Requisito para cualquier debate. Enfrentar las formas de negación

Las modificaciones rápidas de nuestras condiciones de existencia suelen ponernos en crisis, en tanto requieren transformaciones de nuestro comportamiento para las que no estamos preparados. Ante ello, muchas veces se activan sistemas de defensa que buscan proteger a nuestra estructura psíquica de la conmoción, aunque en algunos casos pueden resultar profundamente disfuncionales, en tanto no se ajustan a los requerimientos que la realidad nos impone para actuar.

Podemos observar este proceso en numerosos aspectos de las reacciones sociales ante la pandemia, desde quienes alertan sobre los riesgos psíquicos de sostener la cuarentena (como si no hubiera efectos psíquicos en una catarata de muertes que colapse al sistema de salud o a las morgues como ha ocurrido en España o Italia) hasta quienes insisten en su necesidad de salir a correr, en adultos mayores que desafían las normativas porque “no se sienten de esa edad” o quienes plantean como “exageradas” a las medidas de salud, al no observar el número de muertes esperadas (precisamente como resultado exitoso de las medidas adoptadas).

Sin embargo, este artículo busca analizar una arista específica de los sistemas de negación: la profusión de análisis y declaraciones por parte de nuestra comunidad académica cuestionando la “virtualización” de la educación y desarrollando las ventajas de la educación presencial. Veo estas reacciones como “sistemas de negación” en función de encarnar un debate que nunca fue el que estuvo sobre la mesa, a la vez que se parte de supuestos que no asumen presupuestos básicos de la disyuntiva que impone el contexto.

Paso a explicarme. Más allá de que existe una legítima discusión sobre los aportes, ventajas, desventajas o límites de la educación virtual, no es eso el eje del debate hoy. La educación presencial NO ES una opción en el presente contexto y no lo será por bastante tiempo, quizás en el tiempo que resta del 2020 e incluso puede que más.

El proyecto sanitario en curso (que viene siendo recomendado por la OMS y otros expertos) es el de “administrar” las cuarentenas, permitiendo la realización de mayor número de actividades o abriendo localidades específicas sin presencia comunitaria del virus y evaluando periódicamente el crecimiento de la curva de contagios para determinar la viabilidad o inconveniencia de cada apertura. Se busca ir oscilando durante los próximos meses entre momentos de cierta apertura y momentos de cierres más estrictos (cuando se ponga en riesgo la capacidad sanitaria).

La educación universitaria no aparece como una actividad cuya apertura pueda siquiera evaluarse.

Es una tarea que cuenta con la posibilidad de virtualizarse (con todos los límites que ello implique), requiere un movimiento masivo de personas que colabora en la saturación de los medios de transporte (necesarios para otras actividades ireemplazables), requiere desplazamientos entre espacios distantes, sus edificios no permiten garantizar la distancia necesaria entre las personas, son actividades masivas que exigen cercanía física y sus actores tienen una heterogeneidad social que puede facilitar la propagación del virus desde sectores de mayor pregnancia hacia otros con menor incidencia.

Todo ello vuelve insensato incluirla como actividad esencial, lo cual implica que no podría volver a su ejercicio presencial hasta tanto se cuente con vacuna o tratamiento exitoso y/o se logre eliminar la presencia del virus en la sociedad, opciones que se ubican en el rango de 12 a 18 meses.

Al presentarse el debate como si fuera una opción entre educación presencial y educación virtual se cae en un mecanismo de negación en tanto que las opciones realmente existentes en las condiciones actuales son las de ofrecer una educación virtual (con todas las opciones, modalidades o límites que ello implique) o decidir anular el funcionamiento universitario por un tiempo indeterminado pero significativo.

Esto parece haber sido comprendido por la gran mayoría de las universidades que, no sin obstáculos, han emprendido la tarea de construir algo para lo que podían haber estado más o menos preparadas, sea a nivel técnico o en relación con la capacitación de sus planteles docentes, pero que asumen como una imposición de la realidad. Ello no implica que no haya generado o vaya a generar dificultades y tropiezos, pero todos ellos están en línea con la novedad de la situación a la que nos enfrenta la realidad. En lugar de evaluar los recursos con los que cuenta y las necesidades efectivas de cada una de sus unidades académicas, la Universidad de Buenos Aires ha optado por prorrogar el inicio del calendario académico, pero no necesariamente como herramienta para prepararse para las necesidades que impone el nuevo contexto, sino bajo un presupuesto no sostenido en análisis empírico alguno, de que dentro de unos meses todo podría volver a la normalidad, lo cual constituye la característica fundamental de cualquier sistema de negación.

El absurdo de dicha especulación es que, gracias a los resultados positivos de la cuarentena, el pico de la pandemia pudo ser desplazado en el tiempo, coincidiendo con la nueva fecha de inicio del cuatrimestre decidida por la UBA (inicios de junio), algo que podía claramente observarse cuando se tomó la decisión, pero que sin embargo no fue contemplado, pese a las advertencias de muchos docentes y los pronósticos y análisis de los sanitaristas.

En momentos difíciles como estos, la universidad pública tiene un rol fundamental que jugar, tanto en el aporte de sus prácticas y conocimientos a la sociedad como en la contención y soporte a su propia comunidad académica y en su capacidad de adecuación a las nuevas condiciones.

Muchas universidades públicas lo están haciendo, aportando sus saberes, infraestructuras y prácticas no solo a los distintos estamentos del aparato estatal sino a las organizaciones sociales que lidian con los esfuerzos para impedir un aumento de los índices de letalidad, en particular por la posibilidad de propagación del virus en población más vulnerable, como los habitantes de las barriadas populares, que sufren otro conjunto de enfermedades endémicas o tienen sistemas inmunológicos más débiles, como consecuencia de la desnutrición, el hacinamiento y otras consecuencias de la profunda desigualdad social argentina. Tratar a estas respuestas de maníacas es no querer hacerse cargo de la propia negación.

Perder precioso tiempo en especulaciones filosóficas sobre cuánto nos gusta la educación presencial (que comparto pero no resultan relevantes en el presente contexto) resta energías para elaborar las modificaciones imprescindibles para poder recomponer en el menor plazo posible una presencia de la universidad pública en las actuales condiciones, que no son las elegidas por nosotros sino las que impone una pandemia sobre la que no incide nuestra voluntad.

Enfrentar los mecanismos de negación requiere no solo de procesos individuales sino de acciones colectivas que puedan adecuarse a las nuevas condiciones. Cuanto más tiempo nos lleve, menos podremos jugar el rol que la comunidad requiere de nosotros.

La universidad pública, al igual que muchas otras instituciones y organizaciones, tiene enormes desafíos en este contexto. Pero solo podrá abordarlos quebrando sus propios mecanismos de negación (los institucionales y los de sus miembros) y elaborando propuestas realistas que tomen en cuenta las nuevas condiciones generadas por la pandemia.

Daniel Feierstein

Investigador CONICET. Docente de la UBA y de la UNTREF. Director del Observatorio de Crímenes de Estado en la Facultad de Ciencias Sociales, UBA.