Alan García. El Perú de Caballo Loco

Alan García se suicidó. Fue uno de los presidentes más jóvenes de la América Latina de los 80. Se disparó un día después del aniversario de la muerte de Mariátegui. Sabía que sería detenido por una causa por sospecha de corrupción y no deseaba esa afrenta. El intento de asilo en la embajada de Uruguay no había prosperado. No quiso someterse al asedio judicial quien había sido dos veces presidente del Perú (1985-1990 / 2006-2011) y que había tenido buena relación con muchos jueces. El sucesor y discípulo de Haya de la Torre, fundador de uno de los partidos con mayor influencia en el siglo XX peruano concluye con su vida y –en parte– con la vida del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) que también se había apagado hace tiempo. Hoy vemos dos muertes en una. Una irreversible; la otra, la partidaria, con escasas posibilidades de resucitar.
Alan García tuvo profundos vínculos con la Argentina. Su primera esposa María del Pilar Martínez Bordereau era cordobesa, hija de quien fue gobernador de Córdoba (1962-1963) y rector de la Universidad Nacional de esa provincia (1967-1970). El dirigente peruano fue compañero de ruta de Raúl Alfonsín. Ambos eran parte de la primavera democrática y de una mirada que tenía entre manos dos discusiones políticas en región: qué hacer con el conflicto centroamericano y con la deuda externa. Alfonsín y García organizaron el Grupo de Apoyo a Contadora o Grupo Lima para resolver el conflicto nicaragüense y el presidente peruano insistió para que la Argentina se sumara a un Club de Deudores. La idea era limitar el excesivo pago de la deuda externa y negociar directamente con los acreedores sin la intermediación del FMI. El presidente peruano se lanzó a estatizar la banca. Alfonsín no llegó tan lejos.
Sus posiciones con la deuda y la estatización lo convirtieron en un presidente admirado por el sindicalismo argentino y por la Juventud Peronista post dictadura en abierta disputa con el radicalismo. Pintaba en las paredes de Buenos Aires: “Ay patria querida: dame un presidente como Alan García”.


Su vida política fue zigzagueante como la del fundador del APRA. Haya de la Torre, que había sido admirador de la Revolución Mexicana y el Guomindang chino en los años 50, ya en las elecciones de 1962 –según el libro de uno de los asesores de Kennedy (Arthur Schlesinger Jr.)– se había convertido en uno de los candidatos presidenciales con capacidad de articular progresismo y anticastrismo. Alguien que admiraba el sistema sueco. No solo el jefe del APRA era parte de este grupo, sino también José Figueres, Rómulo Betancourt, Eduardo Frei y Rafael Caldera, entre otros. Era el inicio de una socialdemocracia anticastrista que tendría cierto impacto en ese espacio presidencial socialdemócrata luego de la recuperación democrática de los años 80.
Después de la muerte de Haya la Torre una interna entre diversos sectores del aprismo resolverían en favor de Alan García, quien se haría de la Secretaria General del APRA en 1982. Su ascenso generacional suponía una relectura y acercamiento al radicalismo político del fundador del aprismo. Alan García logró lo que nunca pudo Haya de la Torre: ser presidente del Perú. En su primera Presidencia (1985) puso a prueba sus imaginarios y concepción políticos. Si bien continuó al gobierno constitucional de Fernando Belaúnde, Alan García se inscribió en las culturas políticas de la recuperación democrática latinoamericana y en la resignificación del legado de progresista que había dejado Haya de la Torre. En parte, la discusión de la deuda enfrentó a García con Fidel, quien pretendía el no pago de la misma a rajatabla y no un pequeño porcentaje como pensaba el peruano. Después de una interesante polémica entre ambos –luego de la conferencia ministerial de los No Alineados en 1985– Alan García se refirió al cubano advirtiendo que: «hay un personaje en el Caribe que, por nuestra determinación de pagar el 10% (del valor de las exportaciones), dice que seguiremos sirviendo al imperialismo». El problema de la deuda, según el presidente aprista, era entre el Norte y el Sur y no entre el Este y el Oeste.
Este primer movimiento de García estuvo dentro de los cuadrantes políticos que había diseñado el propio APRA. El recrudecimiento (1987) de los ataques de Sendero Luminoso y el MRTA lo llevaron de un intento negociador a una posición más represiva. Funcionaron más de diez grupos militares y poco hizo para esclarecer asesinatos. Todo se había desquiciado.


Más allá de las singularidades y trayectorias, Alfonsín y Alan García –como otros presidentes de la región: Hernán Siles Zuazo y José Sarney– terminarían sus mandatos asediados por la hiperinflación y devaluación.


El laboratorio socialdemócrata, con mayores o menores intensidades y audacias, había sido puesto en jaque por una brutal reconfiguración del capitalismo. La heterodoxia fiscal, la voluntad de estatizar la banca y el conflicto con los organismos internacionales de crédito empujaron al presidente peruano al abismo, marcando las formas de disciplinamiento del emergente universo neoliberal.
A fines de 1990 el aprismo es sucedido por Alberto Fujimori. La búsqueda y expectativa de orden económico y político movilizaron las preferencias electorales. Ya en el poder y con el beneficio político que le otorgó la resolución de la crisis económica, Fujimori causó un autogolpe (1992) y se produjo un intento de secuestro a Alan García, quien logró sortearlo pidiendo asilo en la Embajada de Colombia. Con un salvoconducto llegaría a Bogotá para finalmente instalarse en París. Así emprendió un destierro político y simbólico que duraría más de ocho años.


