La distopía de los Bolsonarianos

Al grito de “Acá es Bolsonaro”, un estudiante en Paraná es atacado a botellazos en la cabeza frente a su facultad por llevar una gorra del MST. El mestre Moa do Katende es asesinado de 12 cuchilladas en la calle luego de manifestar que había votado a Haddad. Una profesora universitaria es insultada por un joven de pantalón camuflado en un café un domingo a la mañana por amamantar allí a su bebé (“cuando él sea presidente, estas atorrantas [vagabundas] exhibicionistas van a ir todas a la cárcel”). Una psicoanalista relata dos testimonios de sus pacientes: uno, gay, fue amenazado de que cuando “el mito” gane, le van a pegar hasta “volverlo hombre”; a la otra, joven feminista, le dejaron un mensaje, en papel, que la llamaba “feminazi” por participar de la protesta “ele não” y le advertía que pronto iba a “tener un motivo para gritar de verdad”.

El Brasil de 2018 no es la Alemania de 1933, pero la amenaza que se cierne sobre los derechos de trabajadores y trabajadoras, minorías sexuales, jóvenes y cualquier foco de oposición, de llegar Bolsonaro al gobierno, no debe ser subestimada.

Estas anécdotas son meros ejemplos de lo que seguidores de Jair Bolsonaro vienen haciendo en las últimas semanas en Brasil. En vez de condenar esas acciones, Bolsonaro las llamó “excesos” para luego aclarar que él no podía controlar a su militancia. Tufillo a las SA en las vísperas del ascenso nazi. Luego volvió a pronunciarse, rechazando el voto de los violentos, para inmediatamente después denunciar, sin embargo, un movimiento orquestado para perjudicar su campaña.

Entre el domingo de la elección y el martes siguiente, el ganador del primer turno osciló (en un video, una entrevista televisiva y posteos en las redes) entre continuar con las amenazas de un Estado policíaco a su cargo (“vamos a poner un punto final a todos los activismos en Brasil”); proponer, de manera bizarra, terminar con las grietas (“de blancos contra negros”, “de padres contra hijos”, de “homos contra heteros”); y hacer un llamamiento a “combatir duro la violencia para tener un Brasil más seguro y libre, para todas las personas, independientemente del color, sexualidad y religión […] nuestro enemigo es el crimen, no el ciudadano”. Hermoso mensaje de paz. Sólo que ni Hitler, en la campaña presidencial del 32 (que perdió), puso como eje central de su agenda el antisemitismo, elemento analizado por historiadores/as como Peter Fritzsche y también Claudia Koonz. Sin embargo, un acercamiento a sus documentos previos, como su libro personal (editado en 1925) y también los 25 puntos del NSDAP (1920), daba cuenta de lo que podía avecinarse si llegaba al poder. Hoy basta un click en distintas declaraciones televisivas de Bolsonaro en youtube para conocer sus intenciones y sus ideas. El Brasil de 2018 no es la Alemania de 1933, pero la amenaza que se cierne sobre los derechos de trabajadores y trabajadoras, minorías sexuales, jóvenes y cualquier foco de oposición, de llegar Bolsonaro al gobierno, no debe ser subestimada

Por Langer y Yuri

En un sugerente artículo en El País de Brasil, Eliane Brum afirmaba que Bolsonaro ya había ganado antes de ser el más votado en el primer turno, porque, cuando es necesario explicar lo autoexplicable, es decir, por qué no es posible elegir a un candidato que hizo las declaraciones que él hizo (sobre las mujeres, la población negra, los pueblos originarios, la comunidad LGBT+, la dictadura y la tortura, etcétera), la batalla está perdida.

Tal vez por fe u optimismo en la humanidad –anotación mental de revisarlo seriamente en próximas oportunidades–, me resultaba difícil, antes del 7 de octubre, pensar que Bolsonaro pudiera ganar un segundo turno, en el que una fuerza centrípeta inédita haría crecer a su contrincante. Digamos que las encuestas, que subestimaron ampliamente su caudal electoral (a cinco días de la elección, Datafolha le daba sólo 32% e IBOPE, un día después, 38%) también contribuyeron a mi lectura ingenua.

Y no consistió sólo en un voto personal a su figura. Su Partido Social Liberal (PSL) pasó, en esta elección, de ser una fuerza nanica (pequeñísima) en la Cámara de Diputados, a tener allí 52 representantes. Su candidato a gobernador en Río de Janeiro quedó primero, a la espera del segundo turno. Uno de sus hijos (el que el día del impeachment dedicó su voto a “los militares del 64”) fue ahora el candidato a diputado más votado de la historia. El número de policías y militares (según como se declararon a sí mismos al candidatearse) electos para los distintos niveles legislativos (senado, diputados, asambleas estaduales y cámaras municipales) saltó de 18 en 2014 a 73 en 2018, siendo la mitad del PSL.

Están quienes lo votan por su lenguaje, su apelación de outsider (aunque es diputado desde hace 27 años) de un sistema político desprestigiado, y se rehúsan, por otra parte, a verificar, algo muy fácil en la era de Internet, que Bolsonaro es quien es y piensa lo que piensa. Pero también están quienes toman sus declaraciones más nefastas, racistas, misóginas, homofóbicas, protortura y dictadura como un rasgo de honestidad y autenticidad.

