Argentina 2001: la revolución que no fue

Es frecuente afirmar que los eventos de diciembre de 2001 fueron gatillados por el pueblo en la calle y resueltos por los legisladores en el congreso. Mi argumento, en cambio, es que hubo un tercer grupo de actores que definió tanto el inicio como el resultado de la crisis: los ejecutivos subnacionales peronistas. Es imposible entender la evolución de la protesta sin analizar el rol de los intendentes del conurbano; igualmente imposible es explicar la caída de De la Rúa y Rodríguez Saá, así como las designaciones de Rodríguez Saá y Duhalde, si se omite la acción coordinada de los gobernadores peronistas. La espontaneidad popular y el proceso constitucional cumplieron un rol necesario pero no suficiente en el devenir de los acontecimientos.
En este capítulo planteé tres preguntas: si De la Rúa se cayó o lo empujaron, si la rebelión popular fue espontánea u orquestada y si las decisiones para superar la crisis fueron definidas por el congreso o por los gobernadores.

La primera pregunta tiene una respuesta mixta: el peronismo se preparó para la eventualidad de una renuncia anticipada, pero sus movidas fueron un soplido más que un empujón. A De la Rúa lo volteó una fatalidad, el agotamiento de la convertibilidad, combinada con su propia incompetencia. La oposición no ayudó pero tampoco definió.

La segunda pregunta tiene una respuesta igualmente mixta, porque el Argentinazo no fue un fenómeno homogéneo. Las motivaciones fueron variadas. La clase media protestaba contra el corralito y estaba particularmente irritada por los discursos presidenciales. Los pobres urbanos tenían necesidades más prosaicas y objetivos concretos, como llevar a casa bienes –sobre todo alimentos– a los que no podían acceder por la falta de circulante. Finalmente, las bandas criminales y lúmpenes aprovecharon la confusión para saquear a discreción. Los activistas de izquierda jugaron un papel menor, más destacado en la Capital que en el conurbano. En suma, hubo espontaneidad en algunas manifestaciones, sobre todo las que involucraron a las clases medias, pero también hubo organización en las protestas de los suburbios urbanos que movilizaron a sectores populares y grupos marginales. Esta organización fue a veces delictiva y a veces política. En el último caso, algunos intendentes peronistas y la policía bonaerense cumplieron un papel esencial.

La tercera pregunta tiene una respuesta unívoca. Aunque el congreso y otras instituciones formales jugaron un rol de legitimación fundamental, la substancia de las decisiones pasó por otro ámbito: el conclave de gobernadores peronistas. El ancla de la política argentina sigue siendo el territorio, y quien echa o leva el ancla es el partido que controla las gobernaciones.

Por más revolucionarios que hayan parecido los eventos de 2001, la crisis y su resolución reflejaron dos constantes de la historia argentina: el peso de las provincias y del peronismo en la política nacional. Jorge Luis Borges afirmó que los peronistas no son ni buenos ni malos, son incorregibles. Lo que muestra este capítulo es que son inevitables.

Me equivoqué.

El 30 de agosto de 2011 recibí un simpático email. Me lo enviaban de la Fundación Pensar y decía lo siguiente: “somos el think tank de PRO y uno de nuestros desafíos es cerrar la brecha entre la política en general y el partido en particular… En ese marco, estamos haciendo una serie de reuniones del liderazgo partidario con intelectuales y académicos”. En síntesis, me invitaban a charlar con la cúpula del partido. La reunión se concretó el 20 de octubre de ese año, en la casa de gobierno porteña pero fuera del horario de trabajo. Mauricio Macri no estuvo presente.

Salí del encuentro con dos certezas. La primera: se trataba de buena gente con enorme capacidad de trabajo. La segunda: no entendían nada de política. En su visión, la mayoría de la sociedad argentina era más “aspiracional” que reivindicativa: miraba para adelante y quería cambiar en vez de mirar para atrás y querer volver. Lo habían medido con precisión, argumentaban. Los viejos partidos no representaban nada, continuaron. La nueva política sería, paradojaban, menos política y más social.

También escucharon, mucho. Pero me miraron con ternura cuando referí la importancia del poder territorial y la resiliencia de los partidos tradicionales. Fue un cordialísimo y enriquecedor diálogo entre mundos paralelos. Tres días después, en las elecciones presidenciales, el PRO no presentaba candidato. Dos años más tarde debieron aliarse con Sergio Massa para meter algunos diputados por la provincia de Buenos Aires, lo que los llevó a perder la personería jurídica. Todo era risa por acá. Y de repente llega el 22 de noviembre de 2015 y Macri es presidente electo. ¿Cómo pude equivocarme tanto?

Mi razonamiento se basaba en dos elementos: territorio y partidos. La experiencia democrática indicaba que el trampolín hacia la presidencia era una gobernación. En 1989 compitieron el jefe de Córdoba (Angeloz) contra el de La Rioja (Menem). En 1995, a Menem lo desafiaron el gobernador de Río Negro (Massaccesi) y el ex de Mendoza (Bordón). En 1999 el gobernador de Buenos Aires (Duhalde) enfrentó al de la CABA (De la Rúa). Las elecciones de 2003 fueron atípicas, pero aún así venció el gobernador de Santa Cruz. La primera vez de Cristina fue, en la práctica, una reelección. Como utilizó su reelección no conyugal en 2011, el camino quedó abierto para que un gobernador la reemplazara en 2015. Acá entran los partidos.

Nunca imaginé que la alianza iba a ser con el otro partido, y eso que yo lo conocía por dentro. O quizás precisamente por eso. Porque Macri logró su objetivo combinando su método (“lo nuevo”, “la sociedad”) con el que yo defendía (“los partidos” y “la política”). Sin Durán Barba no ganaba, pero sólo con Durán Barba tampoco. Terció Emilio Monzó, quizás el más hábil de sus coroneles políticos. Y amaneció Ernesto Sanz, el radical más revolucionario desde Alfonsín. ¡Y Lilita! Mientras los viejos radicales clamaban que su límite era Macri y los jóvenes macristas moralizaban que jamás transarían con la vieja política, el límite se licuó y la transa se consumó. Y hasta fue más allá, incluyendo al piquetero chic Alfredo De Angeli y al piquetero popular Gerónimo Venegas.

Es cierto: a la virtud encarnada por Cambiemos le cayó encima la fortuna vertida por una Córdoba maltratada, un Randazzo candoroso y un Aníbal desencadenado.

Pero en cualquier caso, la acción política venció al determinismo histórico. El análisis falló: como expresó Ignacio Ramírez, el director de Ibarómetro, sobró empirismo politológico y faltó imaginación sociológica.

Es cierto que hay un consuelo. Macri no ganó con una ONG: armó un partido político y se alió con otro. Y era gobernador. La fórmula territorio más partidos está intacta.

Lo que faltó fue introspección para anticipar con qué partido.