Argentina y el G-20: decálogo de un gobierno “believer”

El G-20 o el “Grupo de los 20 países industrializados y emergentes” suele ser presentado como club de países que gobiernan el mundo. Según reza la página oficial de la organización, el G-20 es el principal foro internacional para abordar los desafíos globales y generar políticas públicas que los resuelvan. Quienes reivindican este tipo de instancias multilaterales suelen resaltar un término: gobernanza global. Según Robert Keohane, dicho concepto refiere a los procesos y las instituciones, tanto formales como informales, que guían y limitan la actividad de los actores –estatales y no estatales– que operan en el sistema internacional1. Desde el mismo prisma liberal, las miradas optimistas agregan que este tipo de instancias facilitan la cooperación entre Estados, ya que reducen los costos de generar, dar seguimiento y cumplir normas, a la vez que proporcionan información y facilitan la realización de compromisos creíbles. Bajo estos argumentos se suele afirmar que el G-20 cumplió un rol destacado a la hora de gestionar y paliar los efectos de la crisis económica mundial de 2008. Finalmente, un segundo grupo de “optimistas” reivindican que este tipo de instancias son, especialmente para los “países del Sur”, una buena herramienta para balancear los intereses de los Estados más poderosos. Argentina y Brasil, durante los gobiernos de Cristina Kirchner y Lula-Dilma Rousseff, fueron ejemplos de esta postura.

Por Sergio Langer

Ahora bien, en otra vereda están los que sostienen la futilidad de estos foros. Desde una óptica institucionalista, el G-20 es criticado, justamente, por tener una baja institucionalización: no hay estatutos, tratados constitutivos, estructuras permanentes ni mandatos obligatorios para los países miembros. Otras voces opositoras cuestionan la poca legitimidad que posee este “multilateralismo de elite”, como denomina el colombiano José Antonio Ocampo a los organismos que combinan una membresía reducida con pretensiones de establecer reglas globales. Complementaria a esta visión están los que sostienen que, en última instancia, las agendas de este tipo de foros están permeadas por los intereses de actores económicos trasnacionales, en detrimento de las grandes mayorías de la población. Sobre la base de ello, esta postura sostiene, precisamente, que el papel del G-20 en la crisis de 2008 estuvo más orientado a salvar al sistema financiero internacional que a afrontar las verdaderas causas de la crisis. Desde una mirada más conservadora de las relaciones internacionales, están quienes impugnan la validez de los esquemas multilaterales internacionales, alegando que no son más que una reproducción de la distribución del poder global –entendido en términos materiales. A raíz de ello, es mejor no perder el tiempo en este tipo de instancias y privilegiar, en cambio, las negociaciones bilaterales. La administración Trump sería un buen ejemplo de este tipo de visiones.

Dicho lo anterior, cabe preguntarse: ¿en cuál de estas perspectivas se sitúa el actual gobierno argentino? Sin lugar a dudas, en el grupo de los optimistas. Especialmente, coincidiría con aquella visión que sostiene que estos foros facilitan la cooperación entre Estados y la adopción de compromisos que refuerzan la gobernanza global. En efecto, en el esquema internacional de Mauricio Macri, la organización del G-20 representa un punto cúlmine del objetivo de “volver al mundo”.

En definitiva, la Argentina apuesta por un mundo basado en el multilateralismo, la globalización y el libre comercio. El problema es que, parafraseando al poeta, el gobierno macrista no ha oído nada de que ese mundo ha muerto.

Por Langer y Sodo

En un mismo sentido, podría decirse que el gobierno nacional sueña con una cumbre-hito, que siembre el camino para la regeneración del orden liberal internacional esmerilado por el nacionalismo proteccionista de Trump y otros gobiernos antiglobalistas de Occidente como el británico o el italiano. Una cumbre en la que Trump y Xi Jinping estrechen sus manos y pongan fin a la guerra comercial que tiene en jaque a la economía global. En definitiva, la Argentina apuesta por un mundo basado en el multilateralismo, la globalización y el libre comercio. El problema es que, parafraseando al poeta, el gobierno macrista no ha oído nada de que ese mundo ha muerto.