Hablar de Bolsonaro como el candidato tradicional (del respeto a los “valores familiares”, de “Dios por encima de todos”), del agronegocio, las Fuerzas Armadas y los mercados es correcto. Pero no es suficiente. Analizando el modo en que él mismo y su electorado orgulloso (es decir, quienes manifiestan con entusiasmo sus adhesiones, dado que no debe descartarse también un voto vergonzante, que explicaría, en parte, el error en las encuestas de opinión) actúan e intervienen en Facebook, el fenómeno Bolsonaro no es solamente reacción conservadora y neoliberal. Es también, para su club electoral de fans, una suerte de promesa de transformación y revuelta contra “la crisis moral y ética”, contra “la vieja política”, la inseguridad y la corrupción que involucró a los gobiernos petistas. En sus comentarios y posteos dicen “Bolsonaro es cambio” y hablan de “limpiar el país”. Algunos usan términos desconociendo su significado, como quien afirma “no somos xenófobos” para hablar de “nuestros hermanos nordestinos”. No temen usar la palabra “derecha” para autodefinirse (Bolsonaro tampoco), cuestión que en la Argentina sería más difícil de reconocer para cualquier fuerza de ese lado del espectro ideológico.

Algo interesante ocurre cuando uno de ellos comenta que el candidato debería hacer una autocrítica por frases “malas” y “antiguas” sobre las que “se sabe que cambió de parecer”. Debajo, una catarata de comentarios le responde. Están quienes acuerdan con su pedido. Pero también quienes dicen “nadie es perfecto” o “¿nunca hablaste de más por estar nervioso?”. O que nadie lo votaría si fuera “paz y amor”. Y predomina el elogio a la “originalidad” y sinceridad de Bolsonaro. Después de todo, como agrega otro, “el mito es el mito”. Están quienes lo votan por su lenguaje, su apelación de outsider (aunque es diputado desde hace 27 años) de un sistema político desprestigiado, y se rehúsan, por otra parte, a verificar, algo muy fácil en la era de Internet, que Bolsonaro es quien es y piensa lo que piensa. Pero también están quienes toman sus declaraciones más nefastas, racistas, misóginas, homofóbicas, protortura y dictadura como un rasgo de honestidad y autenticidad. Cada tanto, por otro lado, aparece allí alguien que se presenta como parte de esos grupos sociodemográficos que Bolsonaro ha atacado, enfatiza su carácter y manifiesta su apoyo: “soy mujer”, “soy nordestino”, “soy gay y voto 17”. Nicolás Cabrera sugirió hace poco en el medio digital Socompa que el encanto de ese tipo de seguidores del militar –como una joven negra presente en los festejos pos primer turno, con la que todos querían sacarse selfies– “radica en la excepcionalidad que representa en aquel paisaje”.

Bolsonaro, como también lo hizo Trump, ataca a la prensa, se queja de las fake news (sin las cuales, dice, habría obtenido mayor caudal electoral en el nordeste). Pero, a la vez, se niega a firmar un compromiso ético de no esparcirlas desde su propia campaña, la cual, hasta ahora, actuó mucho más en las redes –e incluso creando miles de grupos de whatsapp– que en el Horario Gratuito de Propaganda Electoral (HGPE) en televisión, en el cual recién tendrá más espacio para el segundo turno

Por Sergio Langer

Bolsonaro perdió en todo el nordeste, como en Bahía, donde Haddad obtuvo un 60%. Obtuvo un triunfo parcial en la región norte, más dividida entre Estados como Roraima –con la mayor población evangélica del país, y con mucha inmigración venezolana y un correlato de xenofobia (según notó Fernando Meireles, investigador de la UFMG)– donde obtuvo un 62,9%, y otros como Pará, donde perdió. Sus votos estuvieron encima de la media nacional (que fue de un 46%) en la región sudeste (con un bastión en Río, su Estado de origen, con el 59,8%), centro oeste (Mato Grosso, por ejemplo, con el 60%) y sur (arrasando en Santa Catarina, con un 65,8%). Si perdonamos la subestimación de las encuestas y miramos qué decían sobre la composición de su voto para el primer turno, éste era mayor entre los hombres, entre la población blanca, y aumentaba junto con el nivel de ingreso y educativo, y se mantenía similar en todos los grupos de edad, con un leve decrecimiento entre personas mayores de 60 años (¿acaso quienes recuerdan mejor la dictadura?). Viendo el menguadísimo desempeño de Marina Silva (1%, frente al 21% de 2014 y un porcentaje similar en 2010), Bolsonaro fue exitoso en arrebatarle el voto evangélico, con gran ayuda, claro, de la tracción de los líderes religiosos. Esos mismos que, luego de haber integrado la base de los gobiernos petistas, e incluso lograr que Dilma publicara una carta contra el aborto en la campaña de 2010, se convirtieron en sus activos detractores durante el proceso de impeachment.

Aunque las posiciones de las demás candidaturas presidenciales para el balotaje no equivalen a transferencias automáticas de sus votantes, las tres semanas entre ambos turnos son el escenario de negociaciones y pronunciamientos. Y también, como marcó Lincoln Secco hace poco en La Nación, está el mercado disponible de votos en blanco y nulos, de los cuales alguna pequeña parte puede redefinirse hacia uno de los dos candidatos. Dar vuelta un segundo turno, luego de un triunfo casi suficiente para evitar esa instancia, se perfila como un desafío dificilísimo, especialmente luego de los errores y contradicciones acumulados por el PT. Pero ante el fascismo –dejemos los eufemismos de lado, el impeachment era golpe, y Bolsonaro es fascista–, no cabe más que disputar cada centímetro de las calles y las urnas. Apelando incluso a trascender a la militancia activa, para generar –en los términos que usó, en la revista Forum, Bernardo Cotrim– un involucramiento ciudadano masivo en la campaña, en defensa de los derechos populares. Y que la distopía bolsonariana no se materialice.