Es la pandemia, estúpido

Si todo sigue de acuerdo con lo planificado, los estadounidenses elegirán un nuevo presidente el 3 de noviembre. La alternativa a la reelección de Donald Trump en la Casa Blanca será Joe Biden, el ex vicepresidente de Obama durante sus dos mandatos presidenciales y quien logró imponerse en la multitudinaria interna demócrata tras la retirada de Bernie Sanders el 8 de abril. 

New York, USA, 26 September 2018. US President Donald Trump at a news conference after attending the 73rd United Nations General Assembly in New York city. Photo by Enrique Shore

Hasta ahora, el período de campaña había sido todo menos típico: en el campo opositor, 29 demócratas en total expresaron su voluntad de competir contra Trump en las elecciones. Este largo proceso de debates y primarias, con un costo superior a los mil millones de dólares, llegó a un ya anunciado final después de que las diferentes expresiones del liderazgo partidario tradicional suspendieran campañas y expresaran colectivamente su preferencia por Biden ante su contendiente por izquierda, Bernie Sanders, cuyos ejes de campaña eran el derecho a la salud para todos, la educación universitaria gratuita y la limitación de la influencia del gran capital sobre la política, entre otras banderas progresistas. Sanders quedó desgastado por la unidad partidaria recientemente adquirida y por un voto progresista dividido a causa de la candidatura de la senadora Elizabeth Warren, quien sostuvo su campaña mucho después de perder sus chances reales de ganar la nominación.

Luego de que el crecimiento de la pandemia en marzo dejara como incógnita la realización de las últimas elecciones primarias estatales, Sanders suspendió su candidatura y, fiel a su promesa de ser parte del esfuerzo demócrata contra Trump, declaró su apoyo a Joe Biden.

Ante esta larga interna demócrata, contrastaba un Trump básicamente indiscutido en el liderazgo de su partido. El magnate inmobiliario convertido en “líder del mundo libre” atravesó en el poder una serie de escándalos que sacudieron el mundo mediático (un encuentro extramatrimonial, acusaciones de colaboración con Rusia durante las elecciones, utilización de fondos asistenciales destinados a Ucrania con fines políticos, etcétera), pero estos carecieron del impacto social vaticinado y perseguido por los demócratas. La popularidad de Trump se mantuvo en un nivel estable, ayudado por una economía en crecimiento sostenido y una brecha cultural entre conservadores y progresistas que hoy se vuelve en el combustible necesario del sistema bipartidista estadounidense. La inmutable devoción por Trump entre conservadores parece una justa recompensa por la constante reiteración desde Washington de que el poder está en manos de una fiel expresión de sus voluntades políticas: en este sentido debemos entender el característico discurso trumpiano: anti-inmigración, anti-aborto, anti-intelectual, anti-LGBT, pro-Israel, anti-Islam y más.

En este escenario político, la pandemia del COVID-19 irrumpió en el país y rápidamente tuvo un impacto desastroso sobre la vida de los estadounidenses: al momento de escribir estas líneas, más de 26 millones de personas (un estimado 17% de lo que era la fuerza laboral a principios de marzo) perdieron su ingreso y solicitaron recibir el seguro estatal de desempleo, una clara evidencia de que la desregulación del trabajo permite que el empleo sea la primera variable de ajuste para las empresas. Gran parte del país está mayoritariamente paralizada y abundan las acusaciones contra el gobierno: entre otras, la oposición y los medios sostienen que el gobierno llamó al aislamiento demasiado tarde, falló en la coordinación entre estados para la compra de equipamiento médico, se negó a intervenir la industria en pos de la necesidad médica, utilizó un criterio político para la distribución de fondos de emergencia, proporcionó ayuda insuficiente a empresas e individuos afectados e insiste hoy prematuramente en la necesidad de reinicio de la actividad económica.

La sensación de alarma en Washington es palpable: por la notoriedad de los errores y sus impactos duraderos en la vida de todos, es probable que esta pandemia logre el efecto político que se intentó darle sin éxito a los escándalos que persiguen a Trump desde su primera campaña.

En ese sentido, mientras el gabinete intenta salvar a las grandes empresas de una pérdida mayor y evitar una rápida escalada en la tasa de infección, no se ignora también la importancia de cuidar la base de apoyo del gobierno. La decisión del 22 de abril de detener el ingreso de inmigrantes permanentes durante al menos 60 días (mediante la suspensión de green cards), justificada por la necesidad de proteger el empleo de los ciudadanos, puede ser vista como parte de un esfuerzo mayor de cerrar filas entre la derecha y mantener el apoyo al gobierno de parte de sectores de la clase trabajadora opuestos al ingreso al país de nuevos inmigrantes, a los que ven como competencia en un mercado laboral contraído. “Debemos cuidar al trabajador estadounidense”, anunció Trump en la conferencia de prensa. Sin embargo, los lazos del gobierno con el gran capital necesitado de mano de obra barata proveniente del tercer mundo entran en contradicción con los sectores más anti-inmigración del Partido Republicano, para quienes el decreto (que no detiene la entrada de cientos de miles de trabajadores extranjeros temporarios que llegan con visas para trabajar, principalmente, en agricultura) no va lo suficientemente lejos. En otras palabras, la crisis actual dificulta el complejo equilibrio republicano, bien administrado por el gobierno durante los últimos años, entre políticas de desregulación del capital y conservadurismo social. Trump necesitará estos dos sectores si quiere mantenerse competitivo en noviembre. Si no lo logra, no se debe descartar la posibilidad de que se evoque la situación de emergencia para implementar medidas extraordinarias, como la postergación de los comicios, medida que implicaría aprobación del Congreso y, probablemente, disputas judiciales.

La campaña de Biden deberá ahora mostrarse como una alternativa superadora al gobierno de Trump. La condición de outsider político de Trump, tan beneficiosa en las elecciones anteriores, puede ser ahora revertida para mostrar a Biden como la opción más capacitada para hacer frente de forma efectiva a una pandemia o a otras crisis que surjan en el futuro. Biden afrontará este desafío con la misión clara de apelar al votante independiente y del ala izquierda del partido, frustrada por la retirada de Bernie Sanders de la interna demócrata. El objetivo de generar entusiasmo por Biden en la izquierda no es fácil. Con un pasado político difícil de abrazar para los más progresistas y un compromiso de no ahuyentar al gran capital que crea y destruye campañas, es probable que Biden recurra a gestos de orden simbólico para apelar a los jóvenes y al progresismo estadounidense mientras se diferencia de Trump: la apreciación de la diversidad, los valores éticos y la empatía en términos generales que no se traduce en un proyecto político específico. Estará en problemas si la crisis actual del sistema de salud se transforma en una demanda clara por el derecho universal a la salud garantizado por el Estado, un tema central que diferenció a Biden de Sanders durante la larga interna partidaria.

En esta carrera cuesta arriba para forjar a un nuevo Biden adaptado a los tiempos que corren, la pandemia y su impacto económico, si perduran, se constituyen como una amenaza fundamental a la continuidad de Trump y, en consecuencia, se convierten en los principales recursos con los que cuentan los demócratas en noviembre.

Kevin Ary Levin

Lic. en Sociología (UBA) y magíster en Estudios del Medio Oriente, sur de Asia y África (Universidad de Columbia). Miembro de la materia Sociología de Medio Oriente (FSOC-UBA).