La gauchesca de utilería

Horacio González, maestro de tantas y tantos de nosotros, falleció y nos deja una enorme tristeza. Miles en esta Facultad hemos pasado por sus aulas. En estos días no deja de circular en las redes un inagotable anecdotario que da cuenta de su grandeza teórica, ética y pedagógica. Horacio es parte de lo mejor del legado intelectual de nuestro país, siempre apostando al pensamiento como experiencia de provocación, de audacia y no de acumulación de certificaciones. En estos casi tres años de existencia de Espóiler, Horacio escribió a pedido nuestro tres excelentes notas. Las reproducimos ahora en forma de pequeño homenaje.

Las pistas de arena de la Rural son inocentes solo cuando las miran los distraídos paseantes de la Feria del Libro, y aun así, aunque ellos vayan para otra cosa, no pueden dejar de sentir un cosquilleo anómalo. Esa pista donde los Aberdeen Angus y los Holando Argentina dejan su pesado rastro, que no logran aliviar las cucardas prendidas del cogote, es la escena a veces imaginaria, a veces real, de un conflicto que viene de lejos en la Argentina. Por allí dejó su surco la carroza en la que se exhibió Onganía y otra adicional arenilla, la del aplauso cerrado, fue la que recibieron presidentes dictatoriales y ministros de Economía dóciles a la clase agroganadera, sus descendientes y sus nuevas mutaciones tecnológicas. 

La gran novedad la produjeron los veganos corridos por una peonada caracterizada según la estampa de los gauchos arquetípicos, y luego asistimos a la metodología más ingeniosa, pero mucho menos dramática, de Greenpeace para oponerse a la creciente tala de bosques. 

Si bien no ha quedado sangre en la arena, como en los estadios donde aún se realizan las competencias taurinas, pudimos ver escenas donde los gauchos domadores corren a los godos vegetarianos opuestos a los ideales del granero, o del frigorífico «para el mundo». Pero toda equiparación corre a cuenta del riesgo que cultivan los intérpretes de imágenes, que hurgan en nuestros arquetipos mejor administrados y distribuidos en algunas capas de las infraconciencias nativistas. 

Esos gauchos que trataban de enlazar a los muchachos y muchachas que defendían la causa animal nos referían mucho más al uso del caballo en las antiguas policías montadas que dispersaban manifestaciones, que a aquellos de la patriada de siglos atrás o que a la de los fastos nacionales que la iconografía oficial suele conmemorar. 

Sin embargo, puede decirse que no hay ninguna escena social que haya sido recogida por los medios de comunicación por imágenes que esté despojada totalmente de ambigüedad. Esto supera toda la literalidad que los protagonistas de un hecho colectivo puedan poner en juego. La de los veganos incluye una fuerte abstención alimentaria, el rechazo a todos los productos de origen animal, de un modo semejante al viejo esquema antropológico de pureza y peligro. Se aparta a este con aquella, bajo supuestos que no dejan de ser legítimos por el hecho de vincularse a ciertos milenarismos y cosmogonías religiosas. La Rural no esperaba que su circo sacralizado fuera ocupado por esta fuerza espiritualista, basada en éticas alimentarias purificadoras que se vinculan al derecho de los animales como seres de ontología propia. 

Los «gauchos» que los atacaban eran domadores que participaban del espectáculo específico del pasaje de la vida silvestre al orden cultural señalado por la domesticación de los animales. Es un rito ancestral tan delicado, como controlado por los propietarios rurales y sus menestrales. De ahí que las ideologías tradicionalistas relacionadas con las tecnologías cada vez más completas de la explotación de los recursos agropecuarios, se hayan sentido amenazadas por un enemigo que no se componía ni de yihadistas, fedayines o narcotraficantes. Eran los emisarios de los animales a los que, con razón, postulan como seres que comparten la sociabilidad en escalas compatibles con la humana. 

Visto desde notorias alegorías cristalizadas en la leyenda nacional, el ataque a los veganos, por parte de los hombres vestidos de gaucho, con sus rebenques y facones, podía suscitar sentimientos que descuidadamente apelaran a motivos montoneros o martinfierescos. Nada de esto es así, pues quienes actuaron en la Rural no eran émulos de Lindor Covas, el Cimarrón o de Inodoro Pereyra, sino figuras de estuco que se desprenden de la gauchesca de alambique y tiralíneas, fraguada por las viejas y nuevas oligarquías, que también viven de su propia comedia decimonónica. 

Para Lugones era posible construir un gaucho egregio luego de desaparecida su entidad social, que era patriótica pero podía tornarse peligrosa. Para Borges los gauchos ignoraban que se los llamaba de esa manera y su vida era honorífica, inocente y servicial, a veces irónica pero despojada de conceptos abstractos, como el de «patria». Del modo que sea, la gauchesca se convirtió en un género literario poseedor de signos emancipatorios, por lo que esas imágenes de la Sociedad Rural deben considerarse como partícipes de otra serie de significados. Pertenecen al libro de oro de las simbologías del poder terrateniente del país, hoy los agronegocios asociados desde siempre a la reproducción de todas las formas del capitalismo. 

Ahora bien, ¿qué hacer con ese combate alegórico realizado bajo la mirada represiva de los ganaderos y sus peones teatralizados? 

¿Las fuerzas sociales, que se oponen a la deforestación y proponen el derecho de los animales, podrán resumir todo el sagitario de las luchas sociales contra los poderes tradicionales del país? ¿O es necesario un esfuerzo conceptual de mayor espesura para que esta causa de apariencia lateral (los combates no solo por la soberanía alimentaria, sino por el estilo alimentario) sea tomada por los clásicos movimientos sociales?

¿Y las hipótesis sociopolíticas sobre el estrechamiento de la convivencialidad humana bajo las amenazas de las nuevas tecnologías contaminantes, en vez de dar lugar a espiritualizaciones salvíficas de las luchas sociales, podrán aceptar una integración novedosa con los movimientos políticos que diversifiquen sus temáticas hacia una ampliación del cuidado de las fuentes de vida de lo que queda de «naturaleza»? 

Como sea, la lección a extraer es que no hay que dar por vencido a lo que podríamos seguir llamando el «encantamiento del mundo», única forma de vigorizar las luchas colectivas, y también de no abandonar símbolos literarios genuinos, que nutren zonas enteras de la lengua y de la imaginería liberacionista nacional, dejándolo al uso del ruralismo de las nuevas oligarquías que ponen escarapelas en sus vacunos como parte inescindible de un triunfalismo financiero, que ahoga a naciones enteras con su bancarización compulsiva. Los veganos, así dichos, con esa palabra surgida en Inglaterra hace un siglo («Incalaperra», como decía Martín Fierro), han ocupado un lugar de extrema politicidad en las fértiles anunciaciones del conflicto social, quizás involuntariamente, pero introduciendo además un tema alimentario que, no por tener raigambre utópica, carece de importancia.

Horacio González

Sociólogo, docente e investigador. Fue director de la Biblioteca Nacional. Actualmente dirige el Fondo de Cultura Económica en Argentina.