Ni miedo ni bandos

¿Es posible vivir juntxs, libres e iguales, como pensaba Aristóteles? ¿Es posible para los feminismos contemporáneos encontrar salida a las violencias por fuera del sistema jurídico penal?

Hace unos días se dio a conocer un fallo histórico: el excantante de El Otro Yo, Cristian Aldana, recibió 22 años de prisión por “abuso sexual gravemente ultrajante y corrupción de menores” en un juicio que tardó más de un año y que involucró a siete víctimas.

La abogada feminista Sabrina Cartabia escribió en Twitter: “Condenaron a Aldana a 22 años de prisión. El juicio ha terminado”. Pero el juicio no terminó. Y seguramente en más de un sentido. Por una parte, la querella se vio satisfecha con la condena pero probablemente el fallo sea apelado insistiendo en la pena de 35 años de prisión efectiva que exigía la fiscalía. Por otra parte, si bien las coberturas periodísticas y las redes registraron la emoción, el logro y la sensación de que “se hizo justicia”, hay un resto que flota enrareciendo el aire. 

A los pocos días del fallo, las celebraciones proliferaron. Circuló un volante con la promoción de una fiesta. Se cantó: “No nos callamos más”, la consigna que sostiene el coraje de las que pudieron salir a contarlo y denunciarlo. Se cantó también: “El miedo cambió de bando”. ¿Cómo se hace el balance de saldos tras un proceso como este? ¿Es loable festejar en clave feminista una condena? ¿Quién sale con éxito de todo esto? O, como pregunta Maisha Z. Johnson: “¿Logramos modificar para bien las circunstancias de las personas que fueron lastimadas?”. Probablemente, sin que sea necesario recurrir a las matemáticas del delito, podamos arriesgar que estos procesos tengan consecuencias paradójicas.

Frente al tortuoso camino que recorrieron las víctimas -ser objejtx y sujetx de violencias nefastas, tener que contarlo en repetidas veces en un tribunal, encarar el camino judicial con todo lo que eso implica-, que el perpetrador y responsable de las violencias esté preso es sin duda una conquista de las denunciantes. Luego, pedir condenas más altas o considerar que la salida a este problema social -la cultura de la violación- es mediante la cárcel, resulta al menos algo pasible de ser cuestionado.

La época en la que vivimos está fuertemente impregnada por la marea feminista que invade gran parte del globo desde hace por lo menos cuatro años, pero también por un importante avance punitivista en todas las áreas sociales. 

Creer que los feminismos, como agente social y político, pueden quedar exentos de los rasgos en los que se inscribe el momento histórico es al menos ingenuo. Las respuestas punitivas brotan como primer emergente ante cualquier problemática social. Por otra parte, pedir juicio a un violador y celebrar que la justicia lo condene diligentemente no puede considerarse punitivista en el sentido que se le da comúnmente hoy en día: están dadas todas las garantías para que el acusado se defienda y sea sometido al debido proceso. 

¿Por qué decir, entonces, que lo que muchos feminismos buscamos no es que haya más violentos presos, sino que las violencias disminuyan y si fuera posible hasta desaparezcan? Porque ese es nuestro objetivo: menos cárcel y más Educación Sexual Integral. Después de un proceso revictimizante, al final del camino se llega a una condena que encierra al violento en un espacio de violencia sexual. Este es el tipo de justicia que conocemos y que tenemos -si contantamos con recursos y determinados juzgados- a disposición. Pero tampoco podemos esperar a que el cambio cultural se materialice para darle una respuesta a las víctimas. Se trata de una encrucijada cruel. 

En los últimos tiempos, desde los feminismos nos otorgamos la potencia de tomar la voz y narrar las violencias que -reconocimos- atravesaron nuestros cuerpos. Cuando decimos #NoNosCallamosMás la consigna se liga a una tradición en la que la palabra de mujeres y disidencias no se tenía en consideración, era puesta en cuestión y en duda. #NoNosCallamosMás es también “Ahora tienen que escucharnos”. Y en base al relato de esas experiencias indagar modos de reparación y cambio social. Poder darnos la posibilidad y las herramientas para buscar salidas por fuera del código penal es uno de los desafíos más grandes que tenemos. 

Para reparar el tejido social que destruyó históricamente la violencia machista hacen falta nuevos pactos. Pero no todo intercambio sexoafectivo es codificable. Y menos aún: no todo cabe en las estrechas celdas del código penal. Como dice Françoise Collin, “la relación entre los géneros es del orden de la praxis”. No hace falta redactar un programa de cambio para que se genere una transformación en las prácticas sociales a las que venimos habituadxs. Basta con una disposición ética ante lxs otrxs que genere ese cambio en las prácticas. 

Las relaciones peligrosas que establecieron algunos feminismos con el dispositivo penal no conducen a la restauración que buscamos. Generar conciencia y responsabilidad del daño es distinto que exigir castigo. 

El sistema punitivo coarta la oportunidad del diálogo. Quizás deberíamos poner la misma energía en objetar la reproducción de las violencias -que existe, por ejemplo, en el sistema jurídico y en el sistema penal- que cuando se producen las propias violencias. 

En el ideal de la sociedad que deseamos, de nuestras comunidades imaginadas, no está la violencia sexista separada de la violencia institucional ni de otros tipos de violencia. El miedo puede servirnos como instinto de alerta para el autocuidado, pero utilizado políticamente es un eficiente dispositivo de control. Los bandos nos llevan más a la confrontación que al intercambio. En el mundo al que aspiramos no hay miedos ni bandos. 

“El avance punitivo demora las transformaciones reales, imprescindibles para desmontar la maraña de violencias producidas por muchas asimetrías”, afirma Ileana Arduino. Es sabido que las penas más altas no reducen la violencia. El derecho penal no resuelve problemáticas culturales. Por eso, el camino punitivista no defiende nuestros verdaderos intereses. Necesitamos presupuesto para que haya políticas públicas integrales y eficientes de prevención y detección de las violencias, educación y contención frente a situaciones ya existentes. En nuestro horizonte no hay penas ni castigos. 

El movimiento feminista -movimiento que implica dinámica y cambio- tuvo históricamente el lugar incómodo del desajuste y la subversión. En línea con la enseñanza de Madres y Abuelas, deberíamos quizás tener más presente la noción de justicia antes que la de venganza.

Deberíamos quizás cuestionar las armas del amo antes que tomarlas. “¿Quién hubiera imaginado que llegaría el momento en que confundiríamos las estrategias legales de resolución de los conflictos y la justicia criminal con nuestros horizontes políticos (revolucionarios) y con nuestros deseos de justicia social?”, pregunta Catalina Trebisacce. “Los sistemas violentos se nos venden con falsas promesas: que los sistemas carcelarios nos mantendrán a salvo”, dice Sean Spade. “Las prisiones no son lugares para encerrar a violadores y asesinos, las prisiones son los violadores y asesinos”.

Nuestro debate es permanente y siempre autorreflexivo. Tenemos la tarea de encontrar modos alternativos a los existentes que clausuran la capacidad de pensar otros modos de relación con lxs otrxs. Asumir las contradicciones que implica vivir juntxs para construir el mundo feminista que de verdad queremos habitar. 

Crédito foto de portada: Página 12

Marina Mariasch

Lic. en Letras. Integrante del Área de Género del INADI.