas se pasaban las pruebas. Y ahí emergían los once. Cantando el Himno en el estadio San Paolo del Napoli de Diego. Sacando el pecho para jugar semifinales frente a los dueños de casa, Italia. Selección convencida de que era a matar o morir porque jugaban en su suelo. La tensión en el aire por este partido la llevo todavía en la piel. 

Hoy nos quedamos afuera. Era el pensamiento generalizado futbolero. Ya esa cantidad de pelotazos estrellados en los postes de Goyco contra Brasil habían estado de más. El gol de Cani metiendo tremenda diagonal para que Maradona con mítico tobillo hinchado le haga un pase magistral nos había dejado afónicos y afónicas. ¿Qué más se podía pedir?

Es fútbol. Y siempre hay más. 

Muchos y muchas coinciden en que fue el mejor partido de Argentina en este Mundial. El de mejor planteo. En el que pudo así, con todas las adversidades, aprovechar la valía de sus jugadores.

Lo cierto es que nos moríamos de ganas de alentar a este equipo. Y así dejamos obligaciones. Nos dispusimos alrededor de una tele blanco y negro con la caja amarilla heredada de los años setenta. Tenía un alambre agarrado que hacía de antena. Todo ocurría en la parte trasera de un kiosco ubicado sobre la Avenida Santa Fe en Acasusso. Allí trabajábamos en ese momento con mi hermano. Y ahí fueron cayendo distintos amigos y amigas. Conforme iban corriendo los minutos en el San Paolo no hubo más remedio que bajar la cortina del kiosco. Imposible atender. El aire se cortaba con tijera pero de verdad.

Un amigo de descendencia italiana había hecho chistes o cargadas a propósito de la capacidad goleadora de Schilacci. Un caso curioso el de este delantero. Jugó apenas 16 partidos con la Azurra. Pero el Mundial de 1990 lo dejó en la historia del fútbol junto a los máximos goleadores de la competencia.

La capacidad de estar parado en el lugar justo y en el momento adecuado lo lleva a convertir el primer gol para Italia. Minuto 17. Nos miramos todos y todas. Falta un montón. Nunca demos a este equipo por vencido. Y así seguimos pegados a la tele amarilla.

Pasa primer tiempo. Argentina aguanta todo. Italia no se la lleva por delante. Minuto 67. Viene la jugada. Centro de Olarticoechea con un guante. Y Cani que anticipa al arquero y a la defensa. Una nuca rubia se mueve de adelante hacia atrás. Y gol. Golazo. Terminamos sentados algunos, paradas otras en una montonera humana en el medio del kiosco. La antena de alambre resistía.

Suplementario. Siempre que presencié estas instancias creí que habría sido bueno hacer como los jugadores. Tirarnos al piso y estirarnos las piernas unxs a otrxs. No podíamos nada. Ni tomar la cerveza que giraba entre las manos nerviosas de esa fría tarde noche de Buenos Aires. Solo ojos vidriosos clavados en el televisor. Y seguir.

Pasa el suplementario. Expulsan a Giusti por un supuesto golpe a Baggio que nadie vio. Penales. Otra vez. Las manos de Goyco son las manos de todes. Las imágenes en blanco y negro nos bailan delante de la cara. Vemos pasar los jugadores. La mete José Tiburcio Serrizuela, patean muy bien Olarticoechea y Diego. Aparece Goyco, que ya venía adivinando los rincones, pero las estiradas no eran suficientes aunque sí llega en volada sublime a sacarle el penal a Donadoni. Y estallamos. Y viene Diego. Y cambia gol por penal a su estilo. Y la esperanza crece. Parece el colmo que el último jugador italiano en patear se llame Serena. Pero se apellida así. Y Goyco atrapa la pelota. Un poco con las manos, un poco con la panza. Pero lo hace. Y estamos en la final. Y la calle se viste de celeste y blanco. Y no paramos de saltar.

Veníamos rotos y mal parados. Un país que sangraba sus heridas y no cerraban. Había y siguen existiendo voluntades férreas. Como dice Eduardo Aliverti, minorías intensas. Esas que se ocupaban de debatir y exigir por comprender el libre ejercicio de la sexualidad como un derecho humano. Esas que iban a seguir ocupando calles ante todos los avances contra los derechos populares. Ese grupo de futbolistas que iban a vender cara su derrota y serían recibidos como héroes. Y una banda que cantaba fuerte que, aun ciegos y sin voz, podíamos avanzar por un mundo más redondo, un mundo para todes. 

Monica Santino

Exjugadora de fútbol femenino y directora técnica de fútbol femenino del Club La Nuestra de la Villa 31. La Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires la nombró «personalidad destacada del deporte en la Ciudad de Buenos Aires por su trayectoria en el mundo del fútbol femenino», siendo la primera mujer del mundo del fútbol que recibe esa distinción.