Un cuarto de siglo de impunidad

El último cuarto de siglo estuvo atravesado por las heridas y víctimas que dejó el genocidio perpetrado por la dictadura cívico-militar y dos atentados terroristas que asesinaron en total a 107 personas y dejaron alrededor de 500 heridos. Existen indudables hilos conductores que vinculan a los 30.000 desaparecidos y a las masacres producidas por ambas explosiones. El modelo militarista de clara raigambre fascista, articulada con la seguridad nacional, buscó instituir enemigos internos en las mismas víctimas que los crímenes de lesa humanidad habían visto multiplicarse en los campos de exterminio: comunistas, judíos, subversivos, junto a nominaciones varias dispuestas a designar a minorías etiquetables. 

También la impunidad rodea a ambos sucesos. En el caso de los desaparecidos, los juicios de lesa humanidad solo han podido dilucidar el destino de no más del 10% de los exterminados. En el caso de los trágicos hechos de 1992 y 1994, la ausencia de justicia continúa sometiendo a los familiares de los asesinados (en forma prioritaria) y al resto de la sociedad en víctimas de una justicia ineficaz, en el mejor de los casos, y con claras sospechas de complicidad ligadas a los diferentes encubrimientos. 

Además del poder judicial y los servicios de inteligencia, la AMIA y la DAIA hicieron una utilización espuria de las causas ligadas a las tres investigaciones judiciales que rodearon a los sucesos del 92 y el 94: los atentados, el memorándum y la muerte del fiscal Nisman. 

El neoliberalismo conservador globalizado no alentaba (ni soportaba) las decisiones soberanas de países como la Argentina, que estaban históricamente supeditadas a las grandes líneas geopolíticas trazadas por Washington. Y menos aún si esas disposiciones expresaban una autonomía continental creciente, proveniente de países que empezaban a articularse como parte de una integración regional latinoamericanista. La derecha argentina –junto a la DAIA, AMIA y Nisman– demostraba una profunda sensación de incomodidad frente a un país que había manejado a su antojo hasta el gobierno de De la Rúa. 

Ambas instituciones estuvieron pendientes de alinear sus lecturas e interpretaciones (sobre los atentados) al conflicto en Medio Oriente, con una permanente intención de beneficiar geopolíticamente a las políticas de la derecha israelí. No les interesó la verdad ni la reparación que hubiese supuesto el avance riguroso de las investigaciones: ese fue el motivo por el cual Rubén Beraja –ex presidente de la DAIA– fue acusado de partícipe del encubrimiento. 

La DAIA y la AMIA no participaron de la querella en la causa de encubrimiento, cuestionaron el memorándum y protagonizaron una persecución sistemática contra Cristina Fernández de Kirchner. Esta orientación geopolítica las llevó a ser parte del entramado partidario, convirtiéndose en integrantes centrales del bloque de poder neoliberal. 

Los mismos que pocas décadas atrás degradaban a la colectividad judía, quienes poseían lazos indudables con los crímenes de lesa humanidad, ahora se congraciaban visitando su sede de Pasteur 633 para empatizar con las embajadas de Washington y Tel Aviv. 

Pero, quizás, la parte más cuestionable de ese posicionamiento (que asoció a la DAIA/AMIA a las derechas más recalcitrantes) consistió en la intención de hacerle creer al resto de la sociedad argentina que existía un único formato ideológico-político de la argentinidad judía. Con ese tour de force no solo se engañaba a la sociedad, sino que además se invisibilizaba la rica historia popular ligada al mundo sindical, a la fundación de los partidos de izquierda, la conformación del movimiento cooperativista y la integración del movimiento nacional.

Este año el Tribunal Oral Federal Nº 2 dictaminó que la causa del atentado fue utilizada políticamente e intervenida con el objeto de imponer pistas falsas. Quedó plenamente probada la existencia de un complot para encubrir el atentado en el que participaron las máximas autoridades ejecutivas del país, jueces, fiscales, miembros de los servicios de seguridad y hasta el máximo dirigente de la DAIA de ese momento. 

