España: derechas, izquierdas y feministas

“¿De verdad van diciendo ustedes sí, sí, hasta el final?”, le dijo en tono guasón la hispanoargentina (del conservador Partido Popular) a Irene Montero (de la formación de izquierdas Unidas Podemos). La frase, enunciada en pleno debate electoral emitido en la cadena de televisión pública, fue un punto de inflexión clave en las elecciones generales de España del 28 de abril en las que se elegían los representantes del Congreso y el Senado y, por ende, las mayorías para formar gobierno. Durante la campaña electoral, la derecha había avanzado ferozmente posiciones contra el movimiento feminista y llegó a cuestionar el principal lema, el que pone el consentimiento de la mujer como elemento de delimitación del delito sexual. Este domingo Cayetana justificaba el peor resultado de su partido en Cataluña, y en España, obviando aquella frase que sobrevoló los debates posteriores y la reflexión de millones de personas. Solo dijo que “ha sido una derrota contundente y clara”. El Partido Popular caía del 33,03% al 16,20% que, sumado al resultado del resto de partidos del bloque de derechas (Ciudadanos, con un 15,86%; y Vox, con un 10,26%), era insuficiente para formar gobierno.

Las altivez de Cayetana, que contrastó con el gesto incrédulo de Irene Montero ante sus palabras, explican la estrepitosa derrota de las derechas y la movilización de la izquierda, producto del mal cálculo del asesor de Trump, Bolsonaro o Salvini: “soy admirador de Vox, un modelo que el resto del mundo copiará”, afirmó Steve Banon, el gurú de las formaciones de ultraderecha a nivel global, que se estrelló en España, al conseguir un reducido 10% en favor de Vox, su formación apadrinada. Un resultado que asusta, pero que queda lejos de la magnitud que daban encuestas, medios de comunicación y voceros afines a la formación de extrema derecha. España tembló durante semanas, ante la perspectiva de un gobierno que integrara a esta formación, que demandaba que se prohibiera el aborto, que se derogara la Ley de Violencia de Género y se prohibieran las ayudas a colectivos “feministas”. En la Comunidad Autónoma de Andalucía habían conseguido impulsar algunas de sus medidas, con un gobierno autonómico integrado por dos derechas (Partido Popular y Ciudadanos) y apoyado parlamentariamente por Vox. La idea de replicar en España este gobierno, que había iniciado ya una caza de brujas sobre colectivos feministas, hizo que las palabras de Cayetana funcionaran como un boomerang.


Las derechas asumían el programa antifeminista de Vox, como centro ideológico de sus propuestas, y se enfrentaban al movimiento feminista. Nunca las mujeres estuvieron tan en el centro de unas elecciones como en 2019. Detrás existía un proceso acumulativo de crecimiento del movimiento feminista y de hegemonía cultural.

En 2018 el movimiento feminista llamó a la huelga y a la manifestación el 8 de marzo, pero solo Unidas Podemos apoyó ambas convocatorias, que resultaron masivas en todas las grandes y medianas ciudades. En 2019 el PSOE se sumaba a ambas convocatorias y la derecha liberal de Ciudadanos a la manifestación, reivindicando su “feminismo liberal”, como alternativa al programa del movimiento feminista (era un “sí, pero…” tan habitual en la oposición al feminismo). Dos años en los que casos de violencia machista copaban los telediarios y el número de violaciones engrosaban las cifras hasta casi duplicar las del año anterior. Un fenómeno condenado por unanimidad, en todos los sectores sociales y mediáticos, y sancionado socialmente en las manifestaciones del 8 de marzo. Masivamente seguidas, muchos jóvenes se formaron políticamente en el feminismo en estas movilizaciones, incluyendo en su repertorio de análisis los discursos del movimiento feminista. El partido ultra Vox hizo de este sector su objetivo en campaña, en sus multitudinarios mítines o en su numerosa propaganda en redes. El resto de partidos del bloque de la derecha le siguió, atisbando una futura hegemonía cultural y rédito político inmediato. Fueron semanas en los que España creyó que el nacional-machismo era mayoritario, gracias a la amplificación que recibieron estas formaciones en las cadenas de televisión privadas.

Vox trató de hacer efectivo el principio de la nueva derecha global: tipificar a la izquierda como un sector acaudalado, integrado por mujeres de buena posición social, que limitan con su “dictadura progre” la libertad del pueblo originario. Así, incluían como enemigo a periodistas y cadenas de televisión “progres”, al gobierno del PSOE, a Podemos, a profesionales de los servicios sociales y el tercer sector y a asociaciones de mujeres.

