A 30 años del menemismo, pizza sin champán

Hace hoy 30 años, un 14 de mayo de 1989, los argentinos votamos por un carismático populista que nos prometía Salariazo y Revolución Productiva, para que nos sacara del abismo de la hiperinflación. Aquel populista nos dijo que para hacerlo debíamos convertirnos al neoliberalismo. Y aceptamos gustosos su invitación de pizza con champán y consumos excepcionales, haciéndole saber nuestra satisfacción con ese neoliberalismo en las elecciones de 1995. Aunque ya estaba claro que lo que nos quedaría al terminarnos la pizza con champán sería pobreza, desempleo, hambre, desesperanza.

En 2015 volvimos a votar a otro neoliberal, esta vez explícito, para que nos libere de los “atajos” populistas, de tener a los pobres, a los otros, demasiado cerca, demasiado fuera de su lugar, y de otras tantas indignaciones. Este neoliberal nos dijo que para hacerlo debíamos renunciar a casi todo y sacrificarnos mucho, por aquello de abandonar de una vez nuestras “costumbres de país rico”, de “no vivir por encima de nuestras posibilidades”. ¿Qué nos dio, entonces, a cambio? Otra vez pobreza, desempleo, hambre, desesperanza. Y esta vez, ni champán.

¿No habría entonces que aceptarlo de una vez? Porque la evidencia histórica nos dice que las recetas neoliberales, sea cual sea el envase, siempre nos llevarán al borde del abismo. Siempre, tras sus brillantes “campañas teaser”, traerán de su mano tarde o temprano, pobreza, desempleo, hambre, desesperanza.

Vengan al galope desde las profundidades de Anillaco, se suban de ajustado traje blanco a una deslumbrante Ferrari, se contoneen al son de Gilda desde los balcones de la Casa Rosada, o nos sonrían desde el Instagram de la impecable primera dama, siempre nos llevarán a rupturas profundas de los lazos sociales, que tardaremos décadas en recomponer.

A una sociedad más desigual, injusta e individualista que la que teníamos al empezar, así como hoy, y como en 2001. A hartarnos con “la clase política”, así como hoy, y como en 2001, “siempre los mismos”, “todos ladrones”, “todos iguales”.

x-default

¿No será que los que seguimos siendo iguales, a pesar de las enseñanzas de la historia, somos nosotros, que no aprendemos más? ¿Que seguimos tratando de obtener resultados diferentes haciendo siempre lo mismo? ¿O será que, como dice Dubet, hemos comenzado a preferir la desigualdad, aunque digamos lo contrario?

Lo cierto es que, treinta años después, uno de los legados más perdurables del menemismo es haber generado una entrada más en el diccionario de la política argentina: la de “estilo menemista”. Un estilo específico de hacer política, de ejercicio del poder, decisionista y personalista. Conviviente (debería incluir su definición) con una pobre calidad institucional, la concentración del poder en el líder, el abuso del pragmatismo y el desprecio por la deliberación. E inseparable de una cultura política farandulesca, frívola, outsider, irreverente, corrupta, impune.

Este estilo, junto a los excepcionales consumos de vastos sectores sociales habilitados por el Plan de Convertibilidad (¿cómo olvidarlos?), son las marcas genéticas del menemismo. Ambos signados por la economía, más concretamente por las hiperinflaciones de los años 1989 y 1990, y por la consecuente necesidad de implementar reformas rápidas con efectos tangibles en el corto plazo que permitieran recomponer el orden social durante aquellos inolvidables días de caos general.

Si algo hay que reconocerle es que, frente al caos de la economía, Menem respondió con decisión política. Frente a los militares, con Indulto y disciplinamiento. Frente a los sindicalistas, con negocios o represión. Frente a los empresarios, con negocios y negocios. Frente “a los compañeros que dudan”, con “lo que no cambia perece”. Y a los argentinos, pizza con champán.

Tan fuerte sigue siendo entre nosotros la impronta de este “estilo menemista” que en las décadas siguientes buscamos “síntomas de menemismo” en otras experiencias políticas. Sin ir más lejos, en 2016 nos preguntábamos cuánto de menemista tenía la experiencia de Cambiemos. Porque la evidencia nos mostraba que el proyecto de quienes, ahora sí, habían formado un partido y ganado las elecciones, tenía poco de nuevo y mucho de aquello: ajuste feroz y “sin anestesia”, el gran empresariado al gobierno y al poder, achicar el Estado para agrandar el Mercado, la política como el arte de “hacer lo que hay que hacer”, como durante el menemismo.

Había un cierto “aire de familia”. Porque Cambiemos mostraba una extraordinaria capacidad para llevarnos por un sendero sin alternativas, “cueste lo que cueste y caiga quien caiga”, como durante el menemismo. Porque, una vez más, un proyecto excluyente y conservador era apoyado, paradójicamente, por los perjudicados, como durante el menemismo. Porque los argentinos demostrábamos, una vez más, una extraordinaria tolerancia al ajuste, como durante el menemismo.

Pero no.

Hoy, casi concluido el gobierno de Cambiemos, ya podemos acordar que poco hubo de “menemismo”, mejor, de “estilo menemista”, en este nuevo neoliberalismo.

Y no sólo por los contrastantes perfiles de liderazgo de Menem y de Macri, por su disímil vínculo con el poder y la ambición política, por la relación antagónica que ambos mantuvieron con “lo popular”, con las diferentes credenciales de credibilidad con las que ambos contaron frente al gran empresariado, o por el distinto balance que ambos hicieron entre lo ideológico y lo pragmático. Ni siquiera porque, al asumir, Menem tenía tan poco margen de maniobra, y Macri tenía tanto.

Lo que distingue netamente a aquel neoliberalismo menemista de éste es el disímil vínculo que ambos mantuvieron con la política en los momentos realmente críticos. Porque luego de los convulsionados e ingobernables años de 1989 y 1990, Menem entendió que era hora de quemar las naves. Que, a veces, como había dicho Perón en agosto de 1973, hay que “renunciar al mando” para “empeñarse en la persuasión”; que, a veces, hay que renunciar a parte del poder para no perderlo todo. Y alumbró así las condiciones políticas para domar a la economía, poniendo en marcha en abril de 1991 el Plan de Convertibilidad.

Pero por el contrario, frente al primer traspié económico de importancia que tuvo Cambiemos, allá por mayo de 2018, no hubo respuesta política. Ni cambio de rumbo, ni decisión sobre qué parte del poder perder para no perderlo todo. Paradójicamente, frente a la embestida de la economía, no hubo ningún “síntoma de menemismo” entre quienes venían haciendo de la política un singular instrumento de depredación material de nuestra sociedad. Cuando la voracidad de la pata económica de la “derecha democrática y moderna” arremetió contra su criatura política (el gobierno de Cambiemos) demostrando otra vez su nulo interés en ser clase dirigente además de dominante, Mauricio volvió a ser nada más que Macri.

Y a los argentinos, pizza. Y esta vez, sin champán.

Paula Canelo

Doctora en Ciencias Sociales (FLACSO). Vicedirectora del CITRA (CONICET-UMET). Investigadora Independiente CONICET y docente (UBA y UNSAM).