La repartición de responsabilidades entre los llevados a juicio y las penas impuestas no estuvo a la altura de la magnitud del hecho juzgado ni de las pruebas acumuladas, pero el tribunal consideró que el encubrimiento supuso “una grave violación de los Derechos Humanos”. 

La compleja comunidad judeo-argentina, por su parte, quedó en este cuarto de siglo claramente fragmentada en relación con los usos del atentado. Un sector se acopló al tránsito neoliberal y de la mano de las políticas derechistas del gobierno israelí se sumó a los sectores hegemónicos dispuestos a conformar modelos de exclusión social maquillados por el marketing político. Para lograr ese cometido se hizo imprescindible borrar las huellas históricas de los procesos migratorios: se invisibilizó el origen sefaradí del Coronel Manuel Dorrego, se ninguneó al aporte anarquista de activistas como Simón Radowitzky y se borraron los antecedentes hebreos insertos en el nacionalismo popular como el caso de Ángel Perelman, el dirigente sindical fundador en 1943 de la Unión Obrera Metalúrgica y protagonista del 17 de octubre de 1945.

Lo argentino-judío que los sectores conservadores pretenden suprimir es también la historia de la Semana Roja de 1909, cuando fueron reprimidos y masacrados en la Plaza Lorea diferentes colectivos migrantes luego de la conmemoración del Primero de Mayo. Es también la huelga de los inquilinos de 1907 (conocida como huelga de las escobas) en la que participaron pensionistas de 1800 conventillos, muchos de ellos de Balvanera donde se agolpaban (entre las calles Junín, Azcuénaga y Lavalle) una gran parte de los judíos rusos, polacos y húngaros recién llegados. Son también las persecuciones desatadas por las hordas de “niños bien” que luego formaron la Liga Patriótica, gracias al aprendizaje de los pogrom realizados sobre los barrios de obreros. Estos mismos grupos –antecedentes de los atildados neoliberales– son quienes asesinaron alrededor de un millar de judíos durante la Semana Trágica. 

Para asumir el carácter legítimo que el ascenso social les permite, las facciones más reaccionarias de la colectividad debieron disimular la memoria de la participación, a principios del siglo XX, en los colectivos mutualistas, cooperativistas y en la inserción relevante y fundacional dentro de los partidos de izquierda. También tendieron a ocultar a dirigentes como Moisés Lebensohn y la participación en las organizaciones de la denominada Nueva Izquierda de los años 60, muchos de cuyos participantes fueron perseguidos y desaparecidos durante la dictadura genocida. De hecho, una gran proporción de los 30.000 detenidos-desaparecidos (aproximadamente 1800) poseían identidades judeo-argentinas. 

El robo de la historia y de la identidad ha sido un subterfugio imprescindible para instruir relatos de sometimiento. A los sectores hegemónicos les resulta necesario sacrificar la verdad en aras de un presente en el que ya no son excluidos de los salones del poder. Pero, como es habitual en estos casos, la historia es como el agua: se cuela por los intersticios del presente. Se filtra por las piedras de las tumbas pretendidas. 

La derecha de la colectividad judía, que suele identificarse con la DAIA y la AMIA, ha negado esta historia, hecho que explica su vínculo ambiguo con las causas del atentado. 

Pero alcanzó su nivel máximo de degradación moral cuando se negó (en forma sistemática) a recibir a las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo durante muchos años y a pedir disculpas a esos colectivos por el rol asumido durante la dictadura. 

Al igual que todo colectivo identitario, sus adscripciones están en disputa. Y existen varios colectivos y referentes que no aceptan –ni aceptarán jamás– la disolución de la historia, ni la utilización de un rico pasado en aras de un potencial futuro arraigado en las persecuciones, el deterioro de la calidad de vida, la represión y la exclusión. 

Jorge Elbaum

Sociólogo y periodista. Presidente del “Llamamiento Judío”. Profesor e investigador en la Facultad de Ciencias Sociales, en la Universidad Nacional de La Matanza y en la Universidad Metropolitana. Fue director de la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas).

Foto de portada: Julio Menajovsky