Todos y todas eran partícipes de la “dictadura progre”, que imponía una censura de lo “políticamente correcto” a una mayoría española, tradicionalista, y eminentemente ruralista. De este modo, incluyeron la defensa de la caza o los toros, como elementos de ofensiva cultural, para oponerse a un sector al que criticaban el imponer una forma de vida que no era la “esencial” en España. Vox, abanderado por Santiago Abascal (presidente) e Iván Espinosa de los Monteros (vicesecretario), intentó crear un marco cultural de ofensiva contra el “progresismo”, que pareció revolverlo todo. En un arrebato de sinceridad, Iván Espinosa, descendiente del embajador español en la Alemania de Hitler (y negociador en el encuentro de Hendaya entre Franco y Hitler), llegó a decir que «algún día tendríamos que estudiar si tienen derecho a estar en el juego político los que no creen en la unidad de España o no renuncian del marxismo».

Espinosa de los Monteros verbalizó la estrategia de lo que se ha llamado el lawfare (guerra jurídica), por el que se trata de excluir por vías judiciales a adversarios políticos, algo que se ha podido constatar como altamente efectivo en los casos de Brasil (Lula), Ecuador (Correa), Argentina (Kirchner) y actualmente en España (izquierda independentista). Se trataba de elevar el tono y situar en el ámbito de la ilegalidad al adversario político como enemigo del orden vigente. Era la línea que siguieron en los años 70 las dictaduras de “seguridad nacional” impuestas en América Latina, que surgían con el argumento de defender un orden social en peligro. En el centro estaba la defensa de la familia, de la nación y de las costumbres católicas; y de un cierto proteccionismo cultural, político y económico. Sin embargo, la aplicación actual de esta ofensiva “neoconservadora” se da con matices muy diferentes: no se aplica una moral católica unívoca (hay evangélicos, protestantes, católicos no practicantes, etcétera), no se suspenden las elecciones ni se aplica un marco económico proteccionista.

En esta nueva ola de ultraderecha (extendida principalmente por Europa y América), sí se produce con más vehemencia un fenómeno de “progresiva criminalización de la protesta”, con el objetivo de separar pensamiento crítico y devaluación de las condiciones de vida que aparecen tras la crisis económica global de 2008.

El discurso que enarbolan trata de asociar la degradación de las condiciones de vida con el enemigo interno, con un progresismo cultural, articulado por un grupo social de clases intelectuales cuyo “negocio” consiste en “dar razones” al reparto desigual de recursos del Estado entre los de “afuera” y los de “dentro”. En España, los enemigos de estos movimientos ultra eran los catalanes, los pijoprogres, las feminazis, identificados todos de forma unilateral como un grupo social homogéneo, económicamente solvente y culturalmente superior, cuyo objetivo es el de favorecer siempre a un exogrupo (catalanes frente a españoles, mujeres frente a todos, inmigrantes frente a nacionales). Con esta estrategia, trataron de ahuyentar a las clases populares y generar un desapego hacia las clases medias e intelectuales, unión estratégica de clases que en el pasado permitió el surgimiento del 15M en España o de Occupy Wall Street en los Estados Unidos.

En el medio plazo, el conjunto de movimientos neoconservadores y ultras, con sus peculiaridades locales, han tratado de frenar la hegemonía que ha ejercido la izquierda en el ciclo de protestas desatadas tras la crisis económica, que se dirigieron contra el establishment y el “1%”; y que consiguieron que amplias capas de la sociedad tuvieran un discurso crítico contra el sistema económico. Por ello, no es casual que una mayoría de partidos de la ultraderecha global sean empresarios o financiados por estos: Iván Espinosa de los Monteros (empresario inmobiliario), Macri o Trump. Todos ellos han pasado de defender sus negocios a defender los intereses del país como un paso natural y consecuente: de hecho, publicitaban que defenderían el país igual que defendieron sus negocios.

La cultura del empresario exitoso, cual American Psycho, trataba de abrirse paso en la pelea contra los gobiernos de izquierda a nivel global.

En España, la ola de extrema derecha se apoyó en un proceso de degradación institucional del sistema político surgido en 1978: la corrupción del principal partido (Partido Popular, con más de 27 casos judiciales abiertos); el crecimiento del movimiento independentista; y la fase de recortes. Hay que recordar que en 1978 la España de la dictadura franquista se transformó en democracia parlamentaria vía reforma legal, pero manteniendo que la unidad nacional indisoluble era representada por el Rey. Un oxímoron, habida cuenta de que la historia de España había ido pareja a un proceso de concentración de reinos y de territorios con peculiaridades políticas propias, que nunca fueron reconfiguradas simbólica ni políticamente por un Estado-nación, sino que se fueron solapando unas encima de otras (fueros, diputaciones, comarcas, consejos insulares, etcétera). El Rey parecía salvar este problema al representar la unión entre todos los españoles y liderar una transición política pacífica hacia la democracia. Pero todo saltó con la crisis económica, la aplicación de recortes, reformas constitucionales para asumir la priorización del pago de la deuda; el recorte de competencias financieras de las comunidades autónomas; y, ante todo, el relevo apresurado en la jefatura del Estado del Rey Juan Carlos en favor de su hijo, el príncipe Felipe. Ese mismo 2014, en noviembre, se celebró en Cataluña el primer referéndum por la independencia, que llevó a las urnas a 1,8 millones de personas.

