La casa de las flores (o una comedia neobarroca)

Como galán de la fragante rosa
El clavel boquirrubio,
Ámbar respira, bálsamo derrama,
De púrpura vestido
Por sacar la librea de su dama;
Si bien sobre sienes de escarlata
Le brotan de la rubia cabellera
Dos cuernecillos de lucida plata.


Lezama Lima
La curiosidad barroca

Fugitiva, artificial, caduca, toda ella vanidad. No es casual que la serie de Netflix reúna en un mismo sintagma la morada y la flor, que la familia De la Mora sea la dueña de la próspera floristería entre cuyas paredes y jardines transcurrirá esta comedia tan esquiva a las clasificaciones fáciles y al mismo tiempo tan melodrama, tan parodia. La flor es quizá la metáfora perfecta de la belleza pasajera, del encanto seductor, de lo que se viste para cubrir. O para descubrir. Maestro del barroco americano, José Lezama Lima cita al Anónimo aragonés que des-cubre, paradójicamente, por medio de vestidos, el lujo de la rosa. Cada capítulo lleva así el nombre de una flor, símbolo de aquello que tendrá lugar en cada entrega: crisantemo (dolor), lirio (libertad), petunia (resentimiento), dalia (gratitud), magnolia (dignidad), peonía (vergüenza), bromelia (resiliencia), tulipán (esperanza), tussilago (preocupación) orquídea (lujuria), eríssimo (adversidad), amapola (resurrección). El inventario de flores trae a la memoria aquella Rosa Salvaje, en la que una Verónica Castro vestida de varón parece prefigurar los travestismos y las metamorfosis que operan en La casa desde los primeros capítulos. ¿Cómo olvidarla? La misma de Los ricos también lloran, casi un oxímoron (¿los ricos lloran?). En La casa será Virginia de la Mora, la matriarca, la esposa de Ernesto (Arturo Ríos), la madre de Paulina (Cecilia Suárez), Elena (Aislinn Derbez) y Julián (Darío Yazbek Bernal), la artífice de sí, un artificio exquisito. Con la vuelta del ícono, se reciclan buena parte de aquellos dramas de ricos y de pobres pero matizados con el humor y los tópicos de este tiempo.

La rosa y la riqueza, el derroche y el exceso, el artificio y el dorado. Ya desde la foto de presentación comprendemos que nos encontramos en plena estética neobarroca, una invención americana y caribeña, empezando por Lezama Lima: los rostros intervenidos y fragmentados, la doble cara del padre, los dorados y el lujo, los pliegues y el espejo. El listado de objetos veleidosos, que podemos multiplicar, es parte de esa estética, como las flores que se acumulan y se desparraman no sólo por la casa y el jardín sino por atuendos y sortijas. El exceso, que en el barroco propiamente dicho intenta conjurar o mitigar el horror al vacío, en el neobarroco se transforma en kitsch. Más juguetón, menos solemne, procura ese distanciamiento cómico y distendido frente a lo grave o veleidoso. Las sombras que hacen lúgubre un escenario barroco, en el neobarroco-kitsch se disipan; los contrastes se dan entre colores bien saturados, tropicales, cerca del pop y del cine de Almodóvar. Incluso la protagonista sabe mitigar las tensiones sin llevarlas al extremo; tras la fachada superflua alberga una sabiduría que consiste en que lo gravoso se transforme en leve, en una aceptación no resignada de los hechos tal como son: frente a la nuera ambiciosa, interesada y manipuladora, el yerno gay parece, aunque las convenciones morales no terminen de digerirlo del todo, mejor partido.

Pero vayamos por partes. Lo que cubre, des-cubre. Desde el primer capítulo, los descubrimientos se suceden uno tras otro. En “Narciso” (símbolo de la mentira, pero también del yo), la amante de Ernesto aparece colgada en la sala principal, en medio de un festejo. Justo cuando la familia se estaba preparando para la foto. Los De la mora cuidan las apariencias, se esmeran para que todo luzca perfecto. Ninguna flor aparece jamás marchita, pero sabemos de su efímera existencia. Por eso siempre un hecho escandaloso matizado de humor negro viene a interrumpir la intención: la corruptibilidad es la otra cara de la perfección. Con la muerta, se descubren la infidelidad y la casa doble: la otra casa de las flores, la casa chica, el cabaret.

