Horacio González, maestro de tantas y tantos de nosotros, falleció y nos deja una enorme tristeza. Miles en esta Facultad hemos pasado por sus aulas. En estos días no deja de circular en las redes un inagotable anecdotario que da cuenta de su grandeza teórica, ética y pedagógica. Horacio es parte de lo mejor del legado intelectual de nuestro país, siempre apostando al pensamiento como experiencia de provocación, de audacia y no de acumulación de certificaciones. En estos casi tres años de existencia de Espóiler, Horacio escribió a pedido nuestro tres excelentes notas. Las reproducimos ahora en forma de pequeño homenaje.

Como actriz, Evita participó en varias películas, dirigidas en la época por un destacado cineasta argentino, Mario Soffici, y a la inversa, luego fue tema de films protagonizados por actrices muy sólidas de la industria cultural internacional -como Madonna y Faye Duneway-, y por excelentes actrices argentinas que han dado los más diversos matices a los tejidos mitológicos que envuelven la memoria y la figura de Eva Perón, esta mujer excepcional, alegoría dramática y política del proscenio nacional. Con esto acentuamos el linaje escénico de las palabras que estamos pronunciando. Las grabaciones en imágenes que se conservan del discurso del renunciamiento en 1951 conmueven porque nos llevan a pensar el momento en que se rompe la tensa relación entre las multitudes y el palco, lo mismo las imágenes más tiernas de la inauguración de un hospital o dando el grácil puntapié inicial de un partido de fútbol. Esto nos permiten contrastar la voz agónica de Eva ante muchedumbres fervorosas con la distensión dadivosa ante los niños futbolistas. Gisele Freund, fundamental fotógrafa de la vida artística de los años 40, fotografió a Virginia Woolf, Walter Benjamín, Malraux, Joyce… y a Evita, entre tantas otras notorias figuras de la época. La heterogeneidad de la serie da a pensar. Cualquier serie de imágenes, dispares o no, pone en estado de inquietud a la historia.


El peronismo en sus orígenes decidió poner un velo de circunspección sobre el pasado actoral de Evita. Si hubo una muy notoria relación entre Estado y Cine, con Evita se decidió dejar en las penumbras ese vínculo, lo que no impedía que su voz remitiera inevitablemente a la programación radiofónica anterior a 1945.

Perón mantenía un estilo grave en su vida pública y una veta lateral de campechanía con lances jocosos o chispeantes en el trato personal. Sabía muy bien qué papel cumplían los medios de comunicación y el mundo actoral que rodeaba a la industria cinematográfica. Prefirió ver a Evita al margen de esos bullicios, y sustraerla para la actividad en el interior de las severas columnas del Estado. Pero en la espesura de la discursividad reinante, ella era la que con más fervor combatiente pronunciaba la palabra oligarquía. Todavía era la heroína radiofónico pero ahora ante la movilización social.

Era la propietaria mayor de la voz denostadora contra los heresiarcas y contreras. Lleva su autoría el libro de mayor lectura en toda la historia del libro argentino, libro que no había escrito ella, pero donde su palabra pública se fusionaba asombrosamente con esa palabra escrita.

Dicho su nombre en diminutivo, se independizaba de Eva, más formal. Era el nombre que se arrojaba a la admiración y emoción de las masas. Dicho su nombre junto el de Perón, se producía una legendaria fusión entre la movilización popular sobre la base de la espectacularidad de los afectos sociales y esas dos sílabas del sólido apellido eufónico, que miles de gargantas cantaban en plaza pública, y parecía la rima perfecta con la fortaleza del Estado. Desplegados todos los planos de la composición familiar, decir Eva Duarte de Perón era habitar el domicilio del Estado con una rehabilitación heráldica ante los grandes apellidos propietarios, gesto que los jóvenes existencialistas argentinos de la época vieron como una gloriosa bastardía que desafiaba al mundo burgués.

La oposición al peronismo se basó en gran parte en la recóndita sospecha moralista que las clases medias arrojan sobre el mundo actoral que las cautivaba y suscitaba al mismo tiempo un recelo o un peligro para el recinto sagrado de un utópico orden familiar. La estructura política del peronismo no fue ajena a este moralismo. Evita se retiró de las políticas del espectáculo, entonces, para entrar al espectáculo político, ensayando en forma múltiple, difíciles papeles. De esposa, de agitadora, de mujer enérgica cuando subordinada a la figura masculina egregia, y envuelta en un misterioso halo de autonomía personal cuando se mostraba sediciosa, sabiendo retroceder cuando intuía que iba más allá de los límites de la actuación que le era reservada o admitida. Y contrapuesto a su rol de mujer que dominaba su voz entre afligida y épica, aparecía en una foto muy construida saliendo de sus oficinas estatales a hora tardía, como una administradora fatigada, según se podía ver en el reloj de la torre del entonces Concejo Deliberante. Marcaba la medianoche.

Los conspiradores que derrocaron al peronismo en 1955 habían percibido que la complejidad de la figura de Evita llevaba en sí la ambigüedad de la actriz que no se proclamaba como tal, para incluirse en las líneas del realismo social reivindicativo. Quienes pensaron que a la austeridad que ese realismo exigía le podían encontrar el filón engañoso inventaron una publicidad que volvía a poner en primer plano la condición de actriz que el Estado peronista caído, era evidente, había intentado refrenar. Y comienzan a pasar luego del 55 las películas que en esa larga década no se podían ver en los cinematógrafos, La cabalgata del circo, La pródiga (ésta última, una sorprende metáfora anticipatoria de las recónditas operaciones sentimentales del peronismo en torno a las relaciones de clase).

En una carta de 1956 a un Perón exiliado, John William Cooke le comunica que un comando armado de la resistencia ocupó un cine en Tucumán donde se pasaban esas películas a un público que asistía para tener ante sí la develación en celuloide de la “impostura peronista”.

Las películas fueron incautadas con todo éxito, interrumpiendo el banquete donde una pequeña burguesía provinciana iba a burlarse de “las candilejas y el simulacro peronista”. Es evidente que Evita es una rara singularidad que mucho nos dice sobre las relaciones entre los medios de comunicación y la política; como también sobre sus textos, locuacidades y mitologías, que como hechos de una persona dramática fueron superiores a la tarea que cumplió en los bordes del Estado.

El punto de fusión de todos esos componentes llevaba a un evidente sentido demiúrgico de redención social. No poco tiempo después, el mundo comenzaría a asistir a la degradación y pulverización de esos actos donde se transmutaba la actuación guionada por la radio a una actuación imposible de guionar (aunque guiones hubo) en el terreno imprevisible de las luchas sociales y su excitante simbolismo. Entonces, ya aniquiladas las prevenciones, y con los ingenuos prejuicios que se tornaban formas administradas del odio por parte de agencias especializadas, el actor Reagan pudo ser presidente y los nuevos presidentes inventados por las corporaciones eran sometidos a clases prácticas para que sus conciencias vicarias y sus espurios balbuceos tuvieran una pócima milagrosa, que como en el Golem, lograra que un muñeco inerte lograra mascullar algunas palabras dictadas por algún apuntador ignaro, acaso surgido de la George Washington University.

Horacio González
Sociólogo, docente e investigador. Fue director de la Biblioteca Nacional. Actualmente dirige el Fondo de Cultura Económica en Argentina.

Las obras pertenecen al artista Daniel Santoro.