Sumado a lo anterior, la cumbre tendrá una serie de particularidades que condicionarán tanto la dinámica de la reunión como el alcance de los acuerdos. Lejos del clima de confraternidad y disposición para “resolver los desafíos globales”, el G-20 –como tantos otros foros internacionales intergubernamentales– opera como caja de resonancia de las tensiones y conflictos del momento. Así como en el pasado fueron la crisis económica de las subprime, las primaveras árabes, los Panamá Papers, el cambio climático o la crisis en Siria, la cumbre criolla no estará exenta de los temas calientes del momento: la guerra comercial entre los Estados Unidos y China, el proteccionismo comercial en Occidente, el recrudecimiento del conflicto entre Rusia y Ucrania, y el rol de la monarquía saudí en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en territorio turco son elementos que atravesarán la cumbre de mandatarios. En este marco, la Argentina tiene mucho más para perder que para ganar.

En primer lugar, porque a pesar de las ventajas que otorga ser anfitrión, el país austral no tiene ni peso internacional ni muñeca diplomática para terciar en ninguno de esos conflictos. Así como ha sucedido en otras ocasiones no muy lejanas, la sobreactuación de “volver al mundo” puede llevar a verse involucrado en problemas ajenos a la realidad y a los intereses argentinos.

Asimismo, la ausencia de los presidentes electos de Brasil y México se configuraba como una ventana de oportunidad para que la Argentina enarbolara la voz de los países de la región. El gobierno nacional, sin embargo, ha hecho poco y nada por intentar ocupar ese espacio.

Por Sergio Langer

En segundo lugar, la edición argentina de la cumbre del G-20 tendrá como una de sus características distintivas la presencia de una gran cantidad de mandatarios con serios problemas de legitimidad al interior de sus países. Por caso, la premier británica, Theresa May, está en la cuerda floja a la espera de que el parlamento de su país apruebe su plan del Brexit. Su par alemana, Angela Merkel, acaba de renunciar a la presidencia de su partido, tras sufrir un serio revés en las elecciones regionales. Emmanuel Macron es otro líder europeo con la aprobación en baja. Otro caso es el del presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, quien asumió el cargo de manera indirecta tras la renuncia de su antecesor por casos de corrupción, Jacob Zuma y que ahora acecha con disputarle el puesto en las próximas elecciones. A ello podríamos agregar la delicada situación que envuelve al príncipe saudí, Mohamed bin Salmán. Brasil y México, los otros latinoamericanos del foro, estarán representados por Michel Temer y Enrique Peña Nieto, dos presidentes en salida (Peña Nieto, de hecho, se irá antes que termine la cumbre para entregar el mando a Andrés Manuel López Obrador).

Esta situación de debilidad por la que atraviesan buena parte de los jefes de Estado puede llevar a dos escenarios: el primero, menos probable, es que los mandatarios busquen reforzar la cohesión interna logrando resultados en la arena internacional. El segundo, y más esperable, es que los jefes de Estado eviten asumir compromisos que puedan profundizar su vulnerabilidad doméstica, lo cual atenta contra las posibilidades de lograr una cumbre con grandes consensos.

Por Sergio Langer

Asimismo, la ausencia de los presidentes electos de Brasil y México se configuraba como una ventana de oportunidad para que la Argentina enarbolara la voz de los países de la región. El gobierno nacional, sin embargo, ha hecho poco y nada por intentar ocupar ese espacio.

Previo a la cumbre ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC), celebrada en Buenos Aires en diciembre de 2017, el presidente Macri expresó: “esperamos demostrar que el sistema multilateral de comercio aún puede dar resultados”2. Pero la cumbre –que era otra de las apuestas del gobierno argentino en su objetivo de “volver al mundo– terminó en un fracaso: no hubo acuerdos ni declaración final. Teniendo en cuenta este antecedente, el gobierno de Mauricio Macri parece disponerse, casi obligadamente, a bajar sus expectativas respecto de la reunión del G-20. El éxito, en este caso, pasa por lograr un evento pacífico y que los presidentes lleguen a consensuar una declaración. Ahora bien, aun cuando se lograran ambos objetivos, parece demasiado poco para un gobierno cuya suerte está más atada a generar confianza en la sustentabilidad a largo plazo del plan económico, que a la organización de una cumbre internacional.

Notas
1 Keohane, Robert (2002). Power and governance in a partially globalized world. Psychology Press.
2 Diario La Jornada, 21 de septiembre de 2017. “Macri: El Mercosur debe ser protagonista del futuro».
Disponible en: https://www.diariojornada.com.ar/192466/provincia/macri_el_mercosur_debe_ser_protagonista_del_futuro/.