Entonces, en un contexto de alta tensión política, se produjo la aparición de un movimiento político novedoso, Podemos, que surgió de un grupo de intelectuales que habían tomado el pulso al ciclo neoliberal en América Latina, y que tomaron prestadas un conjunto de hipótesis que habían permitido ganar a movimientos populistas de nuevo cuño surgidos en la región (Alianza País, Mas, Frente Guasú y otros). Se estrenó en 2014 con más de un millón de votos en las elecciones europeas para conquistar en las elecciones municipales de 2015 las principales ciudades del país como Madrid, Barcelona, Zaragoza, La Coruña, Santiago, Cádiz o Valencia. De la noche a la mañana cuestionó el bipartidismo del Partido Popular y del PSOE, asentado desde las elecciones de 1982. Dos hipótesis les dirigían: un liderazgo carismático y rupturista, articulado por Pablo Iglesias; y una estrategia comunicativa transversal pensada por Íñigo Errejón, que tenía como objetivo ampliar las bases más allá de las clases que sufrieron la crisis o aquellas más politizadas.

Podemos, si preguntan a la gente en España, creen que es el reverso de Vox. Pero más allá de tipificaciones gruesas, sí parece que disputan una misma hipótesis: la consolidación de un sentido común, de un marco cultural, que permita identificarse a diferentes clases, grupos sociales y edades, superando el esquema de izquierda y derecha.

Así, el extensamente conocido “sí se puede”, lema de Podemos, fue un síntoma de la hegemonía simbólica conquistada, al que siguieron otros muchos conceptos como “patria”, “casta” o “trama”. En todos los casos, se consiguió generar una forma de identificación del enemigo que aglutinaba a grandes mayorías y que resultó altamente exitoso. Si bien es cierto que detrás, no siempre valorado, estaba un movimiento popular, débilmente organizado, con altas dosis de voluntarismo, que sobrevivía desde el movimiento del 15 de mayo de 2011. Ese movimiento construyó una forma de activismo “desmilitantizado”, que se unía bajo el paraguas de un mismo tema (economía, sanidad) o un mismo barrio (asambleas populares); y que convivía con organizaciones de origen militante y orientadas a luchas sectoriales como la PAH (Plataforma de afectados por la hipoteca) o JsF (Juventud Sin futuro). Podemos logró aglutinar a personas que procedían de tradiciones muy diferentes de organización política, de activismo o de identidad política. Un ciclo de participación institucional que ha acusado cansancio en las elecciones de 2019, en las que Podemos ha reducido su participación en el Congreso de 69 diputados a 42 diputados, en unos meses en los que ha enfrentado graves crisis internas. Podemos ha ofrecido una alianza al Partido Socialista para establecer una agenda común de gobierno que desmantele las políticas de recortes empleadas durante la última década.

En todo este tiempo, Vox trató de imitar a Podemos, creando conceptos como “dictadura progre” o la “derechita cobarde”, que se oponía a los “españoles de bien” que representaba Vox. En su débil resultado frente al cosechado por Podemos en 2015, o 2016, hay que atisbar el diferencial que permitía articular mayorías a Podemos. No fueron los conceptos, no fue la delimitación de un “ellos”, fue la tuyhjjjjjj raducción de un sujeto social, originariamente heterogéneo, en un movimiento político, y posteriormente en un partido que ha ido decreciendo progresivamente. Pero las leyes de la termodinámica son muy esclarecedoras, y en su tercer principio establece que la energía no puede crearse ni destruirse, solo puede cambiar de una forma a otra. Esto explica por qué, paradójicamente, la pérdida de peso de Podemos y sus partidos afines en la movilización, ha ido parejo al ascenso del movimiento feminista.

De hecho, es significativo, cómo en España se arrastra un abstencionismo electoral cronificado, que afecta principalmente a jóvenes, mujeres y barrios de rentas bajas, que se ha revertido en estas elecciones. La baja participación electoral beneficia a la derecha, que moviliza generalmente a sus efectivos el día de las elecciones, mientras los colectivos antes mencionados no suelen ir a votar, desalentados por una agenda de temas que no suele representar sus intereses y una lista de medidas que no parecen solucionar sus problemas. El domingo 29 de abril hubo una excepción y la participación aumentó casi diez puntos (9,3%) hasta el 75,75%. Se dirá que fue el PSOE el que movilizó el voto, o que fue una actitud transversal, pero lo cierto es que estas elecciones coinciden con dos movimientos importantes que se enfrentan entre sí: Vox, que ha conseguido dos millones de votos en las elecciones de mayo; y el 8M, que congregó a más de seis millones de personas en las principales ciudades y municipios en España. Que nadie haga un mal análisis. Es el movimiento feminista el que ha ganado.


Karim Juste
Sociólogo, investigador y consultor político español.