En 2001 regresó al Perú y compitió en las elecciones presidenciales. Alan García se lanzó a liderar un APRA que desde su salida no había logrado un buena performance electoral. Volvió del desierto. Se puso el partido al “hombro”, desplazó a dirigentes del aprismo que habían llegado a acuerdos con el fujimorismo y concitó –desde un partido muy débil– un fervor que había perdido en los 90. Siempre pudo reinventarse con la potencia territorial que el APRA poseía y con la orfandad de liderazgos que había padecido desde su salida del país. Alan perdió frente a Toledo pero lo “corrió” por izquierda durante todo su gobierno y en 2006 volvió a la Presidencia derrotando a Ollanta Humala. Para lograr ese triunfo fue apoyado en segunda vuelta por la derecha (votos de Unidad Nacional y bendición de Vargas Llosas mediante) recreando 1962, año en que Haya de la Torre fue visto con buenos ojos por la Administración de Kennedy; su sucesor sería considerado positivamente por George Bush. “No soy un vendedor de ilusiones, tenemos la experiencia”, comentaba a su audiencia. Si bien Perú logró ampliar su crecimiento económico en los dos primeros años, su aprobación inicial se fue reduciendo drásticamente (pasó del 63% al 26%). El rechazo en una porción importante de las clases medias y de las clases populares como un significativo conflicto social atravesaron los años que le faltaban para terminar su mandato.


Las condiciones políticas de su triunfo –apoyo y condicionamientos de la derecha– y la situación de extrema debilidad del APRA, entre otras, condujeron a Alan García al apoyo de propuestas de equilibrio fiscal. Aprovechó el orden económico fundado por el fujimorismo y continuado por Toledo para construir su estabilidad política y avanzar con tratados de libre comercio con los Estados Unidos y Europa gracias al precio de los commodities. Profundizó la producción minera y se afirmó en el poder civilizatorio del mercado mundial mediante sucesivos decretos que criminalizaron el derecho a la protesta, garantizando imputabilidad para militares y policías y considerando toda manifestación una “extorsión”, lo que hubiera desconcertado al mismísimo Ubaldini. Ante los conflictos con las comunidades indígenas de la Amazonia había expresado que “estas personas no tienen corona (…) no son ciudadanos de primera clase que puedan decir, 400 mil nativos, a 28 millones de peruanos ‘tú no tienes derecho de venir por aquí’. De ninguna manera, eso es un error gravísimo y quien piense de esa manera quiere llevarnos a la irracionalidad, al retroceso primitivo”. Surfear sobre la ola globalizadora era el mejor salvoconducto para no terminar fuera del poder como en los 90 ni quedar relegado del centro de la escena política.
Alan García, apodado Caballo Loco, nombre que llevaba el jefe de los sioux en América del Norte, siempre estuvo en el centro de la batalla. El APRA fue su teatro de operación donde dirigió a su militancia a la disputa. Cuando terminó su segundo mandato volvió a Francia donde realizó estudios superiores en Sociología.


Las sospechas de corrupción sobre su primer mandato proscribieron en 2001. Pero volverían en 2016 con las denuncias del Departamento de Justicia de los Estados Unidos sobre su segundo mandato. El caso Odebrecht estalló en el Perú en diciembre de 2016 con la confesión de los sobornos y no tardaron en vincularse a Alan García.


Detuvieron a Jorge Cuba, exviceministro de Comunicaciones de su segundo Gobierno, y a Edwin Luyo, quien integro el comité para la licitación de una línea del Metro de Lima. Ambos acusados de recibir coimas a cambio de concesionar la obra. También existieron sobornos en relación con la Carretera Interoceánica, un proyecto iniciado con Toledo y continuado con el apoyo del aprismo en favor del consorcio integrado por Odebrecht. Se lo acusó de diversos delitos: colusión ilegal, negociación incompatible, enriquecimiento ilícito y cohecho.
La presión aumentó a medida que se conocían las investigaciones sobre Odebrecht. En noviembre de 2018 solicitó asilo en Uruguay. Tabaré Vázquez se lo negó. La corrupción –o su sospecha– comenzó a enfrentarse con una avalancha honestista que se amplificó en toda América.


La tragedia de Alan García es la tragedia del progresismo peruano. Es la exacerbación de las biografías políticas ante un punitivismo jurídico y gravoso que se aceleró desde la persecución de Sendero Luminoso y del MRTA. Ese mismo punitivismo se ha llevado puestos a dirigentes de diversos espacios y concepciones políticas. Pero paradójicamente, a ese punitivismo se le asoció un purismo –ideológico, religioso, etcétera– que es parte de la política peruana de las últimas décadas.


Alan García no se suicidó por el honor, sino para zafar de esas dos palabras –punitivismo y purismo– que no se llevan bien con el arte de la política, sobre todo, de las militancias y dirigencias del siglo XX.


“Dejo mi cadáver como muestra de desprecio a mis adversarios”, decía en una nota que todos conocerían después de su muerte. Dejó su cuerpo político como afrenta a sus contrincantes, como artificio impugnador de una Justicia que quiere purificar la política. Alan García, el gran orador, el Caballo Loco de la política peruana. Hasta el último momento intentó jugar sus fichas, dejó su cuerpo zumbando inclusive muerto. Una estela que tendrá resonancias en el sistema político peruano. Su trayectoria es un territorio donde poder observar la historia política peruana. Una historia que los progresismos actuales y futuros del Perú tendrán que observar.

Esteban De Gori es doctor en Ciencias Sociales e Investigador Asistente del CONICET y del Instituto de Investigaciones Gino Germani. Es docente de la UBA y de la UNSAM.

Bárbara Ester es licenciada y profesora de Sociología por la UBA. Realizó una Diplomatura en Género, Movimiento de Mujeres y Política en la Facultad de Filosofía y Letras.