El doble es la otra cara, el reflejo maldito. Si la casa grande es toda luminosidad y apariencia de honradez, la casa chica (el cabaret), es lo oculto, el lado oscuro, el reino donde todo es posible, la lujuria, la noche, los tragos, la casa donde las travestis viejas hacen sus tramoyas. La morada luminosa se repliega y crea su otra faz. Doble casa como parte de las costumbres mexicanas, pero también como destino o ley del barroco: proliferación por acumulación (muchas flores) y por duplicación (reflejo). El reflejo, como el repliegue, puede ser infinito: los espejos están ahí para confirmarlo. Por eso abundan. Agente de transmutación, el espejo desencarna y vuelve a los cuerpos visibles e intocables. La imagen se vuelve apariencia, bien supremo por el cual los de la Mora pueden pasar marihuana a través de ramos inocentes cuando las circunstancias así lo requieran, es decir, cuando la bancarrota amenace la prosperidad familiar.

Suele ser ley (barroca) que lo simple se desdoble y multiplique, que haga pliegue. Doblegado por quien oficia de matriarca en la casa grande, por Virginia, en el cabaret es el marido quien ejerce su señorío. Convertidos en huérfanos tras el suicidio de la madre, sus otros dos hijos pasarán a la casa grande y a su lógica, y con ello vendrán los malentendidos, los típicos enredos. Como suele suceder en las familias ricas y bien acomodadas, la relación de Elena con Bruno llevará la marca inefable del incesto. Muchos son los descubrimientos: el hijo gay, el novio ‘de color’, la otra hija, la de la amante de Ernesto. Cuanto más se esfuercen por sepultar los secretos bajo tierra, cuanto más pida un cadáver ser enterrado, más verdades se develarán y quedarán al descubierto.

Travestimos y metamorfosis son la otra clave de esta estética cuya ética pasa por la difuminación y la puesta en crisis de las identidades: se puede ser hetero, bi o gay, no importa demasiado fijar lo que se es; es la elección del objeto, producto de deseos casi siempre fortuitos, que marcan provisoriamente las identidades.

Y nunca en modo definitivo. José María se ‘convierte’ en María José. El espejo barroco nos devuelve siempre una imagen invertida que en esta oportunidad se refleja en el nombre. Travestida, será la encargada de ser de abogada de Ernesto cuando éste tenga que cumplir una pena en la cárcel, mientras toda la familia asegura ante familiares y amigos, fotomontaje mediante, que se encuentra en Japón. Pero todos los trucos se develan, los mecanismos del deux ex machina están al descubierto.

Por último, el artificio. Desde las flores que nunca se marchitan hasta el comportamiento ampuloso y teatral, dramático y exagerado de los personajes, todo es excesivo y artificial. En este universo, la imagen lo es todo. Es necesario ‘cubrir’, cuidar las apariencias, simular, inventarse un abolengo. Detalle curioso pero no menor: quien compra la florería cuando la familia se encuentra en plena bancarrota es una ciega. Amén de lo bizarro, el olfato para los negocios compensa con creces una ceguera que la priva del colorido de la florería. Finalmente, lo que queda eliminado en la prosa neobarroca es el plano referencial: la copia sustituye el original, lo fagocita, se apodera de su cuerpo, lo suplanta. A partir de ahí, todo está destinado a duplicarse, a proseguir esta danza demencial liberada a la más pura contingencia. Y donde todo, todo, puede suceder.

María José Rossi
Doctora en Filosofía por la Università degli Studi di Torino (Italia). Profesora de Filosofía en la Facultad de Ciencias Sociales e investigadora del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA). Directora del proyecto UBACyT “Para una hermenéutica latinoamericana y caribeña del siglo XXI. Del barroco al neobarroco y su deriva neobarrosa como práctica estético-política”. Autora de El cine como texto. Hacia una hermenéutica de la imagen-movimiento (Primer premio de ensayo Topía, 2007), coeditora de los libros Relecturas. Claves hermenéuticas para la lectura de textos filosóficos (Buenos Aires, Eudeba, 2013), y Esto no es un injerto. Ensayos sobre hermenéutica y barroco en América Latina (Buenos Aires, Miño y Dávila, 2017).